Por JUAN CARLOS SANTAELLA

Creo que nadie duda, en su sano juicio, que ejercer el oficio de escritor en un país como Venezuela constituye un acto definitivamente suicida. Siempre lo ha sido de algún modo u otro, pero en las actuales circunstancias representa  una empresa cuya inutilidad absoluta salta a la vista. En algún momento de nuestras atribuladas vidas, llegamos a creer que, en efecto, escribir y publicar era una cuestión fundamental, inspiradora y, al mismo tiempo, retributiva. Se escribía, entonces, desde una perspectiva individual y social cargada de amables promesas redentoras. Los más entusiastas y pedantes, incluso, lo hicieron meditando obsesivamente en la fama; una fama que, apartando sus malos entendidos, atraía, sin embargo, fortuna y adoración. Fueron quizá tiempos oportunos para establecer las siempre reputaciones demandadas y consagradas.

Nunca tuvo el ego adiposo de los escritores nacionales mayor ampulosidad  y riguroso sentido del deber sintáctico. Se escribía y, en consecuencia, los libros salían a una cosa bastante extraña llamada mercado editorial. Esta última denominación me causa los mismos escalofríos de eso  que, con mucho esfuerzo, solemos llamar «calidad de vida», es decir, jamás alcanzamos a descubrir −en nuestro patético caso− qué diablos significa una y otra cosa. De cualquier manera, a lo más que nos hemos aproximado es a la estricta y metódica  mala vida, experimentada en toda su radiante diversidad. No se me crea, desde luego, un resentido de las letras patrias ni mucho menos. En todo caso he sido un modesto escribiente que alguna vez tuvo ínfulas de llegar a ser un escritor muy prolífico y citado, de esos que aún  −no se sabe cómo− pueden publicar mensualmente un libro de historia. Supe, hace ya algunos años, que semejante empresa era inútil y a despecho de quienes albergaban alguna ligera fe en mis escritos, abandoné el barco ebrio y me dediqué a la santa y no menos dura labor de conseguir el pan de todos los días. Un pan que, paradojas del destino, también comenzó a escasear cuando la épica revolucionaria destruyó todas las fuentes de vida republicana y entonces sí, de verdad, nos jodimos bien jodidos.

Primavera verde dolarizada

Lo más arrecho es admitir que si bien tienes habilidades para manejar un oficio como la escritura, no obstante eres considerado un tipo económicamente inviable, es decir, «inempleable», que es como decir casi lo mismo. La inempleabilidad, mala y fea palabra, es el argumento que desde un punto de vista político y profesional utilizan los probables empleadores para designar tu lugar en los márgenes de la vida. Algo así como un vehículo eternamente accidentado en el hombrillo de la carretera, un ente muy particular al que cuesta, por supuesto, asignarle tareas pragmáticas y emprendedoras. Los que tuvimos la infeliz idea de estudiar una carrera humanística, nos enfrentamos hoy, ya bastante viejos y desgastados, a la iracundia  o a la insidia felicitaria de quienes consideran, a partir de sus indiscutibles éxitos, que la vida es irreductiblemente bella. Los escritores venezolanos de estos tiempos infames estamos en el lado oscuro de la historia; somos, qué duda cabe, un argumento de segunda mano, una carga pesada para quienes nos miran con tristeza y hasta con amable compasión. El problema, me dice un amigo exitoso en los nuevos negocios bolivarianos donde la dolarización fluye dichosa, es que ustedes, los intelectuales, no tienen espíritu emprendedor. Seguimos muy jodidos, desde luego.

Tomando en cuenta este calamitoso escenario no he dejado de considerar algunas interrogantes al respecto. Si escribir en la Venezuela neo revolucionaria, madurista y guaidoniana, podría resultar, por ejemplo, un experimento posible visto a la luz de una actitud emprendedora, guiada por los sabios consejos de algún gurú experto en autoestima y demás tecnólogos de la metafísica, el yoga, el budismo y la alegría fingida. Como en Venezuela abunda la paz y ahora la verde prosperidad, tal vez lo mejor sea encarar la vida con una actitud «positiva», sin rumias ni discordias. Algo así como tratar de maquillar el cadáver de la revolución, como de esta forma  tituló Julio Miranda un libro suyo memorable. Al fin y al cabo seguiremos siendo zombis y cadáveres insepultos, a pesar del nuevo ideal que define al hombre bolivariano. Solo es cuestión de salir a la intemperie cadeniana, derrota el frente, morral tricolor en la espalda, el desaliño como marca bien «posicionada» y saludar a las masas carroñeras y a los pesimistas que integran las cohortes ruinosas que deambulan por las calles.

¿Literato yo?

En mi familia alguna vez alguien me definió peyorativamente como «literato». Esta es otra palabra horrible y bastante ofensiva. Que le digan a uno así implica ser definido, de soslayo, con otros solitarios adjetivos. Mojigato, pazguato, pedófilo o sádico, pues el vocablo se conecta con el terror. Un literato es un ser sin oficio, alguien que intenta vivir de la literatura, un poeta melancólico y sin dinero, un novelista amargado, un lector aburrido y deprimido. Resulta que el país terminó llenándose, muy a su pesar, de notables literatos, disidentes unos, y burócratas del régimen los más. El literato no es un emprendedor. El literato procura vivir muy mal gracias a una miserable pensión, a los «bonos» que el gobierno rifa todos los meses y, en última instancia, de la caridad del prójimo. La estética y la ética de los literatos surgen del convencimiento de que ellos forman parte de un íntimo  apocalipsis franciscano y, por supuesto, merecen ser tratados como tales. Un literato difícilmente acepta la asesoría de un coach, no sabe «gestionar» sus fracasos y sus posibilidades mercadotécnicas, huye a toda velocidad con el objeto de eludir horarios fijos y madrugadas sepultadas en el metro. La Venezuela 2020 es como el  software de un iPhone: políticamente impenetrable. Por ello, nuestros literatos prefieren los márgenes y los caminos abandonados, pues  protegen de la contaminación radiactiva. Solo el libro salva. Y si hay que sufrir, se sufre. Creo que asistimos, indefensos, al descenso de los literatos y al resurgimiento de los intelectuales disfuncionales.


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