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El Bosque de Samuel Baroni

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Por VÍCTOR GUÉDEZ

En su exposición El Bosque Samuel Baroni revela que la naturaleza, de manera apacible o ruidosa, siempre murmura para dejar evidencia de su ineludible energía. Apacible, porque ella puede disimular en su lento despliegue la expansión invasiva de sus registros. Ruidosa, en tanto que recurre también a sus explosiones estridentes y temibles. Lo interesante es que, en el caso de esta exhibición, la naturaleza queda convertida en la interlocutora de un artista que conoce parte de sus secretos tanto por sus vivencias como por otras vías que proceden de la indagación reflexiva y del juego especulativo de sublimes metáforas. Baroni interroga a la naturaleza, pero antes se deja interrogar por ella sin adoptar poses defensivas ante sus increpancias y enigmas. Se trata de un diálogo establecido con una espontánea transparencia que podría enmarcarse en lo que Rafael Cadenas le solicita al poema en “Las Paces”: “Lleguemos a un acuerdo, poema. / Ya no te forzaré a decir lo que no quieres / ni tú te resistirás tanto a lo que deseo. Hemos forcejeado /… / Huye sin mirar atrás. / Pues siempre me rebasas, / sabes decir lo que te impulsa / y yo no, / porque eres más que tú mismo, /…”.

Es así como el espacio expositivo se deja permear como la tierra para convertirse en territorio que incrementa la incesante resonancia de la vegetación en sus más variadas modulaciones: como semilla, raíz, rizoma, brote, tronco, tallo, rama, carbón, abono… Todo convertido en metáforas pictóricas y símbolos visuales que invaden sin agresividad y que dejan sentir el temperamento de una fuerza que está simultáneamente alejada de lo atenuado y de lo destructivo. En el ámbito de este desafiante equilibrio, nuestro artista se siente cómodo y deja seducir su sensibilidad para impulsar sus manos en el arrebato de alegorías exuberantes que no disimulan el impulso ansioso. Él conoce los límites del arrebato y asume el riesgo del descontrol, por eso libera su pintura para que se expanda en la manifestación de su materialidad más expresiva y de su afianzamiento más expansivo. Sabe cuándo se requiere la intervención que permite combinar el control consciente y la impetuosidad instintiva, en función de un esclarecido criterio estético. Es así como afloran las extrañas imágenes de una naturaleza que puede hacerse delirante al mostrar guiños de exceso y efervescencia, pero siempre orientados a la renovación de una armonía que en ningún momento se desborda. En esta obra, el delirio avasallante siempre se estabiliza con el florecimiento de una relajada epifanía que parece recordarnos que de la naturaleza no debe hacerse referencia sin hacer una reverencia.

En este bosque, la naturaleza se convierte en un espíritu que se muestra como enigma. No es casual que el vocablo bosque generalmente represente un significado asociado a lo misterioso y arcano hasta llegar a ser el ambiente ideal para los suspicaces cuentos infantiles y para los aterradores relatos de misterio. Esta vinculación no queda totalmente descartada del planteamiento de Baroni, pero en ningún caso representa el foco esencial de su especulación estética ni el foco de su indagación conceptual. Estimamos que el sendero de su sensibilidad se proyecta más bien hacia el sentido de la pulsión generativa, de la tensión fecundadora, del vigor promisorio, en fin, hacia los alcances disruptivos de una turbulencia siempre exuberante por la vitalidad pletórica en su presencia.

Esa presencia vital está enlazada con la idea de una abierta pluralidad en donde las semejanzas y diferencias se relativizan para demostrar que solo lo que se parece acepta diferencias, y que siempre lo diferente procede de lo que se asemeja. Nada más revelador en la perpetuación de la vida de los bosques que la variedad a partir de lo diverso y para preservar lo diverso. En el contexto de esta acepción de la unidad a partir de la diversidad, conviene subrayar que Baroni establece una monumental ambientación como resultado de la conjugación de cinco instalaciones que atienden específicas temáticas, pero siempre inspiradas en el temperamento de un mismo cobijo estético y de un unificador prisma propositivo.

Como lo advertimos al principio, el diálogo que nuestro artista establece con la naturaleza es el que le despeja el camino al tema del bosque y el que enfatiza la idea de una interacción que descarta cualquier riesgo de impositivas verticalidades. De alguna manera se transmite la percepción de que Samuel Baroni no está detrás ni por delante de la naturaleza, más bien está a su lado, con lo cual asegura la profusión de una vivencia estética afincada en la longanimidad y en la laxitud. Por esta razón, él inicia el dominio de la ejecución y progresivamente es el desarrollo de la realización el que encamina el recorrido de manera reverberante. El amor que profesa por la naturaleza le permite dejarle el espacio para que ella se manifieste espontáneamente hasta donde más no pueda. Tal permisividad es asumida de manera consciente y creciente para favorecer los efectos de ese prodigioso cultivo anfibológico y de ese extraño sentido cautivador del bosque. De aquí emana al menos una convicción: en el caso de Baroni es el amor la suprema fuente de su creación. Y como la causa de la causa es la causa del efecto, tendríamos que admitir que es el amor a la naturaleza el más sublime factor de su potencialidad artística. Este señalamiento convoca en nuestra mente el suceso de alguien que fue desesperado a ahorcarse a un árbol, y cuando se ponía la cuerda en el cuello, sintió el aroma del bosque, y desistió de su idea original.

Las pautas que se han asomado en este recorrido invitan a recordar la metáfora del bosque de José Ortega y Gasset. Dice el filósofo: “El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo. El bosque es una naturaleza invisible… El bosque huye de los ojos… El bosque siempre está un poco más allá de donde nosotros estamos… Lo que del bosque se halla ante nosotros de una manera inmediata es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante”. Este maravilloso fragmento de su libro Meditaciones del Quijote se ha convertido en el fundamento de una célebre sentencia aforística según la cual: “Los árboles no dejan ver al bosque”. Y lo interesante es que, en el caso que ahora nos ocupa, notamos que Baroni parece realizar una interpretación de las connotaciones que se comprendían en este razonamiento. Es así como cada una de las instalaciones de su muestra se añade a las demás para conformar la totalidad más abarcadora de un bosque, sin dejar de comprobar que singularmente cada instalación se hace visible para ocultar los otros espacios que circunstancialmente se hacen invisibles.

En el orden de esas sospechosas sorpresas propias de su bosque, nuestro artista promueve sensaciones en las cuales lo visible puede hacerse indecible para incentivar una atmósfera envolvente que, en la terminología de Foucault, llamaríamos heterotópica, en tanto que se fomenta en el espectador la experiencia de un espacio atemporal y ahistórico, ya que parece estar suspendido en un ambiente irreal y secreto. El asombro que aquí se favorece es equivalente a lo que el propio artista vive durante la ejecución de sus obras, por eso lo que uno busca en los cuadros, al final, lo encuentra en sus propias imágenes interiores. El convencimiento es que, seguramente, no siempre hay que buscar algo distinto a lo que se quiere encontrar, aún más: se impone aceptar, en el caso de esta ambientación, que el espacio se redimensiona en la temperatura de una atmósfera que nos sitúa en una advenediza demanda existencial. Sin duda, esto significa la manifestación de una verdadera vivencia estética que remueva el entrevero de percepciones e intuiciones junto a la mezcla de sensaciones y fabulaciones que se activan con enrarecida ansiedad. Así se nos viene a la memoria aquello que Picasso reclamaba a las obras de arte con la expresión “El fuego de los dioses”, es decir, la fruición del encantamiento, el acicate de las epifanías, la descarga emocional o la alusión alucinadora. En definitiva, hay arte cuando frente a la obra que lo encarna se despierta una vivencia estética que, en última instancia, es también una vivencia personal porque se comporta como algo que surge y resurge en las imágenes exteriores e interiores, y que igualmente, es algo que brota y rebrota en la proyección de un sincretismo entre el caos y la creatividad, entre lo telúrico y lo ecológico, entre lo alusivo y lo alegórico, entre lo natural y lo espiritual. En esta unión de lo aparentemente contrastante se legitima de nuevo aquello de que sólo difiere lo que se parece, y de que los extremos encuentran siempre áreas de acercamiento. Desde estas acepciones se alimenta precisamente el juego que el artista establece entre el negro y el blanco, la materia pictórica y los fragmentos naturales, las texturas y los relieves, todo lo cual incita a la convivencia del avivamiento plástico y de la festividad perceptiva. También desde estas profundas perspectivas aflora la idea de que el bosque desde adentro siempre es oscuro en intensidad, pero resplandeciente en las hendiduras que dejan filtrar rayos luminosos que se encienden para advertirnos que un bosque, mientras más profundo, mayor será el filo de la luz que deje traspasar. En medio de esta intensa vivencia estética calza el verso de Fernando Valverde que dice así: “… Hay tanta incertidumbre allí en el bosque, / es tanta su espesura, / que es mejor estar quieto, / aunque la misma angustia suceda cada noche, / aunque el bosque sea yo y alguien huya de mí”.

No obstante el tono conclusivo del párrafo anterior, no podemos dejar de referirnos a un dato que resulta sustantivo en esta exposición. Nos referimos a que ella comienza con un video realizado por Ricardo Arispe sobre algunos detalles del montaje de la exposición, y culmina con una instalación exterior de amplia escala. Podríamos pensar que estamos en presencia de un epígrafe y un epílogo del bosque de Baroni, y que ambos se convierten en señales que establecen los alcances supremos que guían al artista. El video contiene una representativa muestra de imágenes alusivas a las obras, pero nos interesa entresacar el registro de la conducción de las medias cañas con las cuales se estructura la instalación Surcos que sirve como culminación de la exposición. La imagen referida admite dos lecturas disímiles: se pueden observar como urnas que son trasladadas al destino final de una sepultura; sin embargo, también admiten ser vistas como el tránsito de una procesión que sugiere el respeto y reconocimiento hacia la naturaleza que renace. Muerte y vida, resurgimiento y espiritualidad son pistas emblemáticas que se asoman con una apariencia protagónica que se desvanece rápidamente para reivindicar la idea de que, en la naturaleza como en la mayoría de las cosas, más que esto o aquello, lo que existe es esto y aquello, y es más, esto llegó a ser aquello, para recordar la sentencia de Octavio Paz.

Adicional a este preámbulo de bienvenida, también se hace notable que el cierre de la exposición lo conforman varios medios cilindros desde donde sus ranuras permiten el brote de la vegetación. La idea de fertilidad se enlaza aquí con los significados del renacer y todo reinicio es una forma de resurrección. Así como los humanos morimos verdaderamente cuando desaparece el último que nos recuerda, de manera semejante las plantas solo mueren cuando deja de existir la última de sus raíces y cuando se descompone la más postrera semilla. Sabemos que al hundir las manos en la tierra y encontrar rastros de raíces todavía, renace de inmediato la seguridad de que habrá un resurgimiento en primavera.

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