La quinta edición del Proyecto discusiones ha materializado una nueva entrega, bajo la coordinación académica de María Elena Ramos, investigadora, crítica de arte y ensayista: el libro Imágenes del Arte: revelaciones de la violencia (ABediciones, UCAB, 2024), que reúne ensayos de Ariel Jiménez, Félix Suazo, Rodolfo Izaguirre (que reproducimos en esta edición), Diana Arismendi, Rafael Castillo Zapata y la propia María Elena Ramos. El texto que sigue fue leído por Briceño-León el 2 de octubre, en la presentación del libro en la Librería El Buscón
Por ROBERTO BRICEÑO – LEÓN
Para quienes por profesión debemos lidiar con los horrores de la violencia, nos cuesta imaginar el surgimiento de la belleza entre tantas miserias. Resulta difícil pensar en la estética de la violencia para quienes, por oficio, debemos escuchar los dolores de las víctimas y el sufrimiento de sus familiares; para quienes tenemos que tragar grueso al observar la frialdad o el cinismo de los victimarios, como aquel joven que una tarde nos confesó, con tranquila indolencia, que él estaba preso por dos asesinatos, pero que de verdad él llevaba cinco muertos encima…
Pero en el libro Imágenes del Arte: revelaciones de la violencia (Caracas, ABediciones, 2024) coordinado por María Elena Ramos y los varios notables venezolanos que la acompañan, Ariel Jiménez, Félix Suazo, Rodolfo Izaguirre, Diana Arismendi y Rafael Castillo Zapata, se empeñan en mostrarnos la diversidad de revelaciones que el arte nos hace sobre la violencia.
En un escrito previo de 2015, en El libro de la Belleza, María Elena Ramos nos había mostrado “la estrecha relación (que existe) entre la belleza y la violencia” (p.183). En este nuevo libro se empeña en demostrar la relación entre ética y estética, entre arte y política, entre el artista y su tiempo histórico.
Del placer de mi lectura, quiero presentarles mis reflexiones como sociólogo, y no como un violentólogo, ese término inventado por los colombianos y que nunca he sabido bien si sirve para elogiar o denigrar a quienes nos ocupamos de darle sentido social a estas faenas forenses.
Maria Elena Ramos ofrece una poderosa justificación del libro al afirmar en sus páginas iniciales con un argumento que resuena a la influencia del pensamiento de Gadamer, que como “la verdad y la bondad no son visibles, el arte que sí sabe hacer visible puede revelar fundamentos e ideas éticas a través de un objeto estético” (p.11)
Y el libro se ocupa de los diversos modos de hacer visible la ética detrás de la pintura, la poesía, el cine, los performances, la música. En un arte que revela las violencias que se ejecutan desde el poder, contra el poder o en la disputa por el poder. Nos revela la íntima relación que hay entre el arte y la política, pues es la tensión entre el artista y su tiempo, la cual puede asumirse o ignorarse pero no por ello deja de existir, pues, como afirma Felix Suazo al inicio de su capítulo, el arte puede estar contra la violencia, pero no puede estar al margen de la violencia (p.95), dado que el artista no puede ignorar el totalitarismo, las dictaduras, la pérdida de libertades… O quizá sí.
En el capítulo de cierre del libro, Rafael Castillo Zapata analiza un poema de Lira Sosa que nos revela la tensión entre la acción poética y la acción política que sufre el artista que tiene conciencia de su tiempo. El dilema entre escribir poesía o tomar un fusil y enrolarse en la guerrilla. En los años sesenta, la única propuesta de acción posible, comprometida, era tomar el fusil e irse a las montañas, pues la poesía no podía tener un sentido ciudadano. En los años sesenta tampoco tenía sentido ejercer la medicina o la sociología, pues carecían de legitimidad ética, no era suficiente ser un artista, un médico o un sociólogo al servicio de la revolución, sino que se debía ser actor político. Y la guerrilla se convirtió, como dice el hermoso y provocador título de Castillo Zapata, en “una de las bellas artes” que podía sustituir la poesía.
Ese dilema no angustió a Roberto Obregón. En el análisis que hace Ariel Jiménez de su obra, Obregón no aceptó el dilema de la acción política que proponían los movimientos artísticos de los años sesenta, pero tampoco estuvo indiferente a la realidad. En un detallado análisis de su obra, Ariel Jiménez muestra el movimiento que hay entre los dramas personales del autor y los sucesos de su tiempo, con su obra artística, la cual califica como inconmensurable, pues, por la subversión que hace de los temas clásicos de la pintura venezolana las flores, paisajes, naturaleza muerta, no es posible encasillar sus dibujos y pinturas en ningún molde ni normas. Obregón se ocupa de la masacre ocurrida en Guyana en 1978, cuando el líder de la secta religiosa denominada The People´s Temple planificó y ejecutó un suicidio colectivo y el asesinato de sus feligreses. Obregón lo convierte en pinturas donde utiliza las dramáticas fotografías de la prensa y se hace además una máscara mortuoria de su propio rostro y los presenta en la exposición Dos homicidios sintéticos (1979). En otra obra titulada Crónica de una flor (1974), muestra en una secuencia fotográfica cómo la belleza de la rosa se marchita. Son los temas de la muerte y el suicidio que busca exorcizar. “Lo bello —dice Ariel Jiménez— es una ‘secreción de la obra” (p.91). La pregunta en este caso es si la revelación de la violencia, si lo político en Obregón, es también una secreción o es una intencionalidad no verbalizada, como sí lo hace Gabriela Montero cuando nos explica las razones de su pieza musical ExPatria.
El capítulo de Rodolfo Izaguirre sobre el cine nos plantea que la materia del cine es la ilusión y por eso el dilema de si la recurrente presencia de la violencia en las pantallas de cine trivializa la violencia, como ocurre con el abusivo uso de aparatosas y estrambóticas explosiones en las películas de acción como El especialista (1994) de Luis Llosa con la actuación de Sylvester Stallone y Sharon Stone; o al contrario, produce conciencia y repudio, como es la explosión de la lujosa mansión en la escena final de Zabriskie Point de Antonioni (1972), repetida tres veces, la primera en silencio, la segunda con sonido y la tercera en cámara lenta, como para darle tiempo al espectador de asumir la profundidad del mensaje.
Izaguirre recuerda como en un momento político depresivo en los Estados Unidos, luego de la guerra de Vietnam y la renuncia de Nixon, el cine de Hollywood actuó como tranquilizador social. Y es que en los tiempos difíciles o de dictaduras, los gobiernos utilizan el cine y las noticias de prensa para mostrar todo lo horrible que ocurre fuera de ese país, pero callan las tragedias locales, pues, de ese modo, los problemas internos se vuelven banales y el espectador se siente aliviado porque su desgracia es menor.
Izaguirre utiliza la expresión de Picasso que afirmaba que el arte es una mentira que nos acerca a la verdad, o, como lo ha fraseado Vargas Llosa (1990), son las verdades que cuentan las mentiras. Entonces la revelación del arte es mostrar la verdad usando las mentiras. Son las ficciones que ofrecen las performances que analiza Felix Suazo en su capítulo sobre la cartografía corporal de la violencia, donde refiere a la obra de once artistas: Teresa Mullet, Érika Ordosgoitti, Juan José Olvarría, Max Provenzano, Deborah Castillo, Iván Candeo, Muu Blanco, Sandra Vivas, Antonio Briceño, Juan Carlos Rodríguez, Argelia Bravo y Juan Toro Diez. No puedo hacer justicia y comentar las obras de todos ellos, pero muestran una gran variedad, desde la contabilidad de la muerte de Teresa Mullet, con su video Ejercicio contable (2016) donde cuenta las muertes por la violencia ocurridas entre 1999 y 2016; el video de Deborah Castillo donde se muestra erótica y sumisa lamiendo las botas de un militar en Lamezuela (2011); hasta la exposición de Juan Toro Diez de 2022, donde muestra fotografías de las víctimas, de su brazos o sus piernas, las cuales fueron presentadas ocultas detrás de una cortina negra de plástico que el espectador debía retirar para, simbólicamente, poder revelar la violencia que se ocultaba.
En su texto, Diana Arismendi nos ofrece un recuento notable de la música académica, pues entrevistó a 134 compositores latinoamericanos y recopiló 279 piezas musicales. Su texto se refiere a la música como testigo de una época y lo hace no para hacer visible, como había escrito María Elena Ramos al inicio del libro, sino para hacer audible las conexiones éticas que hay entre la realidad social y política de la violencia y la producción musical.
Ustedes se preguntarán ¿y cómo un libro hace audibles las obras? En un encuentro que tuve con Diana y el buen amigo Alfredo Rugeles, su esposo, en medio de una protesta cívica, Diana me contó que originalmente se había pensado incluir un CD con la música, pero luego se abandonó esa idea y, en substitución, ella colocó en los pies de página los enlaces para escucharlas por youtube. Resultó a mi entender mucho más fácil y mejor pues, al menos en mi caso, el reproductor de CDs de mi casa hace tiempo que no funciona.
El análisis de la producción musical se remonta a los años sesenta y llega hasta la actualidad venezolana. Una parte importante de las piezas musicales evocan violencias del pasado y rinden homenaje a los héroes políticos: el Che Guevara o Salvador Allende en el cono sur. O realizan un elogio de las víctimas de asesinatos terribles, como fue el de monseñor Oscar Arnulfo Romero mientras celebraba una misa en El Salvador, o del médico Héctor Abad Gómez —el padre y motivo de la novela El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince— en Medellín, Colombia.
Los temas musicales son también lamentaciones de las masacres. Como de las familias campesinas asesinadas en El Mozote durante la guerra civil en Salvador, que es recordada por Carlos Colón en Las lamentaciones de Rufina Amaya (2008). O la desaparición (y muerte) de los 43 estudiantes de secundaria de Ayotzinapa en México en Lamento por cuarenta y tres ausencias, de Alejandro Cardona (2015). De igual modo lo hace Víctor Agudelo en su Bojayá-Chocó 2002 (2004) en la cual recuerda el asesinato de 120 personas por una pipeta de gas lanzada al interior de una iglesia durante un enfrentamiento entre guerrilleros y paramilitares. En otros casos, el tema se dedica a recordar masacres lejanas, como las ocurridas durante la conquista española, tal y como lo hace Julián Pontón en Siglos (1962).
En Venezuela los temas de la música son las violencias de este siglo asociadas a las luchas por la libertad y la democracia. Piezas como Caracas 11 en la cual el Josefina Benedetti recuerda los sucesos del 11 de abril de 2002; lo mismo hace Icli Zitella con Necrólogo (2003), con la cual busca rememorar los asesinatos de El Silencio o Puente Llaguno de ese mismo día. Después del cierre del canal de Televisión RCTV en 2007, y la protesta estudiantil que le siguió, Diana Arismendi escribió They Claim para el joven contrabajista Edicson Ruiz. En los años siguientes Gabriela Montero presentó su Expatria (2011) para que “el mundo escuchara la violencia, la violación de los derechos humanos…” (p.155). Y un año después, Andrés Levell escribió Esto no es una habanera (2012), una pieza que buscaba subrayar que Venezuela no era Cuba.
En los años posteriores, el tono de protesta o dolor se combina con la esperanza en un cambio y un futuro mejor. Ese es propósito de piezas como Un Camino (2013) de Efraín Amaya; Caracas nuestra de cada día (2017) de Diana Arismendi; Preludio a un venturoso amanecer (2017) de Víctor Amaya, cuyo título se explica por sí solo, y Resistencia y Resiliencia (2017) de Alfredo Rugeles, donde además de las ráfagas de ametralladoras y bombas lacrimógenas, se escucha el canto de los pájaros en libertad.
Son obras que dejan testimonio e interrogan sobre los dramas del presente y el futuro, como ocurre con la pieza Cuatro inspiraciones venezolanas para violín (2018) de Alfonso Tenreiro, que recuerda al joven violinista Wuilly Arteaga, quien interpretaba el himno nacional en una marcha en 2017 cuando un militar le quitó el instrumento, lo machacó con furia y se lo devolvió destruido… y nos viene a la mente la frase vociferada por aquel militar a Miguel de Unamuno: “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”.
Al principio de su capítulo María Elena Ramos cita a Gadamer: “La belleza tiene luz propia”, y lo cierra con el tema del “arte sanador.” Los trabajos presentados en el libro muestran a la obra y al artista, se refieren al pasado e interrogan el futuro, se hunden en el duelo y se levantan con ira ante la violencia y la injusticia; son crónica y son denuncia. Es un proceso de toma de conciencia personal —darse cuenta— y de responder a la sociedad y los tiempos en los cuales les ha tocado vivir. Un dar cuenta de lo que acontece, como lo hace Juan José Olavarría cuando, en su performance, toma el librito de la Constitución de 1999 y lo “ahoga” en un balde de agua…
Al final de la lectura puedo encontrar que las revelaciones que nos hace el arte de la violencia muestran, como nos señala Gadamer (1997), que la función ontológica esencial de la belleza es la de ser mediadora entre la idea y la apariencia (p.481). Y, en esa transformación artística de la idea (la vivencia, el dolor, la esperanza) en una forma visible o audible, se expresa el carácter moral del arte, pues, conviniendo con Gadamer en su polémica con Kant, la belleza del arte es superior a la belleza de la naturaleza, pues es una expresión directa de la moral humana (p.50).
La tragedia política, social y humanitaria del país ha llevado a una notable producción artística y académica en este siglo. Recuerdo que cuando llegué a la Universidad de Oxford en 1988, antes del Caracazo y los golpes de Estado, en la biblioteca del Latín American Center había varios estantes repletos de libros sobre Colombia, Brasil, Argentina, Perú… y escasos tres entrepaños mal rellenos sobre Venezuela. Eso ha cambiado, quizá sea el resultado de aquella antigua maldición de vivir en tiempos interesantes que nos recuerda María Elena.
Pero lo que verdaderamente quisiéramos que cambiara es la realidad, ya que como nos dice Rodolfo Izaguirre, la “verdadera violencia vive fuera del cine”. Las zonas de opacidad que menciona Ariel Jiménez se han extendido, pero la esperanza se sostiene y flota en la conciencia de la mayoría… y uno se pregunta con Bob Dylan:
¿Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza y fingir simplemente que no ve lo que pasa?
¿Cuántas muertes serán necesarias para ver que ya ha muerto demasiada gente?
La respuesta está flotando en el viento… the answer is blowin´n in the wind.
Referencias
Abad Faciolince, Héctor, El olvido que seremos. Bogotá, Planeta, 2006
Dylan, B. https://www.bobdylan.com/songs/blowin-wind/
Gadamer, H-G. Truth and Method, New York, Continuum, Second Edition,1999
Grupo Discusiones. Imágenes del arte: revelaciones de la violencia. Caracas, ABediciones,
Colección Ediciones Especiales. UCAB, 2024
Ramos, M.E., El libro de la belleza. Reflexiones sobre un valor esquivo. Caracas, Fundación ArtesanoGroup-Turner, 2015
Vargas Llosa, Mario, La verdad de las mentiras. México, Alfaguara, 2016
*Imágenes del arte: revelaciones de la violencia. Grupo Discusiones. Coordinación académica: María Elena Ramos. ABediciones, UCAB, Caracas, 2024.
Notas
1 Palabras en la presentación del libro: Imágenes del Arte. Revelaciones de la Violencia, organizado por María Elena Ramos en la librería EL Buscón de Caracas.
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