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“El Barroso”: una biografía inconclusa

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Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

El día 11 de noviembre de 1922, Henri Pittier llega a Valera, había estado en Mene Grande entre el 26 de octubre y el 3 de noviembre. Es una estación en sus exploraciones botánicas de la cuenca del lago de Maracaibo, cuyo informe aparece en forma definitiva de libro en 1923 (Exploraciones, botánicas y otras, en la cuenca de Maracaibo.) De Mene Grande se dirige a Maracaibo y con la intención de reposar, pues no se siente bien. Decide hacer la ruta del piedemonte buscando un clima temperado y como ha elegido el caserío El Dividive, especie de punto de irradiación, se estaciona en Valera. Allí permanece “por unos doce días, durante los cuales me recobré de un fuerte ataque de disentería contraído en Mene Grande” (Pittier, Henri, Trabajos Escogidos, pág. 83). Por fortuna, el contagio no deja secuelas y decide regresar de inmediato a Maracaibo por la vía de La Ceiba, son los años de mayor actividad del ferrocarril La Ceiba-Motatán, alguna vez proyectado para llegar hasta Trujillo.

La contemplación del panorama a lo largo de la vía sustancia la documentación y enriquece la que será una de las primeras relaciones forestales de la zona. “Pasé en seguida a la interesante estación de La Ceiba, con sus pantanos ricos en especies raras y su selva anegada” (Pittier, pág. 83). El 4 de diciembre ya está en Maracaibo, anota la placidez del viaje y no olvida  consignar su gratitud para campesinos y funcionarios, antes lo ha hecho con las atenciones recibidas del administrador de la Caribbean Petroleum Company. Salvado de la disentería, de vuelta a la zona y en plan de continuar el prospecto de sus exploraciones en la cuenca, Pittier está listo para ser el excepcional espectador del mayor acontecimiento de nuestra saga del petróleo, después del hito del “Zumaque”.

El “Barroso 2” era en realidad un antiguo pozo abandonado en agosto de 1918. La Venezuela Oil Concessions no vivía todavía sus mejores tiempos y detuvieron el sondaje a una profundidad de 103 metros y sin encontrar señales de arenas bituminosas. En septiembre de 1914 la General Asphalt había abandonado el pozo “Bacante-1” en la Cuenca de Maturín, a una profundidad de 1.416 metros, y esto era un esfuerzo devastador. Sin embargo, la VOC estaba destinada a ser el heraldo de los grandes hallazgos. El 13 de diciembre de 1917 había completado con éxito un pozo exploratorio (“Santa Bárbara-1”), y como indica Aníbal Martínez, la “VOC había descubierto sin saberlo el campo ‘Costanero Bolívar’, una de las tres acumulaciones de petróleo mayores del mundo” (Cronología del petróleo en Venezuela, Aníbal Martínez, pág. 52). El pozo exploratorio (wildcat) cumple una función de desbroce de la estratigrafía en un área sobre la cual no hay mayores datos, tan solo la descripción física, la información obtenida orienta decisiones y expectativas de los tenedores de lotes cuya vastedad obliga a establecer unas mínimas referencias a la hora de emplazar el barreno. En todos los campos descubiertos hasta 1933 en Venezuela las referencias fueron los seepages (manaderos o filtraciones) y geología de superficie. Retomado en julio el sondaje, a los 337 metros los síntomas eran otros, a los 441 metros encontraron arenas petrolíferas y abundante gas. Hacia los primeros días de diciembre “El Barroso” alcanza 1450 pies, poco menos de 500 metros. Con la primera claridad del amanecer del día 14 las arenas ceden y un débil pero constante flujo de petróleo liviano emociona a la cuadrilla.

Se esperaba perforar hasta los 2.500 pies antes de proceder a cementar y emplazar una válvula, pero casi de inmediato, y tras un ruido “sordo, como miles de trenes en marcha” el chorro se elevó a 60 metros y proyectó en el aire barreno y aparejos. Durante los siguientes 9 días el petróleo llovió sobre la floresta, y sin ninguna posibilidad de taponear la tubería de 10 pulgadas, pronto saturó el terreno húmedo y pantanoso y llegó al lago. “Casi 100 mil barriles diarios salían de aquel pozo en la selva. El petróleo cubría los árboles, las enredaderas, y en torrentes cada vez más fuertes fluía a través de la maleza como una negra serpiente” —según el anónimo testimonio del autor de Los antecesores (pág. 32.)

Las ferreterías de Maracaibo agotaron sus stocks de herramientas y maquinaria ligera, útil en la remoción de tierra para levantar montículos y cavar. Para el día 18, cuando el terraplén había sido concluido, la mancha se adentraba más de un kilómetro en el lago y desde el punto de erupción a poco más de 1200 metros. Hacia la medianoche del día 22 aparecen los hombres de San Benito, el santo negro venerado en la zona, los Chimbangueles despliegan la monotonía de sus tambores como mantra apaciguador. “Mientras el pozo rugía y los bañaba, ellos golpeaban los tambores e imploraban al santo para que detuviera el líquido”. (Los antecesores, pág. 33)

Hacia las 8:30 am., el chorro cesó como taponeado por un sello hermético, los tambores siguieron sonando ahora solos, los ejecutantes, exhaustos, no percibieron la irrupción del silencio. La arena masiva hizo colapsar las paredes y la tubería de 10 pulgadas quedó obstruida. Un estimado de entre 850 y 900 mil barriles (1 barril: 158 litros) fluyó durante los nueve días. Desde las lagunetas se bombeó el derrame hasta las hondonadas construidas en la parte más alta, así el petróleo volvía a estar encriptado, ahora a flor de tierra en aquellos depósitos porosos. (“Entre el pozo y el lago se habían construido perpendicularmente al rio de petróleo largos diques para detener el líquido, formando así extensos estanques por medio de los cuales se salvó parte del aceite” (Pittier, pág. 87).

Unos 350 mil barriles, la totalidad de lo recuperado, se cargaron en dos tanqueros de pequeño tonelaje rumbo a Curazao, aunque ya desde mediados de 1917 otra filial de Shell inicia operaciones de refinación en San Lorenzo y para procesar la producción del Campo Mene Grande. Aquí asoma en proporciones el viejo déficit del calado del canal de la Barra de Maracaibo. Ya en 1863 hay una primera propuesta de ampliación, un ciudadano alemán de apellido Bauder recibe un contrato firmado del Ministerio de Fomento. En 1894 el ingeniero Jesús Muñoz Tébar presenta al Ministerio de Obras Públicas otro proyecto, se publicará en El Cojo Ilustrado en 1897. En 1910 el norteamericano Norman Clark hace una propuesta donde agrega aspectos de economía y financiamiento de la obra, exonera a los buques y mercancías de cabotaje y el servicio revierte a los 25 años. En 1914 el periódico El Fonógrafo promueve un concurso y son recibidos seis estudios. Se escoge un proyecto ganador y el segundo lugar corresponde al ingeniero Pedro José Rojas, este había llegado a Maracaibo en 1910 y se quedará por largos años. En 1947, en el primer número de la Revista de la Universidad del Zulia, se publica su estudio y lo acompaña de una sinopsis de las diligencias previas de solución del somero calado. En 1938, la Caribbean Petroleum, ejecuta a su costa la primera profundización y el canal alcanza casi seis metros en marea alta, en 1945 se crea el Instituto Nacional de Canalizaciones. La presencia de Rojas en el estado Zulia es significativa, se integró a labores de edificación de obras públicas y proyectos de servicio. “Dediqué la mayor parte del tiempo libre de quehaceres (reconstrucciones del ferrocarril Carrasquero-Inciarte, Minas de asfalto y centrales azucareros) a estudiar algunas de las grandes obras necesarias para el Zulia como: los acueductos del rio Palmar y Limón, los Malecones y La Ciega, y la Canalización de la Barra”. (Revista de la Universidad del Zulia, No. 1, mayo de 1947, pág. 84) Entretanto, y como lo hizo el embajador en 1914, el cónsul de Estados Unidos en Maracaibo se queja de que no sea una empresa norteamericana la gestora del hallazgo, “reportó el evento y envío fotografías del reventón a Washington lamentado que fueran otros…” (Miguel Tinker Salas, Una herencia que perdura, pág. 91). No será sino en junio de 1924 cuando una compañía norteamericana exporta petróleo venezolano por primera vez (Lago Petroleum Corporation.)

Dejamos a Pittier en Maracaibo y a comienzos de diciembre, para el 14 con seguridad se encontraba cerca del piedemonte de la Sierra de Perijá. Una anotación nos deja su ubicación exacta del lado occidental del lago, quizás decidió retornar a Maracaibo por el recodo sur del lago a fin de completar su perspectiva de los tipos de vegetación cambiante, de selva humedad a xerófita. “Yo vi el chorro el día 21 de diciembre, desde El Carmelo, en la margen opuesta del lago, de donde simulaba una pluma de avestruz puesta verticalmente” (Pittier, pág. 86)

Resultaba visible desde los techos altos de la zona del puerto, en Maracaibo, a unos 35 kilómetros de distancia. La comparación de la proyección del chorro en el aire con una pluma de avestruz se aviene con los referentes del naturalista. Pero ya antes, el relator de Los antecesores ha dejado su comparación prometeica: “…el petróleo saltó del pozo en un chorro de 60 metros que se abrió en el aire como el paraguas de un titán”. Aves o gigantes mitológicos, aquellas huyendo de la desolación, estos abriéndose paso entre la naturaleza colmada para reducirla y vaciar sus tesoros en el plan del progreso.

Es el inicio de un contraste, la comparación palmaria entre lo primordial y la civilización mecánica, la tierra dolida y la acción acometedora de un nuevo estilo de acopio de riqueza. Un paradigma de relación con el entorno y hábitat donde el paisaje se reconoce de una manera codiciosa. Ese horizonte que siempre estuvo allí, en ocasiones incinerado para hacer fecundas las cosechas (las rozas campesinas), se torna impersonal y ya no es posible ver la misteriosa relación entre la población y ese locus redentor, ahora respirando desde las profundidades, pero es la misma tierra cercana y abrasadora. En todo caso sigue siendo la misma tierra sustentadora de la búsqueda del bienestar, antes desde la agricultura áspera y sus gamonales, ahora desde la implantación de un ritmo donde ya no es posible reparar siquiera en la vegetación.

Interesa detenerse en el relato de Pittier, escrito como la consignación del duelo, su primera impresión no es de deslumbramiento por el hallazgo, no hay en él asombro benéfico ante el prodigio, antes es evidente cierto pasmo del clasificador botánico ante las especies embutidas en la brea, sin identidad, pura masa vegetal empastada en un barro negro. Su propósito en aquella expedición era hacer descripción e inventario de la vida vegetal de la cuenca, pero se encuentra con imposibilidades insalvables, como esa de la estación, la mayoría de las plantas no tienen flores en esa época y así duda: “Como no conseguí flores, no me es posible concluir la determinación de esta interesante especie” (Pittier, pág. 92). También le exige un esfuerzo adicional la convivencia de especies xerófitas en terrenos donde el petróleo fluye o se enquista en cuñas en las sabanas rígidas —“El arbolito forma también matas de poca extensión, casi siempre en la proximidad de derrames de asfalta; parece distinto de otro que encontré en la proximidad de sabanas de galería de El Dividive” (Pittier, pág. 92).

Las afloraciones a lo largo de toda la orilla oriental diluyen o enmascaran la vegetación, sean especies achaparradas indefinibles o montecillos cuya única similitud parece ser el aspecto pastoso. A ratos la descripción del taxónomo parece letanía de sinonimia, todo se parece y tiene una uniformidad que solo el entrenado se niega a aceptar como igualación, lo sorprende un único arbusto de tacamahaco desplegado en la sabana ríspida de Mene Grande. De alguna manera la formación geológica derramada de las sabanas, emergiendo o escapando de la selva de galería determina la estructuración de la flora en campo abierto, frena el crecimiento de árboles de sombra y estructura un subsuelo somero atravesado de fluidos superficiales y subterráneos. “En las cabeceras del arroyo que se atraviesan yendo a Pueblo Nuevo, hay unas como ciénagas en las que se mezclan la brea, el petróleo y el agua corriendo medio ocultos, debajo de un manto traidor de tupida vegetación” (Pittier, pág. 91).

En más de una oportunidad se queja de sí mismo en cuanto a la deficiente clasificación de aquella zona y sus especies, cuando cree haber identificado alguna advierte ligeras diferencias. Variaciones y aspecto lo obligan a contrastar y en constante referencias a otras plantas, anota la modelación ejercida por la estructura de las capas tectónicas, su efecto superficial. Fuentes de aguas termales, azufre y el gas contenido en los bolsones impregnan la capa vegetal no solo de olores y texturas características, también modelan el paisaje desde la modificación de nutrientes. Le llama la atención la ausencia de cujíes y dividive en la costa oriental, tan común en los alrededores de Maracaibo; vegetación irregular y chaparrales discontinuos los asocia a terrenos de cascajos y arcillosos , como si el sustrato impusiera su morfología. “En los vallecitos de las lomas de Mene Grande, en terrenos cascajosos que resultan de la descomposición de los conglomerados, la flora es mucho más variada. (Pittier, pág. 91)

Tanto como identificación de especies, la relación de Pittier va dejando una descripción del paisaje vegetal, la topografía primitiva enlaza con las modificaciones de la actividad minera y así ya es preciso dar con la regularidad del áspero hábitat, y a la espera de su caracterización definitiva. De alguna manera, el Informe de Pittier se convierte en la única relación ordenada de una zona poco estudiada —la ilustración zuliana de la segunda mitad del siglo XIX parece poco interesada en el hinterland—, y sobre todo ocurre en un momento oportuno y casi límite: es una descripción previa al desarrollo a gran escala de la extracción petrolera, cuyo impacto supone modificaciones del paisaje.

PARTE 2

Como miembro de la Comisión de Límites venezolana colombiana, cuyo destino inmediato es Cúcuta, él se rezaga y solicita permiso para “investigar lo que pudiera de la parte baja del Zulia y Trujillo, región casi desconocida científicamente e importante por la multiplicidad de sus maderas y otros productos importantes…” (Pittier, pág., 46). Su estadía en la zona se prolonga pues la Comisión se atasca en Colombia por el prolongado mal tiempo, así dirá “que si yo hubiera seguido con aquella (la Comisión), el resultado de mis tareas hubiera sido nulo”. El naturalista, pues, cumple misión en una dirección inversa, acopia y valúa bosque y geografía en unos límites nacionales expuestos a la disminución, en esa acción nada se pierde y se revela lo desconocido fecundador. Porque en las negociaciones diplomáticas mucho se ha perdido y aun se perderá.

El saldo no podía ser más emocionante, crecen los herbarios y la fitogeografía adquiere un perfil en una fase inicial, cartografía y mundus se completan, el estado Zulia gana en tonos y variedad de su horizonte, su floresta distintiva se expone como rasgo de la regionalidad y el país raigal se va completando. “Además de colecciones considerables de plantas y maderas, he traído de este viaje  fotografías de los tipos de vegetación y otros detalles importantes, además un extenso acopio de datos sobre ecología…” (Pittier, pág. 46).

Desde Mene Grande (visita del 26 de octubre hasta el 3 de noviembre) hace la ruta hacia Cabimas, sigue la vía férrea de la pequeña locomotora que enlaza el Campo con San Lorenzo. El camino despejado por la ancha trocha le permite colectar con cierta comodidad, aunque la típica selva de galería ha sido despejada, otras especies fructifican en una mescolanza ubérrima. En el sendero iluminado encuentra una flora extraña y propia de lugares distantes, aquí se asoma por primera vez un problema de germinación que será resuelto 40 años después por Volmark Vareschi con sus experimentos de verificación y efecto del calor en los incendios. (“La trocha es reciente y es difícil explicar cómo llegó al terreno deslindado la semilla de las siete Gramíneas y de algunas otras de aquellas hierbas fotófilas”.)

Casi bordeando el lago, la ruta corresponde ya a la franja de la Rosa y así cuanto anota y recoge pertenece a lo representado en el área donde saltará El Barroso, y así lo consigna: “algo de la vegetación que se encuentra en el declive de las lomas, está presente en los primeros kilómetros del camino que conduce a Los Barrosos” (Pittier, pág. 92). La visita expresa del 24 de diciembre, el chorro cesó el día anterior, tenía entonces casi un carácter forense, las imágenes frescas de unas pocas semanas atrás eran no solo guía de contraste sino apoyo para reconocer el lugar. Quien ha estado aguzando los sentidos para discernir las sutilezas de texturas y fragancias, forma y volumen de flores y frutos debía sentirse abrumado por la degradación de un mundo aún sin nombre. “Aunque las cercanías de La Rosita estaban completamente desfiguradas por su original pintura al óleo mineral, quedaban en pie suficientes árboles para demostrar que estábamos todavía en las formaciones xerófilas…” (Pittier, pág. 89).

El recién llegado encuentra un escenario donde se mezclan trozos de hierro, asoman aquí y allá flancos de la maquinaria semihundida, la boca del pozo apenas es reconocible por desmayados borbotones, burbujas tornasoladas. Calcula que en un radio de un kilómetro aquella desolación es continua, no hay signos de actividad humana, al cesar el chorro el día anterior las cuadrillas se retiran a recuperar fuerzas. “El suelo, la vegetación, las casas, etc., estaban revestidos con una capa de aceite crudo mezclado con asfalto”. Es la relación de un apocalipsis, a la tierra se ha sobrepuesto un manto envolvente, la oprime y satura una sustancia que todo lo asfixia. El silencio es la continuidad de aquello oleoso y brillante al sol.

Quien ha estado haciendo inventario de la naturaleza y dando noticia de la diversidad forestal es ahora testigo de la devastación, casi como ruina moral aquellos despojos acusan un extravío. No hay veedor ni denunciante, aquel estropicio está fuera de toda sensibilidad civil, las líneas de Pittier son la escueta consignación de un drama que nadie califica. “Era como un luto general, acentuado por el callar de la naturaleza”. Un luto sin dolientes, la tierra martirizada no estaba sino en los veneros del criollismo, este en su alegato tampoco mostraba al hombre conciliador, sino habitante dolido de lo nacional, la patria difusa. Pittier, contra lo esperado, no insiste en la descripción de la masa vegetal retorcida, los mismos perfiles antes fijados en su inventario, lo conmueve la ausencia absoluta de la vida animada. “Los pájaros habían muerto o desparecido, y en los matorrales en donde jugaban hacia unos pocos días las iguana y las lagartijas reinaba un silencio sepulcral, solamente algunas cabras flacas vagaban por allí, extrañadas de no encontrar hojas verdes que ramonear”. (Pittier, pág. 87).

En su negra postal parece dejarnos el recuerdo del futuro, el caos en el manejo de los recursos naturales en un país que se apresta a encarar las penurias con la riqueza financiera salida de la economía petrolera. Nos advierte sobre el estatuto de la naturaleza en una comunidad de extracción rural, pero carente de intuiciones cósmicas respecto a ese entorno. Indios, campesinos, negros, mestizos, la avanzada interiorana de la Casa Grande y su hacienda modélica, nadie ha integrado lo sustantivo de ese mundo reproductivo a una pasión moral de tierra y geografía como horizonte, no de enclave sino de hogar.

La imagen de El Barroso hecho pedazos, los trastos metálicos hundidos entre borbotones agónicos, la usencia de pájaros e insectos, es toda una alegoría. Pero no de maldiciones o invasiones antinacionales, como han pretendido ver buena parte de nuestros cronistas de la venezolanidad. Alegoría sí, de la ausencia de responsabilidades cívicas, del escaso sentido de adscripción, de la dispersión de un gentilicio, de la desatención de las fronteras y la pérdida histórica del territorio.

La significación de “El Barroso” desborda las circunstancias del éxito de unos perforadores, hasta ese momento en ningún otro lugar del planeta donde se explotara petróleo había ocurrido un gusher de esa magnitud. Las concesiones venezolanas fueron el escenario pionero en uso, prueba y desarrollo de técnicas y procedimientos de prospección y producción. El relevamiento de Arnold (1911-16) correspondía a la pura descripción física de formaciones y suelos, valoración geológica de la topografía, pero la búsqueda y elección de las áreas de perforación hasta los años veinte se hacía sin mayores recursos de orientación. La indicación expresa de Arnold en El Zumaque se funda en la sola observación: el cerro La Estrella es un enorme anticlinal. Recién, en 1937 el Servicio Técnico de Geología y Minería dará a conocer el mapa preliminar del norte de Venezuela.

Los hitos de las innovaciones aplicadas por primera vez en Venezuela están consignados en buena medida en el libro puntual de Aníbal Martínez, Cronología del petróleo en Venezuela (1970). Aquí un resumen: Método de equilibrio de torsión (1925), sismografía directa (1926), el primer registro eléctrico de un pozo, “made on this side of the Atlantic, run by Schlumberger, in Venezuela Oil Concessions’ well R-26 in March 1929” (National Petroleum Convention, pág. 87); en 1939 por primera vez la Shell incorpora la palinología en la exploración, establece un laboratorio en Maracaibo; la orientación horizontal de extracción también es otra novedad.

La perforación en el lecho del lago fue una de las consecuencias inmediatas del suceso del 14 de diciembre de 1922. Y no es que se desdeñara los lotes lacustres, simplemente a nadie se le podía ocurrir instalar allí una plataforma cuando se disponía de millones de hectáreas en tierra, aunque solo de unos pocos miles se conocía su potencial. A menos que a un kilómetro de distancia de la orilla hubiera saltado el pozo más rendidor. Y fue idea de un hombre fastidiado por los largos días en el caluroso Maracaibo, su nombre, Anthony Smith. Todo el territorio de lo que después sería conocido como el “Campo Costanero Bolívar” se lo repartían dos empresas, Caribbean Petroleum y Venezuela Oil Concessión, ambas subsidiarias de Shell, cuanto fuera tierra firme les pertenecía. En realidad no había distinción geológica entre los distintos lotes de concesiones a lo largo de la zona costera, solo se trataba de zona seca o lago. Si la British Equatorial elige perforar a 1.8 metros del borde seco, cuando el pozo se muestra prometedor, entonces la VOC emplaza una torre de percusión a sólo 20 metros de allí. Aquello trajo complicaciones de linderos, pero sobre todo tuvo un impacto desastroso en la regularidad del paisaje, la perforación competitiva convertía el espacio abierto en zona de riesgo. En enero de 1927 se establece la prohibición de perforar a menos de 75 metros entre sí, era una medida conservacionista en medio del casi vacío legislativo, que será subsanado con la Ley de Hidrocarburos de 1943. Pero antes, en junio de 1930, se crea la Inspectoría Técnica de Hidrocarburos, su primer director es Guillermo Zuloaga, y la oficina principal estaba en Maracaibo —Zuloaga será el primer venezolano director ejecutivo de una empresa petrolera en 1951. Aquella Inspectoría significó por primera vez la presencia activa de funcionarios del Estado en labores de supervisión y resguardo del territorio y hábitat. Los afanes de Gumersindo Torres se veían así compensados, y ciertamente tendrá en el Ministro Néstor Luis Pérez un émulo más que sucesor. “1936. Octubre. El Ministro Pérez exige a las Compañías limpiar las riberas contaminadas de petróleo del lago de Maracaibo, y que sus carretea privadas sean abiertas al tráfico general de vehículo”. (Aníbal Martínez, pág. 78).

La minúscula British Equatorial se había aprestado a adquirir un lote en la llamada “Franja de un kilómetro”, denominación puramente legal que el Estado venezolano daba a una zona considerada impracticable: un kilómetro lago adentro, y a lo largo del borde costero. El punto elegido estaba en línea recta de “El Barroso” hacia la playa, apenas alejado de la línea del arenal, “el agua solo llegaba hasta las rodillas”. Para vigilar durante las 24 horas el pozo pionero alquilan y acondicionan la casa de un pescador, a 60 metros de la playa. Eran solo tres operarios y la expectación de los mirones iba de la curiosidad a la burla. “No obstante había mucha gente el 25 de julio cuando Smith inició la perforación. La mayoría de esas personas venía del campamento de la VOC en La Rosa y se burlaban cruelmente de Taylor y de los hombres de la cuadrilla” (Los antecesores, pág. 40). A las labores de percusión y mantenimiento de estabilidad de la rústica plataforma se agregaba una preocupación no menor: evitar que la arena y sedimentos extraídos se conviertan en relleno. Si esto ocurría significaba que la British Equatorial estaba perforando en la concesión de la VOC.

Las fundaciones de aquella primitiva torre, apenas unos bloques vaciados posados en la arena, es la protohistoria de las plataformas que ya en los años treinta convierten el lago en una selva de cabrias. “Mantenía un hombre sacando arena entre el taladro y la costa. —No quiero que la arena se acumule, advirtió, no tengo intenciones de permitir que la VOC reclame este pozo alegando que está en tierra”. (Los antecesores, pág. 41). Cuando se construya el dique de contención, este deslindará sin apremios las concesiones de tierra y agua, elevado unos 10 metros encima del plano, funciona como una cerca que confina otro mundo en el centro del lago. Pero los actuales 48 kilómetros de escollera no solo no existían entonces, “El Barroso” estaba unos pocos kilómetros más al norte, donde lago y humedales todavía mantienen un nivel favorable a la escorrentía. Para entender este celo es preciso recordar como en esos años todavía se mantenía la especulación y asignación de lotes por parte del gobierno a un entorno clientelar, los validos del gomecismo obraban en la transacción final. Hasta 1921, 2.300 venezolanos han solicitado concesiones sobre sus tierras particulares, y de acuerdo a un artículo de la Ley aprobada en junio de 1920. Por lo demás, entre las compañías era permanente una guerra no siempre florida. Durante todos esos años, y hasta la aprobación de la Ley de Hidrocarburos de 1943, las grandes concesiones (Planas, Vigas, Aranguren, Valladares) son objeto de complicados litigios en el curso de sus sucesivos traspasos. De la miríada de buscadores de petróleo registrados en el Ministerio de Fomento, un número casi fantástico se encuentra en actividad para el 31 de diciembre de 1929: “Hay más de cien Compañías petroleras operando en el país, si bien solamente cinco exportan cantidades significativas de crudo”. (Aníbal Martínez, pág. 69). Hacia los años cincuenta solo tres se reparten casi toda la actividad de la industria: Shell, Creole Petroleum Corporation y Mene Grande. (Aparte de la British Equatorial, otras compañías adquiridas en esos años por la Creole fueron: West India Oil Co., Standar Oil Co.)

El primer pozo productivo a gran escala completado en el lago es el logro de unos parias del negocio, casi unos renegados, pues ninguno de los tres pertenecía a nómina de alguna Compañía. Como la de “El Barroso”, su historia se disuelve en los siguientes años, nada se sabe, no queda más relación sino una memoria compartida del episodio de risas y escepticismo entre los espectadores. Como “El Barroso”, saltó sin control, proyectó una estela de 45 metros, fluyó durante seis días y la peripecia de recuperar lo derramado merecería una pausa, porque ahora llovía sobre las aguas mansas. (Agotaron la existencia de lonetas de los almacenes de Maracaibo, las cosieron como un chorizo y así cercaron las cuatro hectáreas alrededor del pozo: pesas abajo y flotadores arriba.) Y sin embargo lo derramado se recuperó casi en su totalidad. Sin nombre, apenas tenemos la serie continua donde se indica el volumen vertido durante esos seis días, nos queda una sigla y un número (LR-34).

PARTE 3

Se considera 1922 como el inicio de la segunda fase de relacionamiento entre Estado, economía y petróleo. Los volúmenes de producción desbordan cualquier expectativa. (“1928, 31 de diciembre. Por primera vez la producción durante el año supera los 15 millones de metros cúbicos. Venezuela es ahora el segundo país productor de petróleo en el mundo, y el primer exportador”. (Aníbal Martínez, pág. 67). Para el año 1949 Venezuela ha producido 5.000 millones de barriles, obtenidos de alrededor de 9.400 pozos. Y aunque es la economía de un país de alrededor de un millón de kilómetros, la actividad está concentrada en un estado de 64 mil kilómetros, y dentro de este focalizada en una franja de 69 kilómetros de longitud y 16 en su ancho máximo. Los recursos utilizados en la modernización del país y su actualización política durante más de 50 años, puede decirse que casi en su totalidad corresponde a la explotación de esa franja, el Campo Costanero Bolívar (“More than 99 per cent of the production was from the west, where fields immediately east of the lake produce alone about 95 per cent of the entire Venezuela total”. (Texts of the Papers presented at the National Petroleum Convention, pág. 184)

La concentración demográfica y el patrón de poblamiento fue otro rasgo proyectado directamente de la coyuntura, la casa alquilada frente al pozo da la medida de una relación entre las zona de operación y el alojamiento. Avanzada y poblamiento corresponde a un capítulo del anclaje demográfico tras la emergencia del petróleo, mal conocido y poco estudiado. Como síntesis y ciñendo el vacío de investigación tenemos el trabajo de Pedro Romero “La geografía del poblamiento de la Venezuela petrolera”, inciso de la obra monumental de la Fundación Polar Geo Venezuela (2007). Los nuevos modelos de ocupación territorial están influidos por la actividad de explotación, y desde la colonización de zonas deshabitadas y remotas hasta la afirmación de la nueva actividad en zonas distintas a la ocupación colonial y republicana. Romero señala como un urbanismo sin control formal del Estado y compulsivo se mantiene atado a las exigencias primarias de la industria petrolera, de la urgencia de la carpa al pie de la perforación hasta los campamentos organizados en función de servicios estables. Esta disposición autárquica no varía en el caso particular de Maracaibo —recuerda—, el único lugar donde urbanización y población preceden a la instalación de campos. La irradiación de ese poblamiento debía ser selectiva, y en ausencia de desarrollos paralelos de servicios e industrias concomitantes. Dejaba intactas amplias zonas, estas permanecerían despobladas y sustraídas del efecto directo de la actividad petrolera. El Informe sobre tierras y recursos forestales presentado por Pedro José Rojas a solicitud del Ejecutivo Nacional nos deja un prospecto demográfico de la zona que hoy comprende el campo Mene Grande y parte del Costanero Bolívar. Tras hacer el inventario de sabanas y evaluar condiciones climáticas y de humedad hace una indicación certera: “…la evaporación del Lago y las lluvias suplen las dificultades de regadío, pero esto requiere una población que no solo esa sino la próxima al Lago no alcanzará en un siglo”. El Informe está firmado en Maracaibo el 14 de octubre de 1910. (Medio siglo de la industria petrolera de Venezuela. Publicación Especial de Shell. Producción CORPA, 1964). Pudiera decirse que en relación a la presencia y función de ese contingente humano, necesario para aquella explotación, esa profecía se ha cumplido.

La casa frente al pozo afirma una relación rotunda que se mantendrá, de cercanía espacial e influenciando un circuito definido hasta sus máximas consecuencias: no de otra manera se podría explicar la metamorfosis de Cabimas, de aldea dormida a la novena ciudad del país hacia 1960. Así como la Casa grande de la hacienda colonial estableció una jerarquización de territorio y caminos, las exigencias espaciales de la industria petrolera modelaron una relación con el medio. Revertir la hostilidad del asentamiento natural significaba recrear ambientes y paisaje, así los campos residenciales emergen en la campiña áspera con sus arboledas y jardincillos. El pozo debía ser vigilado desde el confort. Era la expresión a escala de una más amplia, y real, reformulación: “Esta vez será necesario reordenar el territorio para facilitar la obtención del oro negro reclamado por el desarrollo industrial como su principal fuente energética”. (Pedro Romero, pág. 289).

El desarrollo industrial para el procesamiento y mercadeo de productos conserva el mismo patrón: cerca del litoral lacustre. Es así como La Salina, iniciativa de alguien que conoce muy bien la saga de los tres hombres de la British Equatorial, se construye entre La Rosa y Cabimas, más que al frente, al borde del lago. Materia prima, refinación y alojamiento forman una cuadrícula casi espacial, y a su alrededor evolucionará el arraigo de los grupos trashumantes en busca del solaz. “Planeaba vender productos refinados  en el mercado venezolano para conseguir dinero y perforar más pozos”, así resume Holland su razonamiento casi personal ante la directiva de la empresa (Los antecesores, pág. 44).

La demanda de servicios se encontraba casi en el vacío, sin infraestructura y en medio de una economía de subsistencia, el ordenamiento de la implantación estaría necesariamente condicionado por esquemas de la actividad laboral de la metrópoli. “Era tal el hacinamiento en La Rosa que las camas nunca se enfriaban; un perforador se iba y dejaba su cama a otro que venía” (Los antecesores, pág. 44). Pero la conmoción real no ocurría en el lugar de los hechos, Cabimas con sus alrededores seguía siendo una aldea soñolienta. Para 1922, en toda la Costa Oriental, hay un asentamiento importante que reúne una comunidad de obreros y capataces, un capital de producción y equipamiento técnico. Este desarrollo había comenzado en puridad el 15 de abril de 1914, al ser completado “El Zumaque” y reconocido como un pozo productivo de petróleo liviano.

Y sin embargo, en ocho años el efecto de aquella actividad todavía marginal eran solo ecos entre la población de Maracaibo. De cuando en cuando algunos gringos aparecían en la ciudad, eran más turistas petroleros husmeando en la novedad de la región que gerentes o drillers. José Rafael Pocaterra los retrata en su novela Tierra del sol amada (1918), acodados en la barra de un bar, pasan casi inadvertidos. La ocupación plena de los pocos hoteles de la ciudad en los primeros meses de 1923 ya debía advertir de cuanto vendría, aislada por un lago de 13 mil kilómetros, su intercambio con el resto del país nunca fue ruidoso: algún comerciante andino paraba en el hotel Victoria y charlaba al desgaire con el dependiente. Tras la fundación de Alfínger en 1529, quien entra desde Coro, la consolidación del poblamiento se hizo desde la selva y montañas del sureste, Trujillo, Mérida y el río Motatán. Ahora, el lago atlántico vuelve a ser el camino por donde llega el nuevo aluvión, la ciudad es el cuartel general de planificación de las expediciones, en ella los petroleros duermen y se divierten. Pero ese desdeñado patio trasero, en un tiempo estuario benéfico, proveedor, está asociado en la psiquis con imágenes de violencia y horror, la incursión de los filibusteros en el siglo XVII: quizás de ahí la mortal indiferencia.

La historia de aquel desembarco, cuyas consecuencias plenas pueden verse hacia 1926, no solo ha sido mal retenida, también desechada como insumo para entender el relacionamiento de los maracuchos con sus instituciones y los estilos de consumo. Beneficiados con el súbito intercambio, los citadinos sacan provecho del oportunismo, la alta circulación de dinero lo hace todo convertible, relativo, el sector terciario reditúa a su más alta cota. Pero pronto se hace evidente que se requería una cierta abundancia para sostener aquella relación. La inflación se llama primero especulación, hace las delicias de los pequeños comerciantes y aviva el espíritu fenicio de los parroquianos. Luego aparece otro regulador, la escasez, la demanda general colapsa los stocks, la capacidad instalada es proporcional a un mercado estable, alimentos y demás bienes básicos ya no están disponibles ni siquiera para los consumidores nativos, en realidad ellos mismos han hecho pingües negocios. El resultado de aquel trastorno de precios y demanda convirtió la ciudad en un campamento sitiado para los menos apertrechados. El editorial de un periódico (El Excélsior) se hace eco del drama y denuncia “que muchas personas habían sido obligadas a dejar la ciudad y buscar refugio en el campo, donde los costos no habían subido tan marcadamente” (Tinker Salas, pág. 108) —otra queja curiosa es la de ya no poder consumir carne de cacería fresca, pues los vendedores hervían las especies “tres semanas antes para preservarlas hasta que hasta que pudiesen ser vendidas a precios más ventajosos”.

De acuerdo a un registro localizado por Tinker Salas, “una gallina grande que en 1921 se podía conseguir por cuatro bolívares, en 1926 costaba 10”. Restaurantes, fondas y bares son vaciados en pocas horas. Solo como dato, el incremento demográfico ya daría alguna idea del dislocamiento de una infraestructura de servicios reducida y sin innovaciones significativas en 50 años. Las series estadísticas muestran 45 mil habitantes en 1920, en 1890 eran 40 mil, pero en 1926 son alrededor de 80 mil. El registro de extranjeros de 1928 es de 23.805, dos tercios se establecen en Maracaibo.

La irradiación de la novedad debía impregnar no solo una variedad de consumo funcional, eso que T. Veblen (Teoría de la clase ociosa) ha denominado consumo ostentoso, puede mostrar aristas interesantes en las sociedades periféricas del Tercer Mundo. Satisfacer necesidades artificiales distingue como indicador de riqueza, pero genera un estatuto de carácter fetichista en aquellas comunidades donde no existe la burguesía como clase reguladora-productora de esa riqueza. Entre aquella población residual, no integrada directamente al proceso laboral del petróleo, debió aparecer ese fermento de tensión entre deseo, presunción y necesidades reales: hasta hoy constituye un lastre en la pobrecía planetaria de la sociedad de consumo.

El resentimiento debió ser una fuerza mordiente acuciando a los desplazados, y así debió estimular otra manera de competencia y jerarquías. El incremento del costo de la vida actuó como un remodelador del concepto de trabajo. Cuando la oferta se estanca y la producción de bienes se encuentra con su techo natural, la capacidad instalada, el foco de solución se centra en los salarios. Suele olvidarse que la primera huelga en forma (julio de 1925) de obreros petroleros no tuvo origen en un conflicto laboral sino en la pérdida del valor del dinero. “Aunque no están debidamente organizados, los trabajadores petroleros del área del Maracaibo deciden ir a la huelga protestando contra el rápido aumento del costo de la vida.” (Aníbal Martínez, pág. 62).

No hubo un desarrollo paralelo del sector de servicios y bienes, esa inversión ya no podía venir de la industria petrolera sino del entorno que ella había estimulado. Más allá de la hotelería, fondas y esparcimiento, de lugares de reunión como el Blue Book y un semanario como The Tropical Sun, la ciudad no mostró la ampliación que ha debido esperarse. Tras el suceso de “El Barroso”, las empalizadas y toldos acezantes frente a los pozos son sustituidas por instalaciones estables y confortables, como las que ya existían en Pueblo Nuevo, en el campo Mene Grande. En Maracaibo se oía hablar quizás con celo de las bondades de la dotación de la Costa Oriental. Un sábado por la  noche el mismísimo Vicencio Pérez Soto, presidente del estado, se presentó de improviso en el Club La Salina, iba a disfrutar de una orquesta de Rag. “Después del baile Pérez Soto partió silenciosamente, pero se convirtió en asiduo visitante. Se hizo costumbre que pidiera a McCluskey que interpretara  un solo en la mitad del baile. Por esta razón  dejaba la pompa y comodidad de sus oficinas en Maracaibo y cruzaba el lago” (Los antecesores, pág. 63.) En el resto de las poblaciones del estado se mantenía el letargo, aunque debían padecer los efectos del trastorno de los precios.

Una mezcla de actitud conservadora y la incapacidad de asociar la explotación petrolera con un boom general de la economía hizo del empresariado una fuerza inercial. Los capitales asociados a las casas de exportación-importación no entendieron el imperativo de la diversificación. Así, los alemanes, por ejemplo, no sobreviven a la nueva dinámica de consumo y circulación de dinero. Debía pesar también algún sector donde se reflejaba cierto regionalismo moralizante, defensor de virtudes parroquiales y ya no conservador sino chovinista. Los argumentos de la impugnación del espléndido prospecto de canalización de la Barra de  Norman Clark, revelan este fondo difuso de atasco que aquellos sectores imponen a unos espectadores inmóviles. “Por las razones expuestas, fundadas en sabias teorías, no nos parece viable la idea de la canalización de la Barra de Maracaibo. De ser posible la realización de esta obra, ya el pueblo del Zulia, con su potente iniciativa, y con su ferviente patriotismo, hace mucho tiempo que la hubiera realizado…» (Revista de la Universidad del Zulia, pág. 91). La propuesta de Clark la hace por primera vez en 1910, insistirá el año siguiente con afinaciones, Rojas califica a Clark “de hombre tenaz, con minuta mutationis, en 1912, vuelve a presentar su Contrato para la apertura de un Canal entre Maracaibo y la mar”. (Revista de la Universidad del Zulia, pág. 89). El cuestionamiento está fechado en 1920, lo firma un señor Montero Durán y se publica en un periódico de Caracas.

En general, puede decirse que la irrupción del petróleo en la Maracaibo acunada en su rada, con sus discretas fuentes de provisiones hizo pedazos un esquema de producción y distribución. Pero sobre todo obró como un revulsivo que puso a prueba la eficacia de su formación institucional, y resultó un examen a fondo del voceado prestigio de la ciudad civilista e ilustrada, surgida en la segunda mitad del siglo XIX —tesis esta difundida en años recientes por algunos grupos académicos universitarios. En 1922 ya hace 20 años que la universidad ha sido clausurada, cortado aquel aliento de innovación académica y discusión intelectual, la ciudad vuelve al conformismo de su rutina de casas de comercio y parroquianos. Pero la nueva dinámica de intercambio, consumo y demanda de bienes no está asociada a un concepto de bienestar donde encajen otras expectativas. La creación de la Escuela de Ciencias Política y el conciliábulo reunido en torno a la llamada Casa de la Libertad parece ser todo el adelanto conseguido por la gestión civil hasta la muerte de Gómez. Comercio y consumo por sí solos no movilizan representaciones de la ciudadanía ni modelan instituciones de resguardo de la civilización. Los saqueos, vandalismo y muertes ocurridos en Maracaibo con la desaparición de Gómez es el mayor episodio de violencia de aquellos días, hace palidecer el caraqueño 14 de febrero de 1936. Se trató de la pobrecía contra el símbolo nominal de la riqueza: almacenes y depósitos. El gobierno central resarciría a los propietarios agraviados pero para los muertos no habrá indemnización. Fuenteovejuna no extingue la indiferencia ni instala prospectos de democracia. No hay una herencia inmediata de aquella dinamización susceptible de crear grupos de gestión capaces de representarse la comunidad en términos de continuidad y exigencias de futuro. Deberán trascurrir otros 25 años para ver la reapertura de la Universidad del Zulia, detrás de esta conquista tenemos la paciente diligencia de un grupo distinguido que insiste casi desde la mudez (Jesús Enrique Lossada, Alejandro, Fuenmayor, Néstor Luis Pérez). Y sin embargo no es sino una acción política militante el catalizador definitivo de aquel reclamo, así puede decirse sin injusticia como la reinstalación de 1946 es consecuencia directa del golpe de Estado de 1945.

“Los grupos involucrados en el comercio se beneficiaron con el crecimiento de los pueblos petroleros. Los comerciantes en su mayoría dueños de pulperías que abastecían a los residentes fueron incapaces de atender a la creciente población”. (Tinker Salas, pág. 134). El Estado reacciona frente al panorama de colapso y franco atraso de la infraestructura, pero no hay reinversión sustentable del capital empresarial, aunque este ha experimentado el mayor sacudón en términos de acumulación como ningún otro en el país. El gobierno central comisiona al ingeniero caraqueño Pedro José Rojas para examinar las razones de la escasez de agua en la ciudad, expone sus consideraciones y desde ese informe se adelantará el acueducto de La Hoyada (1926). El casi centenario muelle de la rada se ha visto estremecido por el flujo de casi mil embarcaciones al mes. A finales de 1928 se concluye la construcción del nuevo malecón con sus condiciones funcionales de un puerto eficiente. No es sino en 1939 cuando la empresa privada decide explotar un nicho natural: el transporte entre las dos costas mediante el servicio de Ferry-boats. El Puente Rafael Urdaneta (1962) será la siguiente obra de envergadura, y hasta hoy.

Pero antes, las Compañías han debido vérselas con el desnivel natural de una zona de poblamiento palafítico. La subsidencia por contracción del espacio desalojado por la extracción aumenta aquel desnivel. Es así como el muro de contención es una obra de ingeniería hidráulica, infraestructura esencial de producción, no valorada en su justa significación y tal vez vista, para efectos de mantenimiento, como parte de la orografía natural. La pared de tablestaca levantada en 1925 da paso a un sólido farallón, y debe ser atendido como un vigía que resguarda vidas, bienes y pueblos. Su función ha sido la de resguardar la actividad en el campo de explotación más importante del país, escudo no solo de las zonas de poblamiento sino del principal activo de la economía nacional. Su existencia es desconocida por los habitantes del país, su vista imponente recuerda un levantamiento tectónico, la cresta de un animal fabuloso que a nadie impresiona. Contiene las aguas y permite el desarrollo de una corta sabana xerófita, frenada por la línea paralela de la carretera Lara-Zulia. Es un guardián que reclama su justa solemnidad.

Aun cuando descubre un mundo y precipita una transformación, la biografía de “El Barroso” se reduce a dos fechas, después del gusher no parece haber más datos, ninguna referencia o comentario, es un pozo cuyo nombre ya no se asocia sino a un sector del arrabal de La Rosa. Los nombres de la cuadrilla no se han conservado, como sí ocurrió con “El Zumaque”; nos queda el apellido del capitán de los Vasallos conjuradores de San Benito (Arrieta). También encontramos a un viejo conocido, Samuel Smith, el peón curazoleño devenido cabimero, había estado en Mene Grande, entre los zapadores de “El Zumaque” —un anciano entrevistado en los años ochenta recuerda su nombre.   Tras ser cerrado, la vegetación cubre el hito y durante 50 años nadie es capaz de ubicar el lugar. “1931. 14 de agosto. R-4, Los Barrosos-2, es cerrado y luego abandonado. Su producción total durante 8 años, sin contar el volumen producido durante el reventón de 1922, es de 90.000 metros cúbicos”. (Aníbal Martínez, pág. 72) Pero esa biografía no se limita al episodio temporal de su estallido y agotamiento, su significación se proyecta en el destino de un país, impactó los aspectos esenciales del tejido social, redefinió la economía e instaló una cultura novedosa, de un fecundo imaginario aunque todavía en proceso de redención. En esa medida es una biografía sin duda inconclusa.

El punto parece haber sido relocalizado en 1970, no hay acuerdo sobre cómo ocurrió, el autor y la fidelidad de esa ubicación. Pero en 1980 se inaugura allí, en el borde de la Avenida Intercomunal de Cabimas, un recordatorio, suerte de plaza, espacio árido y sin mayor significación ni evocación, sin árboles ni jardinería, el cemento vaciado como puro alarde de la civilización. En 2014 la instalación es intervenida y rehabilitada, abierta al público con el nombre de “Complejo Artístico Urbano El Barroso de la Costa Oriental del Lago”.


Fuentes: 

Los antecesores (Orígenes y consolidación de una empresa petrolera). Anónimo. Lagoven. Caracas, 1989. 250 págs.

National Petroleum Convention. (Documentos presentados en aquella Convención realizada en Caracas entre el 9-18 de septiembre, 1951). Estados Unidos de Venezuela. Ministerio de Energía y Minas. Caracas, 322 págs.

“La geografía del poblamiento de la Venezuela petrolera”. Pedro Romero. En: GeoVenezuela, tomo 1. Capítulo 5, (286-329), Caracas, 415 págs.

Revista de la Universidad del Zulia. Año I, No. 1. Mayo de 1947. Maracaibo-Venezuela.

Una herencia que perdura (Petróleo, cultura y sociedad en Venezuela). Miguel Tinker Salas. Editorial Galac. Caracas, 2014, 232 págs.

Cronología del petróleo en Venezuela. Aníbal Martínez. Editorial Librería Historia. Caracas, 1970, 261 págs.

Trabajos Escogidos. Henri Pittier. Ministerio de Agricultura y Cría. Caracas, 1948, 246 págs.

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