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El baile

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Por RUBÉN MONASTERIOS

Gracias a su simulada adhesión al partido de Gobierno, logró un puesto de Oficinista en el Ministerio. Quien sería su supervisor en la Oficina de Verificaciones del Departamento de Trámites de la División de Comercio de la Dirección de Asuntos Internos lo condujo a un escritorio vacío, el noveno del lado derecho de la doble fila de muebles idénticos puestos a lo largo del recinto; le explica sucintamente la tarea, elemental a decir verdad. Ocupa su modesta silla, la cual siente cómoda, ¡gracias a Dios! Desde su lugar ve la nuca del compañero de enfrente y, de reojo, al del lado, otro empleado nuevo; un hombre joven, parecido a él: leptosomático en su configuración anatómica, blanco pálido, acusando una calvicie incipiente; como él, vestido con ropa barata, aunque pretendiendo causar la impresión de formalidad, tal como corresponde a un funcionario; es decir, con su camisa de cuello duro, un tanto raída en el cuello y los puños, y su corbata; intercambian un saludo convencional, un esbozo de sonrisa y una inclinación de cabeza; hasta en su disposición psicológica hay alguna similitud; en ambos, la misma actitud huidiza.

Y así comienza a correr el tiempo; los días, los meses, los años.

En efecto, los dos sujetos tienen muchos rasgos comunes en su conducta; entre estos, su distanciamiento de las tertulias de los compañeros de trabajo, como si fueran indiferentes hacia el resto de los seres humanos. Los demás, si bien inicialmente los hicieron objeto de burlas en sus corrillos, terminaron por acostumbrarse a ellos; estaban ahí, en sus puestos de trabajo, no fastidiaban para nada; no los tomaban en cuenta. Como lo hacía todo el mundo, realizaban su tarea sin mayor voluntad y ajustados a la ley del mínimo esfuerzo, cumpliendo, eso sí, las normas. Ambos llegaban y salían del trabajo a las horas exactas, jamás faltaban; hacían tiempo extra sin chistar cuando se les requería, porque ninguno de los dos tenía ocupación alguna después del trabajo, como no fuera ingerir alguna menguada cena y ver televisión en sus respectivos cuartos de pensión, hasta quedar rendidos frente al aparato. Ninguno de los dos era casado ni ningún vínculo afectivo los relacionaba a una mujer; uno de ellos tenía parientes lejanos con los que departía de vez en cuando; las necesidades sexuales se resolvían discretamente en burdeles baratos. Al estar sentados el uno al lado del otro durante ocho horas cada día, menos los sábados y domingos, interactuaban entre sí un poco más que con los demás; sus conversaciones no pasaban de ser un intercambio de frases de elemental cortesía, algún comentario chistoso o referido a los asuntos de trabajo. Sin percibirlo, envejecieron al mismo ritmo; las respectivas calvicies se acentuaron, salieron las canas, se perfilaron en sus rostros las arrugas; los cuerpos flacos y huesudos fueron encorvándose al unísono; casi al mismo tiempo ambos aparecieron con anteojos de montura económica. Como es natural, los dos simultáneamente mejoraron en el escalafón, hasta alcanzar el estatus de Oficinista IV, y recibieron las correspondientes mejoras salariales de acuerdo con lo establecido por la Ley de Carrera Administrativa y demás convenios entre organizaciones sindicales de empleados públicos y del Estado. El mismo día, en la misma ceremonia, recibieron los botones de Reconocimiento al Trabajo; primero el de hierro, luego el de bronce, más tarde el de plata.

Y así siguió corriendo el tiempo, las horas, los meses, los años.

Una vez, un día previo al asueto de las festividades carnavalescas, los dos aparecieron con el aspecto de quien tiene el espíritu animado por un aire muy especial. Sus movimientos eran vivaces, nerviosos; las frecuentes miradas al reloj denunciaban su ansiedad por finalizar la jornada; una muy fuera de lo común búsqueda de contacto visual entre ambos sugería la necesidad de decir algo, sin atreverse cada cual a iniciar un diálogo.

Al fin, uno de ellos toma la iniciativa…

─ ¡Sí! ─responde su compañero animadamente, como si hubiera estado esperando el estímulo─. Es que mañana empieza el carnaval.

─ ¡Es verdad!, mañana empieza el jolgorio.

─ Y yo, por primera vez en mi vida, mañana en la noche iré a un baile de disfraces.

─ ¡No me diga!

─ Sí, mi amigo: un baile de disfraces. Ya estoy viejo, y nunca he ido a uno, pese a que esas fiestas llaman mucho mi atención. No tanto por el baile, sino por los disfraces. Son intrigantes, ¿no le parece? Entonces me dije: ¿por qué no?

Mientras este hablaba, su interlocutor pinta en su cara una expresión ambigua, algo así como de desconcierto mezclado con una pizca de asombro. Luego de una breve pausa, murmura:

─ ¡Qué curioso! ─en realidad no lo dijo, en el sentido de mandar un mensaje; fue más bien una reflexión íntima salida sin intención─.

─ ¿Y por qué curioso?

─ Bueno… Es que mañana yo también voy a mi primera fiesta de carnaval en toda mi vida…

─ ¿¡Ah, sí!?

─ ¿No le parece una coincidencia curiosa?

Ahora quien pone cara de desconcierto, seguida de una expresión sombría, fue el otro sujeto. Responde un vago «Sí, claro»… y hunde la nariz en sus papeles, cortando el diálogo. Su interlocutor lo imita; sin embargo, al cabo de un breve rato el primero se yergue en su silla, impulsado por una energía perturbadora que había estado dando vueltas en sus neuronas:

─ ¿Y se puede saber dónde será su fiesta?

Luego de un momento de vacilación, el interpelado contesta cautelosamente:

─ En el hotel Regency… ¿Y la suya?

─ Ahí mismo, en el hotel Regency ─responde con voz opaca─.

Era comprensible; siendo la primera celebración del carnaval de su vida, ambos compraron entradas para la reconocida como el sarao de disfraces más rumboso de la ciudad. El programa ofrecía dos orquestas de baile, cada una de las cuales iniciaría su set al finalizar la otra; un mariachi de treinta músicos daría el fin de fiesta bien avanzada la madrugada; papelillo y serpentina gratis y un coctel de bienvenida brindado por la casa. Costaba lo suyo, pero valía la pena.

No vuelven a cruzar palabra hasta el momento de la salida.

El reloj marca la hora, es el fin de la jornada. Los empleados se levantan automáticamente; en tanto se acomodan para marcharse por allá algunos hacen comentarios alegres sobre su plan de fin de semana… Estos dos tienen una expresión lúgubre. Caminando uno al lado del otro avanzan hacia la salida por el pasillo formado por los escritorios; mientras se ponen sus respectivos sacos, uno de ellos inquiere en un hilo de voz:

─ ¿Y cómo irá disfrazado?

─ Voy de Arlequín. ─Y con la actitud de quien lo hace por no dejar, porque ya anticipa la respuesta, pregunta─: ¿Y usted?

─ De Arlequín… ─y añade, en un tono que parecía llevar encima el peso de un sentimiento de culpa─: Compré tarde el disfraz, no había otra cosa…

En el preciso instante de cruzar la puerta, uno retiene al otro y con voz trémula le ruega:

─ Le voy a pedir un favor, ¡un gran favor! De cruzarnos en la fiesta, cosa muy probable, hagamos como si nos hubiéramos visto, como si fuéramos desconocidos; ¡como si jamás nos hubiéramos visto!… No sé si usted comprende…

El otro lo interrumpe abruptamente:

─ ¡Comprendo, comprendo! No se preocupe: yo tenía la intención de pedirle lo mismo.

Un apretón de manos sella el pacto de caballeros.

A la hora señalada, exactamente a la hora señalada, llegan al hotel y entran al Gran Salón por puertas diferentes, sumergiéndose de una sola vez en el mundo cerrado de las máscaras y las transparencias, de la personas y las sombras: de lo que mostramos a los demás y de lo que pretendemos velar. Aunque ningún Cruz Diablo, Payaso, Hombre Araña, Pirata del Caribe, María Antonieta, Dominó, Momia o Negrita tapa del todo; toda careta es translúcida; siempre lo oculto se deja entrever en el disfraz. Resulta imposible ser un simple observador, mantenerse al margen de la locura; apenas da uno un paso más allá de la puerta se encuentra envuelto en la riada serpenteante de embozos entrelazados. Un gentío efervescente, divinamente ebrio y vocinglero, más que un conjunto de personas, es una masa humana apelmazada con la apariencia de un ser amorfo unitario, llevado por una sola voluntad, palpitante de vida, dúctil; gigantesca ola que en su devenir sin rumbo fijo involucra a todos los entregados al juego de asumir a otro revelador de sus emociones más íntimas.

En la pista y su entorno pululan aquellos que divirtiéndose por un rato, a la vez se sienten poderosos, y así compensan las vivencias de humillación y sometimiento; el disfraz también te deja echar fuera de ti lo que te atormenta íntimamente; la fiesta es la excusa perfecta para perder la vergüenza. La fiesta y el disfraz te desinhiben, pero no te engañes, humano: detrás de la máscara están agazapados los impulsos perversos, los temores, el odio, la ansiedad y la frustración permanentes, lo vergonzoso, lo penoso… todo cuanto permanece escondido en la vida cotidiana. Detrás de la careta carnavalesca está la máscara-personalidad y más abajo, el alma y por último se esconde la sombra. La dimensión más sórdida de mi personalidad; la sombra lleva consigo sentimientos enfermizos, atormentados y destructivos. Ambos pequeños, insignificantes seres, escogieron el mismo disfraz, Arlequín. ¿Cuáles secretos esconde este personaje? Es astuto, sensual, grosero, brutal y cruel: lo que quiero ser; y al mismo tiempo lo que sin reconocerlo sé que soy: necio, subalterno, indolente, ingenuo y pobre de solemnidad, como describe su propio atuendo, mil veces remendado y parcheado. Es el servidor sometido a desprecios y palizas. Siempre atemorizado por algo, impotente en su amor por Colombina. Es una amalgama de lo que los usuarios son y de lo que quieren ser; ocultos detrás del antifaz que no deja ver quiénes somos, sale lo velado por los prejuicios y prevenciones; esquivando el miedo al rechazo. Lo oculto y reprimido aflora con el disfraz. La persona se siente libre, cambia la voz en el chillón reto convencional ¡A qué no me conoces! Gesticula y se mueve en el baile grotesco imitando al personaje o animal escogido para disfrazarse; y no teme de hacer el ridículo. Pero la máscara es frágil; tiende a romperse cuando nos enfrentamos a circunstancias impredecibles, estresantes o inesperadas; a todos aquellos aconteceres que se escapan de tu control. Y no supongas, ingenuo de ti, que la careta y el disfraz son exclusividades del carnaval. ¡Son parte de tu equipo cotidiano, el recurso habitual, indispensable en función de la supervivencia! ¿Entiendes que no puedes existir sin tu máscara? La llevamos cada día para mostrarnos ante el mundo como queremos que nos vean. En la vida cotidiana los seres humanos utilizamos una variedad de máscaras y entre más distantes son de la realidad de mi ser, menos libre soy. La máscara deja sueltos los demonios ocultos en los recovecos más profundos de la personalidad; aquellos que se esconden entramados en la sombra. Cualquier máscara refleja algo que nosotros mismos no nos atrevemos a revelar cuando nos vestimos. Ocultarse es una respuesta instintiva del hombre ante los yerros cometidos; responde al miedo a ser descubiertos. Toda máscara es una metáfora del miedo. Usamos máscaras por miedo a expresarnos, miedo a ser juzgados, miedo a ser reprobados, miedo a no obtener la aprobación de los demás, miedo a que nos conozcan. ¿Cuál eliges para cubrir tus miserias en carnaval? ¿Cuál es la careta seleccionada para tapar tu máscara cotidiana? Las máscaras nos dan una falsa seguridad. Protegidos por ellas, podemos vivir en una permanente soledad emocional. Toda máscara es misteriosa, inquietante; está llena de secretos, de aprehensiones, de temores, de exhibir nuestro lado más vulnerable. Temor a recibir daño, a ser descubiertos, a ser rechazados, juzgados, condenados, o de hacer el ridículo. Nos da miedo la intimidad con el otro, la fusión; me angustia no ser del agrado de la otra persona y me pongo la máscara que le gusta. Existe el miedo a la responsabilidad. Si me acerco mucho, me involucro a fondo, y eso me obliga a estar cuando me necesites. No estoy dispuesto al compromiso. El amor atemoriza. Disfrazamos nuestro verdadero Yo. Mediante su identificación más o menos completa con la actitud adoptada en cada caso, engaño cuando menos a los demás, y a menudo me engaño también a mí mismo. Se pone uno la máscara de esas que mezclan en sus rasgos las intenciones que queremos exhibir a los demás y los que se ajustan a las exigencias y opiniones de su ambiente. Esa máscara es la persona. Persona, así se llamaba la máscara que en la Antigüedad llevaban puesta los actores teatrales, vale decir, los engañadores de oficio, los farsantes. La persona es la máscara que nos ponemos para salir al mundo; es la máscara tapada con la careta carnavalesca. Esta máscara se convierte en una verdad donde lo original del individuo es reprimido. Hay seres de máscara angelical por dentro rebosantes de resentimiento, ira y sed de venganza; otros de disfraz titánico, son vulnerables y tímidos en lo más íntimo.

Baila como un poseído, salta como un mico; embriágate, esnufa; búrlate impunemente de los otros encaretados y tú mismo haz el ridículo; sé obsceno, deja fluir tu impudicia. Los Arlequines se hundieron en la masa gozando de su rato de libertad.

Pero todo llega a su fin. Bien avanzada la madrugada aparecieron, según lo programado, los mariachis; hicieron lo suyo y se fueron. Poco a poco el tempestuoso Gran Salón va aplacándose y vaciándose de los barcos ebrios. En algunas mesas los rezagados de costumbre, empeñados en terminar la botella; o del todo borrachos desarticulados en sus sillas; mesoneros ayudan a uno y otro a salir del salón; se apagan las lámparas del techo; el salón se pone opaco y lo va llenando el silencio, apenas alterado por las voces y el ruido de los trastos del personal de limpieza iniciando su trabajo.

Y en los extremos del Gran Salón, desgonzados en sendas sillas, dos individuos disfrazados de Arlequín, todavía embozados. Se observan a la distancia; súbitamente uno de ellos se levanta y avanza hacia el centro del salón; el otro lo imita; se encuentran, quedan frente a frente en medio del inmenso recinto. Con un gesto rabioso uno de ellos se despoja del antifaz, el otro hace lo mismo…

¡Y no eran ninguno de los dos!

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