“En la dicotomía cuerpo/alma que De la Parra propone, el colectivo de los hombres aparece como el cuerpo de la sociedad: el que realiza las acciones, predomina en el espacio público y articula la historia oficial —el ‘banquete de los hombres solos’—. Al mismo tiempo, lo femenino se identifica con las actitudes morales, el mundo íntimo y la dimensión inefable de la vida”
Por MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ
A principios del año 1930, Teresa de la Parra llegó a Colombia con la finalidad de dictar un ciclo de tres conferencias en las ciudades de Bogotá, Medellín y Barranquilla. Tantas personas asistieron a sus presentaciones que debió repetir algunas charlas varias veces. Sin duda, la envolvía el halo de su prestigio literario. El periódico El Tiempo hizo una florida crónica de su llegada a una estación de tren donde la esperaban multitudes. Contaba que tardó casi una hora en recorrer los escasos metros que separaban su vagón del automóvil que la llevaría al hotel, pues debía detenerse con frecuencia a saludar lectores, dedicar libros o firmar autógrafos.
Pocas escritoras venezolanas han conocido mieles semejantes, y por eso es digna de mención la anécdota. Sin embargo, en Venezuela nadie se interesó por las conferencias hasta 1961, cuando María Parra Sanojo, la hermana de la autora, las reunió en un libro que mandó a imprimir en los talleres de Ediciones Garrido. Esas conferencias sirvieron de base para casi todas las editadas hasta ahora. En 1982, Biblioteca Ayacucho publicó Obra (Narrativa, ensayo, cartas). Lo compiló y editó Velia Bosch, quien por primera vez identificó esas charlas de forma colectiva como un ensayo de tres partes, con el título Influencia de la mujer en la formación del alma americana. La iniciativa contribuye a proyectar la obra literaria de la autora, al permitir una comparación entre el pensamiento allí expuesto y el canon del género vigente en su época. Los resultados del ejercicio contribuyen a la ampliación de su legado literario, pues muestran las estrategias que utilizó para subvertir los mecanismos psíquicos de la hegemonía masculina que mantenían a las mujeres en una situación complementaria a los hombres y a las escritoras fuera del «banquete de los hombres solos», como De la Parra describía a las instituciones de validación cultural en Hispanoamérica. Ahora que se cumple el primer siglo de la publicación de Ifigenia, la novela que la convirtió en una celebridad, las conferencias sirven para documentar el semillero de donde brotó María Eugenia Alonso.
Volvamos a 1930, seis años antes de la muerte de Teresa de la Parra. Allá en Colombia, una autora exitosa. En lugar de dedicar las conferencias a hablar de su vocación literaria, como han sugerido sus anfitriones y es más fácil, ella escoge un tema que realmente le interesa, el mismo que trata en Ifigenia: la mujer moderna. A este modelo femenino lo identifica con las angloamericanas a las que dice haber conocido en la modernísima Nueva York —ciudad que la abruma «por el exceso de movimiento y de ruido»— y a estas mujeres las compara con las de La Habana, ciudad en donde encuentra una sociedad con espíritu Colonial. «Me he quedado, pues, por todo haber con mis mujeres abnegadas […] en el fondo de mi alma las prefiero: tienen la gracia del pasado y la poesía infinita del sacrificio voluntario y sincero».
Un tema predilecto en la obra de la autora es la abnegación, eso ya lo saben los lectores de Ifigenia. La abnegación es también el rasgo principal del modelo en el cual su género ha sido encasillado a lo largo de la historia, un modelo inspirado en la Virgen María. Ese es el modelo que De la Parra analiza en las conferencias, cada una identificada con una época histórica específica: la Conquista, la Colonia y la Independencia. Las tres tienen una estructura similar. Comienzan con el análisis sobre la importancia de cada período histórico visto en su contexto cultural y político, y en todas se refieren, al menos, a dos mujeres. En la Conquista, De la Parra escribe sobre la Malinche, a la que llama doña Marina, y a la madre del Inca Garcilaso, doña Isabel; en la Colonia, se refiere a sor Juana Inés de la Cruz y a la monja colombiana conocida como la Madre Castillo; en la Independencia, escoge a dos mujeres en la vida de Simón Bolívar: su prima Fanny de Villars y su amante, Manuela Sáenz. En esta última parte, los personajes femeninos tienen conexiones con los creados para sus novelas, como Manuela Sáenz, a quien compara con María Eugenia Alonso por su tendencia a sublevarse contra el status quo.
Debido a que propone un elenco de personajes femeninos a través de los cuales se refiere a la apuesta por la concordia de las mujeres en cada época de la historia, los académicos tienden a clasificar Influencia de la mujer en la formación del alma americana como un ensayo de género, que es aquel donde las escritoras tratan temas exclusivamente femeninos. En el artículo «No me interrumpas: las mujeres y el ensayo latinoamericano», publicado en la revista Debate Feminista (2000), la profesora Mary Louise Pratt contrapone el ensayo de género al de identidad, ese que hacia la primera mitad del siglo XX primaba en el canon literario de la región, donde los hombres se ocupaban de estudiar los rasgos unificadores del carácter y la experiencia de las antiguas colonias de España en América.
Aunque De la Parra se propone hablar de la abnegación de las hispanoamericanas, tomando como punto de partida a la protagonista de su novela Ifigenia, la noción de «alma» en Influencia de la mujer en la formación del alma americana le permite pasar del ensayo de género al ensayo de identidad, estrategia que la distingue de muchas autoras contemporáneas y la coloca en una posición de diálogo directo con los autores de su época, aún si ellos insistían en mantener la actitud con ella de banquete de hombres solos. De la Parra logra tal prodigio a través de un uso consciente del lenguaje judeocristiano al tiempo que aprovecha la influencia del discurso mariano en el modelo de mujer que seguía vigente a principios del siglo XX y que la muchacha moderna apenas comenzaba a desmontar.
El «alma» del ensayo
El «alma americana» del título del ensayo señala el sentido cristiano de la relación entre el cuerpo y el espíritu, donde uno es la parte material responsable de las acciones de cada ser humano y el otro, la naturaleza superior de una persona que la vincula con la divinidad. En latín, la palabra anima, que sirve de raíz a la voz castellana alma, invoca lo que vivifica las cosas; un sentido que puede usarse como sinónimo de «energía» y se asocia con la esencia de las personas o aquello que constituye su naturaleza. De las cincuenta veces que De la Parra usa este sustantivo en Influencia de la mujer en la formación del alma americana, la mayoría lo hace como sinónimo de espíritu. Hay ejemplos de esto en todas las conferencias.
En la Primera, doña Marina es el alma de la prolongada guerra que fue la Conquista de México, donde actuó como «mediadora y consejera». En la Segunda, De la Parra describe a la Madre Teresa como una mujer con «alma de poeta», que vive recogida y en silencio, al tiempo que subraya el aspecto terrenal del personaje cuando añade que entró en el convento «para vivir entre los lirios del Señor» y también «entre los libros». En la Tercera dice sobre las mantuanas que «bajo su exterior lánguido tienen un alma de fuego lista para todas las exaltaciones, todos los sacrificios y todos los heroísmos». El uso de la palabra alma como sinónimo de espíritu pretende describir la naturaleza de cada época: la de la Conquista fue la abnegación de las indias como doña Marina, la de la Colonia fue el sosiego de monjas como la madre Teresa y, la de la Independencia, «el fuego» de las mantuanas.
En la dicotomía cuerpo/alma que De la Parra propone, el colectivo de los hombres aparece como el cuerpo de la sociedad: el que realiza las acciones, predomina en el espacio público y articula la historia oficial —el «banquete de los hombres solos»—. Al mismo tiempo, lo femenino se identifica con las actitudes morales, el mundo íntimo y la dimensión inefable de la vida. De la Parra alude con esa imagen de hombre-cuerpo y mujer-alma a la interpretación judeocristiana del cuerpo y el alma como alegoría de la relación entre los géneros presente en el arquetipo del matrimonio sagrado. La idea de hombre-cuerpo y de mujer-alma podría asociarse con el imaginario del Cantar de los Cantares, donde se narra en verso la relación amorosa entre una sulamita y el rey Salomón. La exégesis judeocristiana ha interpretado la relación de esa pareja como la relación entre Dios y una novia terrenal, a la que se identifica con los creyentes o el Pueblo de Dios. En la lectura de la mística católica sobre el Cantar de los Cantares, el matrimonio sagrado aparece como la unión entre el alma y su imagen «celestial», por lo cual es frecuente entre los católicos la asociación entre la sulamita y la Virgen María, mientras al rey Salomón se lo compara con Jesucristo.
Si bien es posible que en Influencia de la mujer en la formación del alma americana la autora aluda a la connotación judeocristiana de pueblo, lo más factible es que use la palabra en un sentido secular, para referirse a los rasgos espirituales de los hispanoamericanos, un tema fundamental en los ensayos que escribieron entre los años veinte y los cincuenta del siglo pasado los intelectuales hombres, por lo general vinculados al ejercicio del gobierno en sus respectivos países. Esos ensayos hoy los consideramos canónicos. Una de esas obras es De la Conquista a la Independencia: Tres siglos de historia hispanoamericana (1944), del escritor y diplomático venezolano Mariano Picón Salas, en donde se refiere ampliamente a la noción de «alma criolla», a la que define como el producto espiritual de la transformación de la cultura barroca española al llegar al Nuevo Mundo. Lo novedoso en De la Parra es que, aprovechando la dimensión teológica de la palabra alma, ella construyera un puente que va desde la reflexión sobre el papel del género femenino, como lo espiritual del ser hispanoamericano, hasta la discusión geopolítica sobre la identidad colectiva de hombres y mujeres en ese ser, acercándose así a la literatura canónica de su época, lo cual se opone a las interpretaciones tradicionales de su obra que tienden a limitarla a la perspectiva de género.
Según lo planteado aquí, a través de la noción de alma americana, la autora se refiere a una identidad común a los pueblos hispanohablantes del Nuevo Mundo, la cual le permite abordar el tema fundamental de los ensayos canónicos de su época, alejándose así de las obras publicadas en castellano por las escritoras que la antecedieron, como La mujer (1860) de la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, La mujer en la sociedad moderna (1895) de la colombiana Soledad Acosta de Samper y Las obreras del pensamiento en América Latina (1895) de la peruana Clorinda Matto de Turner. En esos ensayos la preocupación fundamental era la condición femenina. Lo novedoso en De la Parra es que desde la noción de alma americana, ella aborda la identidad colectiva al mismo tiempo en que se refiere a las particularidades de la condición femenina, lo que quiere decir que su ensayo puede ser tomado como uno de identidad, al mismo tiempo que de género, según la clasificación antes citada de Pratt.
Desde los Estudios de Género se aborda el canon del ensayo hispanoamericano como un cuerpo conformado por textos principalmente políticos, en donde hombres de letras —que con frecuencia son también políticos— pretenden representar la voz nacional que se opone a las voces particulares o supuestas pretensiones extranjeras, produciendo un discurso que busca representar la totalidad de los intereses de lo nacional e instruir al lector sobre una manera de pensar que considera positiva para el país o la región. Pratt llama a este tipo de obra «ensayo de identidad» y lo define como aquel que pondera las semejanzas entre los pueblos del continente, en contraposición a la hegemonía cultural de Europa y Estados Unidos. Ensayos como Facundo: La civilización o la barbarie en las pampas argentinas (1845) de Domigo F. Sarmiento, Nuestra América (1891) de José Martí, Ariel (1900) de José Enrique Rodó y La raza cósmica (1925) de José Vasconcelos. Lo que tienen en común estas obras es que son textos políticos en donde el autor se erige como el hombre público que habla en nombre de los intereses de un colectivo al mismo tiempo que pretende definir la naturaleza del pueblo al que representa, bien sea la república a la que pertenece, como hace Sarmiento, o a la totalidad de Hispanoamérica, como hacen Martí, Rodó y Vasconcelos.
Como mujer, la estrategia en De la Parra no puede ser la de un «hombre público», por supuesto, así que construye la voz del texto desde el único lugar que en su época estaba destinado para aquellas con aspiraciones intelectuales como ella: el de una mujer que conoce (y sufre) el modelo femenino a partir del cual se pretende que su género haga aportes a la sociedad. Intentaba así reclamar su derecho a un lugar en el canon del pensamiento crítico hispanoamericano, que era igual a reclamar su puesto en el «banquete de los hombres solos» que era el estamento cultural de su época, en donde la mayoría de las veces se reproducían los intereses y las diatribas políticas. La autora evidencia la imposibilidad de los propios autores (los hombres de letras, los hombres públicos) para ponerse de acuerdo sobre cómo referirse al problema de la identidad de los pueblos americanos que antes fueron colonia de España, en estos términos:
«Ignoraba si sería correcto e ignoraba sobre todo si sonaría bien en oídos colombianos el decir “alma americana” en lugar de: alma latinoamericana, iberoamericana, hispanoamericana, indoamericana o indo hispanoamericana. Ninguna de estas combinaciones me parecía grata ni en el fondo, ni en la forma. No tienen ligereza, no tienen alas, no tienen gracia. Suenan, no sé por qué, a esnobismo criollo naturalizado en el extranjero, origen de algunos bienes, pero de muchos males y de muchos pecados contra el buen gusto».
Como se puede observar en la cita anterior, la autora aborda el asunto de la identidad del continente con ironía. Más abajo advierte que, con tantos nombres, el continente corre peligro de «perder el apellido», así como también de dejar «expósita» y «sin hacienda» al conjunto de sociedades del continente, debido a las variadas etiquetas que los políticos, los militares, los periodistas y los historiadores —aquellos hombres del famoso banquete— fabrican.
De la única etiqueta que De la Parra no parece estar consciente es de la etiqueta «mujer» como hechura de la hegemonía masculina. Según Judith Butler, la identidad —en especial la identidad de género— es el resultado no de la presión de un grupo sobre sobre otro o sobre el individuo, como propone la teoría marxista tradicional, sino que es el resultado de fuerzas de sujeción tanto internas como externas al sujeto. En el libro Mecanismos psíquicos del poder (2019), la filósofa estadounidense desafía la convicción ampliamente aceptada de que el poder ejerce presión sobre el sujeto desde afuera, como «algo que subordina, coloca por debajo y relega a un orden inferior». Butler propone en cambio que la misma formación del sujeto depende de las dinámicas de poder, pues la sujeción es al mismo tiempo el proceso de devenir subordinado al poder y de convertirse en sujeto. La doble tragedia para De la Parra y para otras escritoras de su época es que solo interiorizando el modelo de mujer hegemónico podían construirse como sujetos sociales y esto las convertía en subalternas del patriarcado, al mismo tiempo que al escribir sobre la condición femenina, definida de forma inamovible en la etiqueta «mujer», ellas mismas reforzaban los esquemas que subyugaban a su género.
La abnegación como modelo
Al conjunto de la influencia femenina en la historia del continente, De la Parra lo describe como un «sello suave y hondo», rasgo que se profundiza en cada etapa histórica que comenta. En la conferencia dedicada a la Conquista describe a las mujeres como «las dolorosas crucificadas por el choque de las razas»; en la referente a Colonia, como «místicas y soñadoras» y, en la última, sobre la Independencia, las llama «inspiradoras» y «realizadoras». Todos los adjetivos utilizados aquí se pueden vincular al entramado simbólico asociado a la Virgen María, a través del atributo de abnegada madre. Al señalar este rasgo como distintivo en los personajes femeninos del ensayo, De la Parra manifiesta la poética del sufrimiento asociada al modelo mariano de mujer en Hispanoamérica, procedimiento discursivo en donde se observa la manera como la ideología patriarcal moldea su pensamiento, pero que ella aprovecha para poner a la condición femenina en el centro del relato.
En general, lo mariano se define como aquello relativo al culto de la Virgen María, pero ciertas investigaciones antropológicas hacia la década de los años setenta en Estados Unidos, emplearon ese término para describir el comportamiento a un tiempo sumiso y elevado de las mujeres de la comunidad de inmigrantes hispanoamericanos en ese país. El marianismo se funda en la noción de que ellas son espiritualmente superiores a los hombres debido a su capacidad de soportar sufrimientos por el bienestar de la familia, subyugando así su realización personal a la de sus parejas e hijos varones. De este modo, su valor social es la abnegación, lo cual las convierte en una suerte de sujetos de segunda clase con aspiraciones propias prescindibles o inexistentes. El uso académico del término no viene del feminismo, sino de la politología. Evelyn P. Stevens fue la primera que, en el ámbito de las ciencias sociales, usó este término como contrapunto a la definición de machismo, o culto a la virilidad. Según escribe en Marianismo: The other face of machismo in Latin America, la corriente aquí analizada enseña que las mujeres son semi-divinas, moralmente superiores y espiritualmente más fuertes que los hombres, a los que considera un poco «como niños» que las mujeres tienen la responsabilidad de cuidar.
Cada tipo femenino en Influencia de la mujer en la formación del alma americana puede vincularse con una manifestación mariana. En «las dolorosas» mujeres amerindias que vivieron de primera mano el choque con los conquistadores europeos, el registro católico es más evidente; allí, la alusión al sufrimiento se toma por ser una prueba de amor. «Obreras anónimas de la concordia, verdaderas fundadoras de las ciudades por el asiento de la casa, su obra más efectiva sigue todavía a través de las generaciones en su empresa silenciosa de fusión y amor», escribe la autora. La afirmación puede identificarse con la advocación de La Dolorosa. Detrás de ese imperativo de género De la Parra barre los maltratos y las vejaciones a las que fueron sometidas las indígenas durante La Conquista, pues se «fundían» en una nueva raza con quienes no podían sino considerar invasores de sus tierras. El valor exagerado atribuido al sufrimiento se aprecia en dos ejemplos de indígenas en la encrucijada de su cultura y la invasora: la Malinche, bautizada como doña Marina, la compañera de Hernán Cortés, y doña Isabel, madre del Inca Garcilaso. A las mujeres de La Colonia las celebra cuando han decidido enclaustrarse como esposas o como monjas. «La Colonia se encierra toda dentro de la iglesia, de la casa y del convento», concluye la autora antes de señalar que el símbolo de esa época era «una voz femenina detrás de la celosía». Quizá De la Parra se viera a sí misma, mujer soltera y escritora entregada a su obra, como una de esas monjas, lo cual podría explicar el tono celebratorio con que describe su encierro. «En la paz de la celda se unía armoniosamente el cultivo de la inteligencia al cultivo de las virtudes, esos dos huertos cerrados y vecinos. Se crecía en sabiduría y se crecía al mismo tiempo en santidad», dice refiriéndose a sor Juana Inés de la Cruz.
Según De la Parra, el papel de las mujeres de la Independencia fue el de permitir, de forma anónima, la entrada a la Historia (así, con mayúsculas) de soldados como Simón Bolívar y Carlos Soublette. Si, como ha hecho buena parte de la historiografía, se asume que Bolívar es el héroe fundamental de la gesta emancipadora suramericana, se puede argumentar que las mujeres más cercanas a él tomaron el papel de «corredentoras»; de hecho, este es el modelo que De la Parra atribuye a Fany de Villars y Manuela Sáenz. La primera, su prima, que vivía en París y que «tenía uno de los más elegantes salones del tiempo del Consulado», lo recibió después de que quedara viudo y lo introdujo a las corrientes de pensamiento de su época: «Después de haber sido el Emilio de Rousseau gracias a Simón Rodríguez [su maestro caraqueño], iba a ser ahora, gracias a Fany, el René de Chateaubriand. Todo contribuía a la transformación». La segunda mujer fue su amante en la época que ya era el líder indiscutible de la Independencia: Sáenz, «a quien el mismo Bolívar llamó la Libertadora del Libertador por haberle salvado la vida en dos ocasiones». De esta manera, la razón y el espíritu de Bolívar, su propia consciencia de ser trascendente, es inspiración femenina; pues ambas son artífices de la gesta emancipadora de varios países contribuyendo a formar el espíritu de un hombre, un pariente o pareja.
Los usos y las implicaciones del modelo mariano en la escritura de la autora de Ifigenia son muchos y muy variados, por lo que trascienden el universo de su pensamiento crítico expresado en Influencia de la mujer en la formación del alma americana, de la misma manera que sus ideas con respecto a la mujer moderna van más allá del personaje de María Eugenia Alonso. Es por esa razón que la idea de alma se alza en el ensayo analizado aquí como una construcción cultural muy útil para la autora, una en la cual se sintetizan dos frentes que de ordinario se presentan por separado: la especificidad de la condición femenina y la generalidad multinacional del sujeto Hipanoamericano.
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