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Dulce y amarga, Caracas, verde y dolorosa

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Por HELENA ARELLANO MAYZ

«Billo sabía componer canciones que se graban en esa pasta que

es de la misma arcilla que sopló Dios.

Siempre guardo en mi alma ese fragmento que tanto incita mi solidaridad:

‘Y es que yo quiero tanto a mi Caracas’»

Federico Vegas

«Hay días en que me echaría al mar y nadaría hasta La Guaira o Puerto Cabello», me dijo mirando el mar. Sus ojos retenían el derramar, aún, más agua.

Al final del día, pregunté por «el venezolano». Había sabido el año anterior que un paisano trabajaba en ese «bar de playa». Después de un baño frío, en aguas mediterráneas, y de sentarme en la arena oscura para aterrarme calentada por el sol del ocaso, recogí mis cosas y antes de partir, pregunté, en inglés, por él. Me he dado cuenta de que mi pretensión de aprender el «idioma de los dioses» es un «cuento chino en griego».

José es oriundo de San Cristóbal, de padre colombiano radicado en Venezuela desde hace más de 60 años. De joven dejó a su padre agricultor y se marchó a la capital a hacerse Policía. Tiene hoy 41 años. Al escucharlo, supe que creyó en la «Robolución», hasta que fue perseguido por ellos mismos. Siendo policía comenzó estudios de derecho. Se dio cuenta no podía cobrar a quienes tampoco les alcanzaba el dinero. Por haber osado decomisarle unas motos a alguno con alto cargo del régimen, tuvo que dejar la Policía. Se hizo escolta. Me comentó lo mucho que le hacía falta su moto, su pistola, el caos de Caracas. Todo esto, me contó, frente a un mar sin olas, en una ensenada de piedras, en un lugar apacible de una isla remota donde sopla el viento. Fuerte.

«Mi amor, tú sabes cómo es aquello, la calle, las motos, los malandros, el desorden me hace falta», me decía. Sentí el bien que le sentaba la conversa en su lengua… no paraba de contarme. Cuando le pregunté por su trabajo en el bar y si había aprendido el idioma, me contestó: «No tengo vergüenza en decir que aquí lavo platos. No hablo ni griego ni inglés. Mi reina, los loros viejos…». Tiene dos hijos y hace dos años vive en Grecia. Su hijo menor fue uno de esos ‘jóvenes manifestantes’ reclamando libertad y futuro. Un día lo detuvieron. «Todavía tengo amigos en la Policía, me dijeron que era a mí al que buscaban. A mi hijo lo soltaron porque andaba con un pana que se les cuadró y les dijo: o nos llevan a los dos o a ninguno». En ese instante José decidió sacar a sus hijos del país.

La esposa fue quien primero llegó a Grecia. Siendo adolescente había trabajado para una familia griega. Aprendió el idioma. Años más tardela contactaron para ver si quería volver a Atenas a cuidar a un señor mayor. Así salió de Venezuela. Ella primero que el marido y los hijos. Cuidó al anciano hasta que murió. Y consiguió recomendaciones para cuidar a dos niñas recién nacidas. Las hijas del dueño del bar en la playa de Kalivia. Gracias a ella emplearon al marido. «Tu mujer cosechó lo que sembró a sus catorce años», le dije. Él sonrió con una mezcla de alegría y melancolía en su mirada. «Aquí mis hijos ya han aprendido dos idiomas, y los reales alcanzan para vivir», me dijo, «aunque hay días… en que me echaría a la mar…. y llegaría nadando hasta la costa venezolana. Y, si este régimen llegara a caer, creo que nadaría de espalda… hasta alcanzar Puerto Cabello». Al nadar de espalda lo guiarán las nubes en el cielo; y por las noches, las estrellas, pensé. Cuando concluimos la conversa, José insistió en caminar junto a mí por la costa desolada hasta el carro. «Aquí no te va a pasar nada, mi amor, pero quiero acompañarte», pronunció galante, como venezolano, y amable, como buen policía.

Como esta historia, habrá tantas, serán tantísimas las vicisitudes y dificultades de venezolanos desperdigados por el mundo. Afectados por la nostalgia o por el temor de volver al país que dejaron. Porque ese ir o volver, ir y volver, tiene lugar en la raíz del afecto. En aquello que nos afecta, que se ama o se aborrece, se teme o se añora, atrae o aterra. Para comenzar a entender busco la sustancia de la raíz, la etimología de la palabra: AFECTO, tomado del latín affectus, participio de ‘poner en cierto estado’, derivado de facere ‘hacer’. Afectar, del latín affectare, frecuentativo de afficere; afectación, afectivo, afectuoso, afección, afición, aficionar, aficionado…

«El repliegue del sentir es la afectabilidad máxima del humano, escribe Josep Maria Esquirol. La piel fina y el corazón grande son los dos símbolos fraguados para indicar este sentir de manera tan profunda.  Creo que incluso se puede usar ambos al mismo tiempo para dar a una tercera imagen: de la piel al corazón, evocando la amplitud, la profundidad de lo humano. La piel abierta y el corazón herido. Ahora bien, de la piel al corazón, es la luz de lo humano. Porque no en vano, luz es equivalente a apertura […] en este sentido cuidar de nosotros mismos es darnos luz, es decir no dejar que la herida cierre —respiramos por ella—, ni que la profundidad se pierda —es el misterio que somos—.  […] Porque, justo por la honda sencillez de lo concreto, quien mira lo más visible, ve lo invisible. Y quien cree en lo más creíble, cree en lo increíble. […] Y, puesto que al corazón le place repetir, para tal construcción de puentes interminables, se cuenta, además, con la curvas curadoras del día a día: los brazos curvados en el abrazo, la franqueza curvada en el tacto; el juego curvado en el corro; la amistad curvada en la sonrisa; y el recuerdo curvado en el envolvente, viejo y conocido olor del despertar en casa» (i).

Con la curva —en leve arco y robusta musculatura— de su montaña, Caracas acoge, abraza, envuelve y remueve a aquellos que nacimos, viven, o han vivido en su valle verde. Aquellos que hoy disfrutan de sus vientos, de su brisa, del espectáculo de las nubes danzando sobre El Ávila, del concierto de sus ranitas, y de sus pájaros al vuelo, sea en un glorioso amanecer o un ocaso de brasa cálida; pero al igual, la padecen, en la anarquía y los huecos de sus calles, la basura sin recoger, en el agua que no llega y la electricidad que se va; también palpita en los que añoran la majestuosidad de su topografía, el verdor de sus visuales, los que se van y vuelven en busca de la geografía de su alma; o habita como una espina en los que no pueden o temen regresar, o en aquellos que decidieron no mirar atrás cuando un quiebre, un hecho u otro los arrancó: de tajo. Porque ella —cuenco de recuerdos y memorias dulces, de desidia y abandono amargo— es símbolo de un sentimiento que constituye la honda raíz que nos sostiene o nos afecta. Nos atrae y nos repele. Rizoma que no se arranca tan fácilmente. Solo ayuda, a veces, el echar raíz, afectiva, en otra tierra.

La mayoría se marchó buscando una «vida mejor» para sus hijos y para ellos mismos; muchos se vieron forzados, perseguidos sin justicia; unos escriben que no migraron, que solo se fueron quedando; otros nos fuimos sin habernos ido. Así me dijo un inglés, cenando a mi lado en la isla griega, al yo relatarle que trabajabacon una fundación de mi país en hacer un libro para enseñar a niños a reconocer los árboles más emblemáticos del trópico. So, you have never left, apuntó con tino certero al meollo de ese «ir y venir».

Me muevo mucho, pero también te lo he escrito antes: «Distraigo el alma» de su anhelo de unos brazos que la planten, con dulce firmeza. Como Jacinto junto a María, sus hojas entrelazadas. Él, mijao, es algo más alto; ella, mata de mango, se acurruca ligeramente bajo sus ramas. Siguen «de pie» como tantos en el país. Árboles enraizados a la tierra que ha visto a sus semillas volar. Así pensé, al encontrarme a una excompañera de colegio. Ella me saludó simpática al bajarme del avión. No paró de echarme cuentos sobre la visita a sus hijos y nietos. Todo ello me distrajo del tránsito por Maiquetía y de observar la imagen de un Simón Bolívar desfigurado, mientras salía la maleta. «Regresamos, porque mi marido no quiere dejar la casa», concluyó. El chavismo ha sido una bomba que desmembró a familias, y sigue, resquebrajando a tantos.

Yo estoy entre los privilegiados que «voy y vengo». Somos privilegiados porque deviene cada vez más costoso, más engorroso, más tedioso, «entrar y salir», más complejo tener al día los permisos, los papeles —ya sea los de alguna tierra extranjera o el difícil pasaporte venezolano. Cuando decido regresar, dejar un país civil, y encaminarme hacia un valle estrecho, oprimido en sus libertades, opresivo en sus contrastes, suelo volar con los sentimientos encontrados. Retorno a buscar en la brisa, en el verde de las hojas de los chaguaramos, en la serena fortaleza de la montaña… al calor de mis afectos, a mis muertos, al recuerdo de un fantasma que predijo «un mundo mejor». ¿Será que no era buen profeta? o ¿nadie es profeta en su tierra?, sólo falta volver a ella, como Odiseo. Sé que a pesar del oscurantismo de ese país devastado, a mí, me hace bien: su luz tropical. En mi gueto, tampoco padezco sus peores y más cruentos males. O, según dicen, el cuerpo retiene la memoria, pero la consciencia del enfermo olvida o aumenta su umbral del dolor.Viví junto a toda la ciudad ese primer «Gran Apagón» de Caracas, en marzo 2019 (el resto del país tiene años apagándose); sin embargo, regreso, e insisto, a pesar de los pesares. Volver significa un llenarme de verde vital, y de la calidez humana de aquellos que me rodean, los que poco tienen y mucho dan. En ese «ir y venir» resuena un «dar y recibir».

Retorno a mi iglesia, en la calle del Buen Pastor, Exlibris, o me propongo trabajar en el TAGA. En enero 2020, durante un vernissage, me topé con un escritor venezolano. Asistíamos ambos a la inauguración de Onde du Midi, poesía en movimiento, en el museo del Louvre. La obra de Elías Crespín le ponía el reflector al «ser venezolano» en uno de los museos más prestigiosos del mundo. «¿A qué vas a Caracas?, preguntó con tono de extrañeza, ¿el TAGA todavía existe?, me parece bien que le des algo de vida yendo a trabajar allá», añadió.

A eso de las 11 de la mañana conducía por la avenida principal de Colinas de Bello Monte, bordeando el Guaire. Me dirigía hacia Los Rosales por Los Chaguaramos y la vía de la UCV, en vez de tomar autopista y salir por el Terminal de La Bandera. Las visuales no mostraban nada muy estético. En eso, al pasar, veo a un hombre de cabellos blancos, sentado en un banco. Lucía como cualquier europeo en una ciudad cualquiera del viejo continente. Estaba allí, solo, sentado en su banco. El único banco. Uno solo. A un costado de una avenida con bastante circulación. Lo observé y me fijé que el banco en vez de mirar hacia el río, miraba hacia las maltrechas fachadas comerciales de la zona. El hombre se veía quieto y tranquilo como si estuviera «tomando el sol de la mañana». Pensé que debería haber más bancos, mirando el río. Sin embargo, al detenerme en los desechos, el color del agua, los grafitis en el embaulado, las matas tristes bajo la autopista… supe que mejor era no ver tanta podredumbre.  Se trataba de un hombre solitario, fuera del contexto sucio y deteriorado de la ciudad. Sentí la imagen desoladora. No tanto por la soledad del hombre sino por la soledad de un solo banco, dándole la espalda a un río, por sucio y abandonado. Es triste darle la espalda al agua.

Tras un año sin volver al TAGA constaté el cambio luminoso. La vieja casona donde funciona el Tallerestá bajo transformación. Desde la gerencia hasta la casa física, el muro de la entrada hoy abierto hacia la calle, los talleres de litografía han sido rescatados, el de serigrafía convertido un espacio recién pintado de blanco donde funciona el archivo de conservación de la colección. Varios jóvenes motivados, y competentes, se han dado a la tarea de inventariar todo el catálogo de más de 4.000 obras de diversos artistas. En un país con una economía devastada impresiona este trabajo cultural. Apostando al futuro, y para ello, rescatando el pasado y la memoria. Existe un compromiso en echarpa’ lante, con responsabilidad y profesionalidad. Yo aporto poquísimo al lado de los jóvenes que allí laboran y los directivos que se esfuerzan por la institución. Sentir ese ánimo de transformación insufla optimismo por el país, por la capacidad de su gente en resistir a tanta barbarie.

A la ciudad también la han maquillado con palmas datileras, un indio de latón y muros pintados con jeroglíficos indígenas. Con el truco de la decoración o un intento de masillar fisuras en las paredes no se ataca el fondo del problema estructural de una casa.  Tras la pandemia, golpeadas sus economías, en muchas ciudades del mundo han cerrado comercios y aumentan los carteles de locales vacíos para alquilar; sin embargo, en Caracas, por el contrario, en dos años han abierto un gran número de nuevos locales de «cafés y afines». Una amiga me hizo el «tour» por Los Palos Grandes. También encontré por primera vez la vitrina de un «bodegón», bodega de nueva generación. Yo crecí con el «abasto». Ese era mi concepto de una bodega: dónde ir a comprar una Susy. Ahora resulta que son espacios para encontrar cereales y todo tipo de délicatesses importadas. Si los Palos Grandes impresiona, Las Mercedes deja atónito a cualquiera por los nuevos edificios de oficina. Vacíos. Aquella tarde optamos por sentarnos a tomar café en una pastelería conocida: La Danubio. Dice en su puerta: desde 1970. El negocio cumplió —con orgullo— más de 50 años. Sin embargo, mucho cambia, en la entrada, por primera vez, escuché a cinco hombres apostados hablando en árabe.

Se siente a una juventud reinventándose en su profesión, en sus quehaceres, buscando nichos para ejercer, para desarrollarse. He encontrado nuevas, y valiosas iniciativas en cultura, para el esparcimiento y el turismo interno; mas, sobre todo, ha crecido una población «mutante» hacia atender las necesidades, ser bisagras, o vincularse a los flujos de dinero de la nueva oligarquía producto de las diversas actividades o ramos derivados del ejercicio del poder. Es patente en tanto nuevo comercio que, para mi pesar, no crea riqueza, es pura intermediación, aunque al mover el circulante, algo permee. Una amiga historiadora me dice: «Esa ha sido —desde siempre— la verdad de Venezuela. Basta observar el número de páginas que tiene la entrada “Comercio” en el Diccionario de Historia de Venezuela». Yo esgrimo que en el país hubo industria grande, mediana y pequeña —que ahora opera en Colombia, Costa Rica o República Dominicana—, hubo creación, hubo arquitectura. Ahora se impuso el comercio —dolarizado— en bodegones. La imagen de «reactivación» de fachada en Caracas es testimonio de una economía esquizofrénica, sin fundamentos estructurales sólidos. Es evidente en una ciudad, sin servicios básicos confiables, sin salud pública, de contrastes cada vez más amplios y dolorosos: entre la opulencia indigna y el aumento indignante de la pobreza. Tras la descomunal «oportunidad perdida» para transformar un país o la desproporcionada «oportunidad aprovechada» por algunos bolsillos para devastar ese mismo país. El vivir de pocos y el sobrevivir de muchos se mueve en la búsqueda de billetes verdes. Para mi asombro circulan más que el paupérrimo bolívar. Los billetes verdes andan muchos desteñidos, lavados, también por el caudal de lágrimas de todo el que no tiene cómo comprar los insumos para operar a un ser querido. Pensando en ello, al caminar por el bosque húmedo del sur de la ciudad, fotografié una hermosa hoja verde que parecía estar a punto de llorar. Para tantos sobrevivir es un resistir con las uñas. Un agarrarse con fiereza al borde del precipicio. Habrá quien diga que en Venezuela «las burbujas» siempre han existido (metafórica y literalmente) —ya Caracas es una, ante el resto de las ciudades del país— la diferencia es que el arco distendido de los polos opuestos ha crecido de forma abismal.

En medio de tanta disparidad, percibo que la esplendorosa luz del valle, esa luz que me llama a retornar, su verdor inconmensurable, son el envoltorio de un regalo todavía degenerándose en pudrición. Un espejismo. Pero, al final de una tarde, justo antes de dejar el valle, levanto la mirada mientras manejo por la autopista hacia el norte, observo los colores, las sombras de las nubes sobre la musculatura de la montaña desplegada, y emocionada suspiro por la visión de tanta belleza que me entristece dejar. Concluyo que la Naturaleza sobrevive a la desidia del más depredador de los animales: el hombre. En Caracas reina su portentosa naturaleza sobre todo lo demás, así como en cada quien priva la suya. Los rasgos más profundos, por más que tratemos de domesticarlos, de esconderlos, la resiliencia o el resentimiento, resultan como la montaña en un día tupido, de nubes compactas y densas, llega un momento en que se devela la mole de tierra. Se le caen todos los velos.

En su ensayo Eros dulce y amargo, Anne Carson propone cómo sería una ciudad sin deseo:

«Una ciudad sin deseo es, en suma, una ciudad sin imaginación. La gente solo piensa en lo que ya sabe. La ficción es simple falsificación. El placer es irrelevante (un concepto que hay que entender en términos históricos). Esta ciudad tiene un alma acinética, una enfermedad que Aristóteles podría explicar de la siguiente manera: cuando cualquier criatura se dispone a intentar conseguir lo que desea, su movimiento comienza con la imaginación, que él llama phantasia. Sin semejante acto ni los animales ni los hombres se animarían a proyectarse desde su condición presente hasta más allá de lo que ya conocen. La phantasía trastorna la mente hasta el movimiento mediante su poder de representación. En otras palabras: la imaginación prepara el deseo al representar el objeto deseado como deseable para la mente del deseador. La phantasia le cuenta una historia a la mente. La historia debe dejar una cosa clara, a saber: la diferencia entre lo que está presente y lo que no lo está, la diferencia entre el deseador y lo deseado. […] Con el testimonio de amantes como Sócrates y Safo, podemos percibir lo que sería vivir en una ciudad sin deseo. Tanto el filósofo como la poeta se encuentran a sí mismos al describir a Eros con imágenes de alas y metáforas al vuelo, porque el deseo es un movimiento que lleva a los corazones anhelantes de acá para allá, proyecta la mente dentro de una historia. En la ciudad sin deseo, vuelos así son inimaginables. Las alas se conservan plegadas; lo conocido y lo desconocido aprenden a alinearse uno tras otro, de forma que, siempre y cuando estemos situados en el ángulo correcto, parecen ser uno y lo mismo» (ii).

Una mañana tropical me despertaron los pájaros de timbre más agudo, los que trinan al alba. Las guacamayas entonan su canto algo más tarde. Es un placer despertar a esos sonidos, como si uno viviera en el campo, cuando se está en medio de una ciudad. Los pájaros que habitan Caracas quizás no vean su maltrato. Ellos, desde alguna rama, observan con una perspectiva «de más altura», como quien percibe la realidad que le circunda desde una visión que le permite no sentirse «engullida» por ella, cual un monje que «levita». Yo ni me asomo de lejos a «levitar». Apenas, surge la imagen al escribir como una «posibilidad» de ex-istir. Fuera y dentro de la realidad de un valle maltratado y hermoso. Darle espacio al «cinetismo» del alma.

La historia —una fantasía dramática—verde y dolorosa de un lugar que nos afecta, debe intentar aclarar: la diferencia entre lo que está presente y lo que no lo está: la raíz de nuestras memorias y la visión de lo posible. Ahora bien, si una ciudad sin deseo es una ciudad sin imaginación, sería como si sonara ‘y es que yo quiero tanto a mi Caracas’ y el entumecimiento nos privara del movimiento, del torbellino del amor, dulce y amargo, sin atrevernos a bailar. Imaginarnos danzar ligeros como las nubes de los cielos caraqueños.


Referencias

i Jose Maria Esquirol, Humano, más humano. Una antropología de la herida infinita, Acantilado, 2021

ii Anne Carson, Eros dulce y amargo, Lumen, 2020.

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