Por ISAAC GONZÁLEZ MENDOZA
La plaza Los Palos Grandes ha cambiado. Dos realidades de Caracas chocan en medio de los asientos, el café, la biblioteca y la fuente. De vez en cuando se escuchan los alegres gritos de los niños que juegan patineta o a la pelota, mientras sus padres los observan con mirada protectora. Por otro lado está la cola de personas que esperan comprar algo en el Excelsior Gama de enfrente y los indigentes que han invadido la plaza, a pesar de la guerra que le han montado los cuidadores de espacios públicos que designa la Alcaldía. Metido en ese contraste está Eduardo Liendo, quien, como él mismo dice, tampoco es el mismo de antes.
Desde hace dos años he querido entrevistarlo, o más bien, hablar personalmente con el autor que está presente en las vidas de los venezolanos desde que leen en el liceo su primera novela, El mago de la cara de vidrio, que se convirtió en una especie de “tarjeta de identidad” para él como escritor. Por eso he ido a algunos de los encuentros literarios que ha ofrecido, en los que, en efecto, vi a un Eduardo Liendo distinto al actual, pero que mantiene el humor que caracteriza su obra. El párkinson, enfermedad que padece en un país sumido en una escasez de medicinas que supera el 80%, no le ha impedido la escritura: acaba de terminar su última novela, Memorias íntimas de Prudencio Perdido.
Me conseguí con él en el Wendy’s de la zona. En principio no lo reconocí porque tiene la cara poblada de una blanca barba. Me acerqué un poco y vi que estaba leyendo un libro de su autoría, En torno al oficio del escritor. Vestía una camisa gris en la que encima tenía un chaleco azul oscuro. A su lado estaba su bastón. “¿Eduardo… Liendo?”, le pregunté. “Sí”. Le comenté que no estaba seguro de hablarle porque se veía diferente con la barba. “Las afeitadoras están escasas”, dijo. Emprendimos el camino a la plaza, que está a pocos metros del Wendy’s. Con una tranquilidad envidiable, el maestro Liendo caminó enfrentando las limitaciones que tiene. “Yo no entiendo esta enfermedad del coño”. Llegamos, subimos unas escaleras y nos sentamos a hablar en unos bancos.
Aunque considera que no es el escritor que soñó, a Liendo le sobran los lectores y los admiradores. Son incontables las reediciones de El mago de la cara de vidrio y en las universidades su obra suele ser puesta como ejemplo para el oficio de narrador, incluso es muy recomendada en las escuelas de periodismo. De hecho, Eritza Liendo, escritora y profesora de la Universidad Central de Venezuela, afirma que quien quiera dedicarse a la narración debe, obligatoriamente, leer los textos de Eduardo Liendo; y Gisela Kozak, también escritora y profesora, destaca de su trabajo un humor muy bien logrado.
—¿Por qué la narración y no la dramaturgia o la poesía?
—Caramba, tú me haces preguntas que son como para varios tomos. Soy narrador, digamos, un poco nato, en el sentido de que siempre lo que yo he contado lo hago con ese recurso. Ocasionalmente he escrito algo ensayístico y he pecado también de poeta. Pero mi vocación y mi trabajo fundamental ha sido el de narrador, novelista y cuentista.
—Pero nunca ha publicado poesía.
—No he publicado poesía, no así, no con publicaciones importantes. Aunque, por ejemplo, en Contigo en la distancia aparece un poema de Visitante que nunca llegó, un libro que nunca he publicado.
—¿Qué le ha dejado la literatura?
—Un registro de vida. Una de las razones por la cual un escritor escribe, sobre todo un novelista, es para dejar un testimonio de la existencia: de lo que ha visto, lo que ha padecido, lo que ha experimentado y lo que ha disfrutado. Bueno la vida pues, de lo que ha amado.
—En El round del olvido están reflejadas algunas de sus vivencias: la época de la guerrilla y el interés por la literatura.
—Sí pero no como autoficción, sino que hay elementos, vivencias del individuo, de las cuales se nutre el novelista. Es una cosa como parasitaria. Uno vive y también experimenta a través de terceros, y aunque no sea en un sentido autobiográfico, siempre están allí esas vivencias. El tiempo del escritor y las circunstancias del escritor siempre están ahí reflejados de alguna manera, aunque sea indirecta. En el teatro del absurdo, por ejemplo, digamos en Esperando a Godot, por citar un caso, hay elementos que son muy reales, muy evidentes de la vida, aunque sea teatro del absurdo.
—Mario Vargas Llosa dice que el escritor, cuando está trabajando, hay un momento en el que se separa de la obra y se convierte en lector. ¿Cómo asume esto dentro de su oficio?
—Existe un distanciamiento entre el escritor y la obra. Hay una distancia, evidentemente, entre la realidad y la ficción. Entre la ensoñación y lo que se logra. Lo que uno logra generalmente está por debajo de lo imaginado. En el escritor más audaz y mejor dotado siempre su imaginación lo va a desbordar.
—¿En qué punto la ficción se acerca a la realidad?
—De pronto a través de la ficción se logran elementos esenciales de la realidad, incluso premonitorios. Algunas personas ven en mi novela Diario del enano un texto premonitorio de muchas cosas que ocurren en la Venezuela contemporánea. Es un texto del 95 y aparece ya la figura de un personaje totalitario. Recuerdo que cuando escribí esa novela me entrevistó un periodista de El Nacional que me dijo: “Eduardo, pero esto parece que lo estuvieras escribiendo desde la clandestinidad”.
—¿Cuando la estaba escribiendo llegó a imaginar esta situación política en Venezuela?
—No quiero poner mi caso como alguien que tiene un privilegio especialísimo con relación con otros seres humanos. Pero sí una capacidad de observación. Por ejemplo, el año 95 es posterior a los dos golpes de Estado del 92. Ya había ocurrido el Caracazo y yo tenía la experiencia carcelaria y todo lo que había ocurrido en los años 60. Todo eso, de alguna manera, capta elementos de la realidad que pueden ser más permanentes.
Es más, los grandes registros de la ficción quedan como elementos históricos. Para uno aproximarse a la realidad del zarismo no hay como leer a Tolstoi, como leer Guerra y paz. Un personaje como Dostoyevski nos refleja también ese mundo. Para uno conocer la realidad del siglo XVI no hay como leer a Cervantes. El reflejo de esa época te lo da Don Quijote de la Mancha más que cualquier crónica.
—¿Dentro de la novela el escritor sistematiza y organiza la realidad?
—Hay anécdotas allí en Diario del enano reales o que pertenecen a la realidad. Lo que pasa es que las utilizo exagerándolas. Hay un elemento en José Niebla, el tirano: llega un momento en que él dice que los habitantes de Tacalma deben, en época de invierno, andar casi desnudos, y cuando es verano deben ponerse un abrigo. Ahora esa exageración, que obvio es una desmesura, tiene un punto real para mí, una anécdota de Juan Vicente Gómez. Cuando la gente iba a Maracay no le podían decir que hacía calor porque se arrechaba. Estaba prohibido decir que hacía calor en Maracay.
—¿Y qué papel juega la literatura en este caos?
—La literatura es un registro del tiempo, de las circunstancias, etc. Pero no es solución, nunca ha sido solución. Es un testimonio, aunque no sea testimonial. Ahora, si la literatura modificara radicalmente a la sociedad, ya tendríamos sociedades perfectas. Porque el arte, no solo literario sino en otros aspectos, ha denunciado, por ejemplo, las guerras.
—Pero la literatura despierta a la gente.
—Yo no digo que sea inútil, sería absurdo pensar eso. Es más creo que la literatura es un recurso de crecimiento personal para los lectores. Es importante y por eso la persiguen todos los gobiernos autoritarios del mundo, o por lo menos, si no la persiguen, la bloquean. Por algo debe ser. Pero lo que no desearía yo es hacer un juicio mecánico.
Las limitaciones que sufre uno, en lo personal, son dramáticas. Por ejemplo, yo ahorita me noto escasamente elocuente en relación con lo que fui. Yo tenía un verbo muy veloz, muy rápido. Incluso tenía fama de eso. Ahora no, ahora me aproximo a las cosas indirectamente. Ahí la literatura es un factor de enriquecimiento muy grande. La poesía para mí es fundamental. Hoy leo más poesía que en otra época, sobre todo la de un gran amigo, Eugenio Montejo, uno de los grandes poetas venezolanos. Yo caminaba con él por acá en el barrio, nos tomábamos un café. Él también vivía en Los Palos Grandes, por eso la biblioteca tiene una sala allí que se llama Eugenio Montejo. Pero lo que te quiero decir es que su poesía ahora me sirve, además de como instrumento de bienestar, para la memorización. Hay poemas de Eugenio que me he aprendido, como “La poesía”.
(Eduardo Liendo se detiene unos segundos y recita).
La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
—ni siquiera palabras.
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos
Ves cómo el poeta logró la síntesis. Ahí está la poesía, mejor explicada que en volúmenes. Es el poema. Así también es la narrativa, cuando es válida y poderosa.
—¿Cómo ha cambiado su vida a raíz de la enfermedad que padece?
—Primero uno tiene que comprender que toda vida tiene un proceso de declinación, cuando tenemos el privilegio de llegar a viejos, un privilegio entre comillas. Yo me siento relativamente bien, escribo y leo mucho todavía. Eso me sostiene. Ahora en el sentido sobre el que hablamos noto las limitaciones, es decir no me engaño. Me preocupa más incluso que esta conversación tenga una parte audiovisual, porque allí se ve todo, las torpezas, las limitaciones físicas. Ahora esta enfermedad, el párkinson, es degenerativa, o sea que ha tenido una progresión. Como lo pudiste ver cuando veníamos hacia acá, tengo limitaciones de motricidad, pero todavía camino. Es más aquí en Los Palos Grandes los amigos me dicen “Arriba, Eduardo”, como diciéndome que no me deje vencer por esto.
Pero uno sabe que ya no es el mismo, además de lo conflictivo que es el país, donde todo te cuesta trabajo. Ir al automercado, al banco, las cosas más elementales, ir a un café, todo es un drama. Pagar la luz, pagar la Cantv… tú dices, bueno, eso se hace por Internet, aunque yo utilizo poco el Internet para esas cosas. Lo utilizo para la información y para relacionarme por correo electrónico. Y claro lo asumí como instrumento muy eficaz para la reescritura. Todavía hago borradores manuales, es decir no escribo en la pantalla directamente, prefiero hacer un borrador, en lo cual coincido con escritores notables por sus capacidades escriturales, como el propio Vargas Llosa. Uno piensa que él, un periodista insigne además de un narrador extraordinario, hace tiempo que no ve un bolígrafo. No, sus cosas están siempre primeramente boceteadas a mano y después en la pantalla.
—En una entrevista usted dijo que le hubiera gustado ser un escritor más destacado en América Latina.
—No, no lo dije así, sino que no era el escritor que había soñado. Uno tiene una imagen de lo que piensa que va a proyectar, cuando es esencial para ti. Hay escritores que dicen que escriben para ellos mismos, cosa mentirosa de paso, porque si escribes para ti mismo deja la vaina en la gaveta. Cuando vas adonde un editor y dices que quieres publicar eso, ya buscas el cómplice, que es el lector. Hay escritores que, por los valores implícitos en su narración o sus ensayos, abarcan muchos lectores o logran muchos lectores. Otros son minoritarios, lo que no quiere decir que los que tienen una audiencia mayor sean mejores. Pero, en el caso mío, ya que me aludiste en ese sentido, yo, como todo joven, pensé en qué iba a ser de mi vida, sobre todo después de la derrota política de los años 60. Después de que estuve en una prisión largo tiempo, en el exilio, regreso y empiezo esta manera de no perder en los dos tableros, como acostumbro a decir. No se concretó la cosa del país que queremos, pero no vas a perder todo tú también en lo personal. Y empecé a escribir con mucho interés, mucho esfuerzo. Tuve la suerte de tener una buena recepción al comienzo con El mago de la cara de vidrio, que fue publicada en la colección El Dorado y comentada desde el principio. A partir de la segunda edición, que en verdad tardó un poco, la adoptaron los profesores y empezó a ser como una tarjeta de identidad mía como escritor, lo que no quiere decir que yo lo considere mi mejor libro, pero indudablemente le debo eso.
—Hay mucha gente que lo lee.
—¡Claro, claro! Yo no dudo eso. Lo que pasa es que la insatisfacción humana es una vaina muy seria, y cada quien se mide no por el rasero que te ven los otros sino con el tuyo mismo. El round del olvido, por ejemplo, creo que me ha dado muchas satisfacciones. Sé que es cierto lo que dices, que hay trabajos de profesores muy calificados e incluso de escritores que han trabajado ese libro. Pero yo digo: el libro no ha dado el salto al exterior. Uno se pregunta por qué. Porque uno ve autores de una obra no precisamente gloriosa traducidos a 14 idiomas. ¿Cuándo me tocará a mí un poquito? Aunque es una cosa poco espléndida de uno decir que no es el que soñó, es una forma de autenticidad. Uno sabe por qué lo dice. Quizás la vida es como un acomodo.
—Maestro…
—Fíjate yo ahora acepto que me digan maestro. Hace un tiempo no. No es que me guste. Bueno ya es tan generalizado, lo escriben, lo dicen. Antes me decían Eduardo. Uno de los primeros que me empezó a decir maestro fue José Balza. Pero después se ha hecho como una constante. También los años, todas esas cosas influyen. La vez que más me ha molestado que me digan maestro yo estaba muy joven, acababa de regresar del exilio. Estaba por La California Norte en una biblioteca y un muchacho como de 16 años me dijo: “¿Maestro, me regala un cigarrillo?”. Me provocó darle un pescozón.
—¿Qué edad tenía en ese momento?
—Yo regresé a los 29, ahí mismo cumplí los 30. A los 31 salió El mago. Ahora, yo me creía viejo. No me gustaba ponerme blue jean porque era como disfrazarme de una generación. Yo había sido carne de cañón de cárcel muy joven y siempre estuve en cosas trascendentes. La parte divertida de la vida de esos años, que son los mosaicos de la Billo’s, el bonche, eso yo lo pasé por alto. Después me empiezo a recuperar un poco y me doy cuenta de que no había vivido cosas fundamentales en aras de eso. La política es castradora en muchos aspectos. En otros no, en otros puede enriquecer. Pero es castradora, sobre todo cuando implica riesgos.
—Hablando de derrotas, el año pasado hubo varias. Ahora hay una tensa tranquilidad.
—Bueno es una situación que es más, desde mi punto de vista, común de lo que aparenta. Porque los pueblos tienen sus ciclos. Después de épocas de vértigo, de protestas, de alzamientos, vienen épocas de receso, cansancio, fatiga.
Ahora, a nosotros nos está pasando una cosa que yo llamo, con mucho respeto por el boxeador, el “síndrome de Betulio”, un campeón mundial nuestro. Hay una pelea famosa de Betulio, creo que por el campeonato. En esa época se transmitía más por radio que por televisión. El locutor, que era muy conocido, decía emocionado: “¡Pega Betulio, pega Betulio, pega Betulio!”, y de repente “¡Se cayó!”… se cayó Betulio.
Creo que nosotros tenemos el “síndrome de Betulio” por lo que nos pasó: que empezó con eso de que el gobierno se tambalea, que se va, que los militares civilistas; y cuando lo teníamos flojo de piernas pensamos que en cualquier momento iba a entregar el poder. Eso estaba metido en las vísceras de la gente. El Movimiento 16 de Julio: salimos todos a firmar diciendo “Este hombre tiene que irse para el carajo ahorita”. Pero no se fue. Después era impedir que se estableciera la fulana constituyente. Todo el mundo decía “Vamos a darle porque esto no puede ser”. Y entonces “Pega Betulio”… y se cayó Betulio.
Después algunas personas decían “Me engañaron”. Empezaron a decir que los opositores estaban en contubernio con el régimen. Porque alguien tiene que pagar y lo están pagando los líderes de la oposición, que para mí, en su mayoría, son líderes honestos, guapeadores. Ser diputado en esta época no es mantequilla. No es fácil reunirte en un lugar donde te pueden tirar un botellazo, donde no tienes protección oficial, donde te escupen, te encierran. Eso, para mí, es meritorio. Hay que meterse en el pellejo de esa gente para darse cuenta.
—¿Es optimista o pesimista sobre el país?
—Como dicen: un pesimista es un optimista bien informado. Claro, en lo que no caigo es en entusiasmos infantiles, porque ya yo viví la etapa del infantilismo de izquierda. Hay que ser consecuente con lo que uno piensa.
—¿Y la guerrilla? ¿Fue un error?
—Fue un error gravísimo de la izquierda. Un error que uno no se lo debe atribuir a uno o dos dirigentes en particular. Era una atmósfera que existía. Una situación que estaba dada por el entusiasmo que provocó la caída de Pérez Jiménez, y después por el triunfo de los cubanos y la radicalización de Fidel hacia el socialismo y el marxismo. Todo eso influyó. Empezamos a enfrentar un gobierno democrático recién electo como el de Betancourt, con las diferencias que podíamos tener, pero que indudablemente había sido electo recientemente. Fue un error grave, políticamente erróneo.
—Y en qué momento, luego de la derrota, Eduardo Liendo dice que se va a dedicar a la escritura.
—Me jugué esa carta. Yo lo que tenía era una vocación temprana que había sido interferida por la pasión política.
Hay un episodio en el que yo me encuentro, por decisión de ellos, con Eloy Torres, que era un dirigente político muy importante y querido por nosotros, y con Jesús Faría, que era el jefe del Partido Comunista y a quien conocí en Moscú. Me citaron a una reunión y me dijeron que querían que me fuera a Guayana a fundar partidos. Ya yo sabía que no era un activista político en ese sentido. Yo les dije: yo lo que quiero es escribir, no dije quiero ser escritor porque me parecía una fórmula pedante. Ellos respetaron eso, sobre todo el viejo Eloy (que no era ningún viejo), pues sabía quién era yo, por eso me había llamado. Sabía que yo era un buen lector, que escribía, conversaba y que había estudiado en la Unión Soviética.
Decidí que en mi vida, de ahí en adelante, todas las decisiones fundamentales las iba a tomar yo y no el partido. Eso es una decisión muy importante, fundamental en mi vida.
Con el apoyo de mi familia me puse a escribir. No era un apoyo a la escritura, porque nadie sabía, sino conmigo en el sentido del lugar donde yo podía bañarme y comer. Sobre todo mi hermana Zaida. Por eso El mago está dedicado a ella, que lo pasó a máquina.
Hay una frase que tiene Faulkner en unos de sus libros, creo que en Mientras agonizo, que dice: “Con este libro me salvo o me hundo”. Cuando yo escribí El mago tenía eso como consigna. Aunque es un libro que tiene mucho humor, yo sabía que la carta que me estaba jugando era que tuviera receptividad.
*Esta entrevista fue publicada originalmente en enero de 2018 en la revista digital 4Dromedarios
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