Por MARINA VALCÁRCEL
«¿A qué crees que se reduce la literatura? A escribir con las tripas, no con la cabeza». La gran literatura se escribe desde el límite. Es lo que el padre de V.S Naipaul aconsejaba a su hijo, recién ingresado en Oxford, para convertirse en lo que es hoy, uno de los grandes escritores vivos, premio Nobel de literatura 2001.
Doris Salcedo (Bogotá, Colombia-1958) esculpe desde las entrañas. Es una narradora del dolor. Dolor de las personas que quedan partidas por la ausencia del ser querido, los márgenes de la herida que deja el que ya no está.
Esta escultora, o «hacedora de objetos» como le gusta llamarse, convive con el ilimitado muestrario del terror que existe en Colombia, con el drama político y las imágenes ante las cuales la historia oficial guarda silencio. Es la convivencia casi natural con las fotografías de los cuerpos mutilados por una motosierra, los secuestros y las desapariciones forzosas. En Colombia hay demasiadas tumbas abiertas.
Salcedo viaja hasta las zonas de conflicto, se instala allí durante semanas o meses, a veces años, junto a las familias que sufren la pérdida de un ser querido, de cualquier ser querido, una niña que busca a su madre, una madre que busca a su hija. Sin grabadoras, escucha su testimonio, deja que estos taladren sus emociones, registra la frecuencia del miedo, convive con su vacío, dibuja lentamente la pesadilla en su cabeza, asiste a la búsqueda de los cuerpos, conoce la textura del pánico, la mirada perdida de una madre ante una fosa común en la quizás esté su hijo. Sin embargo, Salcedo elude la violencia literal, no le interesa la revisión de la tragedia, ni de los hechos concretos. Le gusta ser un testigo secundario. Almacena y registra esas experiencias sin digerirlas y se instala un tiempo dentro de ellas, vinculada a la poesía y a la filosofía, hasta que surge del hemisferio más artístico de su cerebro la imagen que describe el dolor de los que se quedan. Su discurso inicial, que hablaba de la tensión entre la vida y la muerte, ha girado ahora hacia el mundo espectral en el que queda circunscrita la vida de los que presencian la tragedia y los que se quedan separados para siempre de sus seres queridos, ese mundo aparte por el que vagan los familiares de los desaparecidos. Por eso su escultura se vuelve algo metafórica, casi abstracta, porque parte de un discurso poético que pretende abrir un boquete en el centro de nuestros sentimientos. Forzando al espectador hacia la intuición, la duda, le fuerza también a buscar la respuesta a su obra.
«Yo no creo que la reproducción de una imagen impida la violencia. Yo creo que el arte no tiene esa capacidad. El arte no salva. Y yo no creo que exista redención estética, por desgracia. (…) Yo creo que en arte no se puede hablar de impacto.Y mucho menos de impacto social; para nada de impacto político; y un reducido, muy débil impacto en lo estético. (…). Lo que el arte puede es crear esa relación afectiva que transmita la experiencia de la víctima. Es como si la vida destrozada de la víctima, que se truncó en el momento del asesinato, en alguna medida pudiera continuar en la experiencia del espectador.»
(Razón Pública, Arte, memoria y violencia, marzo 2013).
«EL ARTE NO SALVA».
Doris Salcedo ha convivido con mujeres que ponen a diario la mesa y el plato a un marido que nunca volverá, observa ese fetichismo en el que las familias siguen esperando que la desaparición forzosa les devuelva a sus seres no enterrados. Por eso atesora recuerdos de las víctimas, voces y lágrimas. Recurre a objetos de uso cotidiano como zapatos o mesas, armarios o las sillas que se han quedado vacías y a través de estos símbolos crea la imagen de la ausencia. Como en La casa viuda (1992-1994) desvirtúa el significado habitual de los muebles. Nos obliga a entrar en un plano distinto, el del duelo, el de un tiempo de espera en un lugar frío, donde las mesas ya no son el centro de una cocina familiar sino que están atravesadas por armarios que han devorado el cemento, en una manta está hecha de pétalos de rosa, una plaza vestida de velas al anochecer, una fachada que llora las sillas que habitaron sus dueños. Donde las sepulturas están en lo alto de otras mesas y dan vida a la vida, donde una grieta de 167 metros que habla de fracturas atraviesa el suelo de una sala en el centro del mundo del arte y del primer mundo, del capitalismo. Usa los marcos de las puertas por las que tal vez fueron forzados algunos hombres a salir de sus hogares antes de ser asesinados de madrugada.
La barbarie de los años 1980 es una de las más duras de la historia reciente de Colombia, con cientos de crímenes anónimos. En 1990 Salcedo presenta la obra Señales de Duelo. Son unos montículos de camisas blancas perfectamente planchadas, cada una de ellas rellena de yeso y cada una de las pilas de camisas atravesada por una vara de metal. A su lado, seis catres blancos, dos de ellos de pie, apoyados contra la pared y recubiertos de tripas secas de animal. Son el recuerdo a los obreros de las fincas bananeras Honduras y La Negra asesinados por los paramilitares, sacados de sus camas mientras dormían: a unos les pegaron un tiro delante de sus familias y a otros les sacaron de las casas para matarlos en el exterior. Sus mujeres, testigos de la masacre, lavan a conciencia sus camisas blancas de algodón, y las apilan y las guardan en señal de duelo en la espera de que sus maridos vuelvan para rellenarlas con sus cuerpos. El yeso representa la sepultura, el ritual de la limpieza de una camisa como otro espacio sin cuerpo. En esta obra empieza a tomar importancia el testigo secundario, el que permanece, la mujer que ha visto cómo asesinaban a su marido y se queda atrás, el testigo que sobrevive.
«La violencia crea imágenes, permanentemente está creando imágenes, nosotros tenemos las imágenes terribles que nos dejan los paramilitares. Hay imágenes que la violencia le entrega a la sociedad. Pienso que una función del arte es oponer unas imágenes a esas imágenes. Y en esa medida crear como un balance con la barbarie que ocurre en este país.»
«Para ponerte una idea, ocurrió el bombardeo de Guernica y muchos otros: sin embargo el que recordamos es el de Guernica, porque existe una imagen que humaniza ese acto totalmente inhumano que fue el bombardeo.
Hay una imagen que logra, que no es que narre exactamente lo que ocurrió ni es que consuele a la víctima, ni es que le ayude o le facilite el duelo; no, pero si nos dignifica a todos como seres humanos. Es un memorial».
Doris Salcedo es una mujer que posee un físico poderoso, lleno de contrastes. Su piel blanca enmarca unos ojos oscuros absorbidos por el esfuerzo que transmiten muchas horas de trabajo, la carga pesada de un drama, el testimonio más trágico. Su pelo entrecano engulle un óvalo de cara que, a veces, más bien pocas, queda iluminado por una sonrisa ampliamente sostenida. Pero toda su carga física parece estar delineada para acompasar su voz. Voz magnética, envolvente, muy musical, con un precioso acento colombiano y un tempo suave. Cierra a menudo los ojos y se instala en un silencio que captura a quien la escucha, hasta que encuentra la frase exacta, la palabra o el giro más poético. Es precisa en ese discurso hasta intentar transmitir desde las zonas complejas de su alma. A veces, en ese cerrar de ojos, presentimos el dolor de su alma y el murmullo de testimonios atroces.
Cuando se presenta a sí misma le gusta decir que tiene el pasaporte equivocado: es mujer, nació en el tercer mundo, su español es colombiano, sabe lo que es sentirse excluida, marginada, ha sufrido de cerca —aunque no en ella— el racismo. Cree, además, que el resto del mundo solo relaciona el país en el que nació con una tierra brutal que produce poco más que violencia y narcotráfico. Los lectores saben que Colombia es un buen país, un admirable país. Atravesado, eso sí, por la barra de acero de la escultura de Doris Salcedo. Un número creciente de colombianos y europeos, sobre todo españoles, desea que la negociación abierta entre las instituciones colombianas y las FARC alcancen su meta pacificadora. Por eso Doris Salcedo también es capaz de transformar esas raíces «erróneas» y convertirlas en algo positivo. Dice que ser colombiana le suma un enorme bagaje de experiencia y, curiosamente, la hace libre.
En Colombia no existen grandes museos, ni colecciones de arte, el conocimiento de la historia del arte llega a través de los libros: es, por lo tanto, más teórico, más difuso. Ella trabaja solo en Colombia, sus 25 años de taller solo son planteables desde su país. Pero exprime cada viaje, cada contacto con la belleza y los museos del mundo. Desde Roma explicó una vez: “El domingo, después de un día entero en el MAXXI, trabajando para instalar mi exposición, yo me sentía cansada y preocupada. Pensé que necesitaba ver a Caravaggio antes de terminar el día. Así que me fui a pie hasta la Iglesia de Santa María del Popolo, donde hay dos obras maestras de Caravaggio: La Conversión de San Pablo y La Crucifixión de San Pedro. Sonaba el Réquiem de Mozart. ¿Qué podría ser más perfecto? Actualmente, trabajo en una nueva obra que presentaré en la galería White Cube, en Londres, en mayo próximo. Sin El éxtasis de Santa Teresa de Bernini no habría sido posible hacerlo.»
Es 2015 y es el año de Doris Salcedo: el 21 de febrero el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago inaugurará la retrospectiva de la artista. A partir del 26 de junio la exposición pasará al Guggenheim de Nueva York y el 6 de mayo de 2016 estará en el Museo Pérez de Miami. Pocos artistas latinoamericanos han tenido tal reconocimiento. Salcedo, además, ha sido la octava artista en intervenir la sala de las turbinas de la Tate Modern y, después de Juan Muñoz, la segunda artista de habla hispana seleccionada. En 2010 recibió el premio Velázquez de las Artes Plásticas. En la última década su obra ha sido expuesta en el Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, en el Centro Pompidou de París, en el Art Institute de Chicago, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en Madrid, en la XXIV Bienal de Sao Paulo, Documenta 11 y la VIII Bienal Internacional de Estambul.
Según Carlos Basualdo, uno de los siete curadores de Documenta 11, el trabajo de Salcedo es clave en tanto que representa una serie de intervenciones útiles para la historia de la escultura contemporánea. «Su labor sobre determinados hechos es actual, universal, a pesar de tener una relación clara sobre la situación de Colombia».
Nueva York despertó su interés por la dimensión política de la escultura
Doris Salcedo se formó inicialmente como pintora y, durante un tiempo corto se interesó por el teatro, antes de dedicarse a la escultura en la década de 1980. En 1984 hizo un master en Bellas Artes, en la universidad de Nueva York. Allí conoció la obra de Joseph Beuys: «Con esa obra descubrí el concepto de escultura social, la posibilidad de dar forma a la sociedad a través del arte». El estudio de la obra de Beuys y su experiencia como extranjera en esta ciudad, despertaron su interés por la dimensión política de la escultura. Tras graduarse, regresó a Bogotá para enseñar escultura y teoría del arte en la Universidad Nacional de Colombia.
“El tiempo es el elemento esencial de esta obra”
Poco después de regresar a Colombia, en 1985, tuvo lugar la toma del Palacio de Justicia. En la mañana del 6 de noviembre ella trabajaba a pocos metros del lugar de la masacre cuando el palacio fue tomado por los guerrilleros del M19. Y esa masacre cambió el mensaje que Doris Salcedo quería transmitir de la realidad colombiana. En 2002 la escultora intervino con una instalación el Palacio de Justicia haciendo descolgar de sus muros 280 sillas gradualmente, durante las 53 horas que duró el asalto y desde el primer momento en el que fue asesinada la primera víctima. Un colaborador de la escultora narra así el desarrollo de la instalación: «Los límites de la violencia parecían haberse perdido en esa época en Colombia. La idea era seguir el tiempo de la batalla, del ataque. Comenzamos a las 11:35 am porque a esa hora mataron a la primera persona. Teníamos varios objetos deslizándose por la fachada con diferentes ritmos. La sincronización era muy importante. Y el tiempo era el elemento esencial en esta obra que duró sólo 53 horas: el mismo tiempo que duró la toma. El juego de planos tenía entre 300 y 400 páginas. Cada papel era una duración para un determinado patrón. Ese día hicimos una performance bajo la dirección de Doris. Ella estaba abajo, en la calle, desde donde nos dirigía y nosotros estábamos arriba, haciendo que funcionase. Todo estaba etiquetado y había una numeración que debíamos seguir, como en una pieza musical en la que uno lee la música y la interpreta. Yo era un niño pequeño cuando esto sucedió en 1985. Mi memoria es muy borrosa, pero a través de esta pieza, se convirtió en parte de mi biografía o de mi memoria biográfica.»
“Sólo el lenguaje poético puede entrar en las inmediaciones del mal”
Los títulos de las obras de Doris Salcedo pueden ser poéticos. A flor de piel, La casa viuda, La túnica del huérfano, Plegaria muda. En la poesía de Paul Celan están muchos de sus encuentros. Evoca sus poemas y los cita a menudo como Shibboleth o también como In Eins. Paul Celan, rumano de origen judío, nacido en1920, es uno de los grandes poetas de la posguerra. Al estallar la Segunda Guerra mundial regresó a Rumania donde fue condenado a trabajos forzados mientras sus padres morían en un campo de concentración. Sus versos hablan del exterminio. «Celan creyó que solo el lenguaje poético podría ayudar a entrar en las inmediaciones del mal, en los alrededores de la injusticia absoluta (…). Porque solo a través de la intuición y la metáfora, solo mediante la intensidad de una imagen lírica, podríamos llegar a comprender un crimen». Estas palabras de Fernando García de Cortázar describen el nudo entre Celan y Salcedo, entre el testimonio de Auschwitz y el del crimen colombiano. A partir de 1965, Celan fue internado una y otra vez en un hospital psiquiátrico donde escribió textos en hebreo. En 1970 se quitó la vida. Se tiró al Sena.
Shibboleth (2007-2008) es quizás la obra más universal y demoledora de Salcedo, enmarcada en el del ciclo de la Tate Modern a través de un proyecto institucional en que artistas como Louise Bourgeois, Anish Kapoor o Olafur Eliasson son comisionados para intervenir en el Turbine Hall. Shibboleth es un proyecto de escalas monumentales. Es una grieta de 167 metros de largo y 70 centímetros de profundidad que atraviesa el suelo de la sala de turbinas.
La monumentalidad de la obra en su interacción con la arquitectura está ahí. «Había una pequeña grieta en el suelo de la Tate, Doris la notó en la primera visita y decidió convertirla en el origen de esa pieza. Cada centímetro fue dibujado a mano por Doris. Investigamos las grietas. Examinamos cómo es el borde, el interior de grietas sobre la tierra, sobre cemento, sobre edificios. Parecíamos un grupo de locos en la calle observando fijamente las grietas del suelo o de las paredes. El siguiente paso fue intentar descubrir cómo hacer una grieta prefabricada, y luego exportarla a Londres. Se nos ocurrió hacer una estructura de metal, tal y como se hace una losa de cemento pero con la forma de una roca. Moldeamos el acero siguiendo exactamente la forma de la piedra, luego vertíamos el cemento. El resultado final, explica un colaborador de Salcedo, fue el molde, con la malla de acero incrustada y con su gemelo opuesto. Construimos 320 metros de cemento, porque debíamos hacer ambas caras de la grieta. Todo salió casi como planeábamos, pero la imagen, el resultado, es algo que no se puede imaginar hasta que uno lo ve». Con esta obra la escultora colombiana quería hacer una metáfora a través de la leyenda bíblica de las exclusiones que sufren los habitantes de su tercer mundo frente a los del primer mundo. «Yo vengo de Colombia, un país en el que solo hay ruinas. Eso nos dejaron las guerras, el imperialismo y el colonialismo. Eso marca mi perspectiva. Soy una artista del tercer mundo. Desde esa perspectiva, desde la perspectiva de la víctima, desde la perspectiva de los pueblos derrotados, es desde donde miro al mundo. Por eso mi obra no representa algo. Es simplemente una insinuación de algo. Es intentar traer a nuestra presencia algo que ya no está aquí. En ese sentido es sutil».
La pronunciación, modo discriminador
Shibbolet es una palabra hebrea que significa «espiga». Es la protagonista de la historia del Libro de los Jueces. En el capítulo 12 se narra la guerra de dos tribus hebreas que termina en el genocidio de 42.000 miembros de la tribu de Efraim que cruzaban el río Jordán en busca de su salvación hasta llegar a la región de Glaad. Los efraimitas eran identificados por sus enemigos porque no sabían pronunciar el sonido «sh» y en lugar de decir Shibbolet pronunciaban sibbolet. Así la palabra se convierte en la metáfora de las exclusiones que produce el uso de una lengua por parte de un grupo y, así, de la segregación y las fronteras.
“No es tan extraordinario. Es un espacio. No es como entrar en Santa Sofía”
«Cuando fui a ver el espacio antes de pensar en la pieza, lo que me llamó la atención fue la actitud de la gente que caminaba en ese espacio. Todos miraban para arriba y sentían que era un espacio asombroso. Yo pensaba: ‘No es tan extraordinario. Es un espacio industrial modernista. No es como entrar en Santa Sofía o estar frente a las pirámides de Egipto’. Pero la gente tenía esa impresión y yo pensé que era increíblemente narcisista. Lo que yo quería hacer era dar la vuelta a esa perspectiva, y en lugar de mirar hacia arriba, obligar a mirar hacia abajo… Quería inscribir dentro de ese edificio modernista y racionalista una imagen que fuese caótica y que marcase un espacio negativo. Porque creo que hay una brecha sin fondo que divide lo humano de lo inhumano, a los blancos de los no blancos. Quería hablar de esa brecha. Pensé que esa brecha se percibía principalmente en la historia de la modernidad. Cuando uno lee la historia de la modernidad está narrada como un evento únicamente europeo. Y las ideas de colonialismo, de imperialismo, son marginalizadas, por no decir más. Quería que surgiera esa historia de racismo porque creo que la historia del racismo es el lado oscuro no contado de la historia de la modernidad. Por eso quería que esta grieta quebrase el edificio y que irrumpiese en el edificio casi del mismo modo que en un inmigrante no blanco irrumpe en la monotonía y en el consenso de la sociedad blanca».
Con la grieta, Salcedo nos quiere llevar al centro de la ruptura de todo orden, toda suerte de fragmentaciones: sociales, raciales, estéticas, sexuales, geopolíticas, culturales. Es el negativo del significado de los muros que se han levantado en la historia contemporánea a lo largo del mundo: el muro de Berlín, el muro que rodea los territorios ocupados en Gaza o Cisjordania… En el plano de la significación artística, la grieta-Shibboleth es “demasiadas cosas” como dijo Borges, cuando se refirió a la grieta como un arquetipo que ha acompañado a la humanidad durante milenios.
En este punto sentimos que debemos detenernos. Volvemos a Celan. Hay demasiadas palabras que resuenan en nuestro interior en una línea hebrea demasiado débil entre Shibbolet y Yad Vashem, el museo del Holocausto en Jerusalén: la diáspora, el exterminio, la solución final, las imágenes de los trenes de ganado acarreando judíos hasta los campos de concentración, las torturas, el frío, el efecto de los campos sobre los cuerpos de los prisioneros judíos, Buchenwald, Dachau… El 27 de enero de 2015 se cumplieron 70 años de la liberación de Auschwitz. El arquitecto israelí Moshe Safdie asumió el desafío de proyectar un nuevo museo del Holocausto en Jerusalén: había sido inaugurado en 2005. La obra fue galardonada con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia de 2007. Con su forma de flecha, Yad Vashem atraviesa la colina del recuerdo lo mismo que lo haría una astilla en la piel del dedo: se queda ahí, clavada, con una mínima y esperanzadora punta negra, para que la saquemos de nuestro interior con unas pinzas. Pero no hay pinzas que extraigan Yad Vashem fácilmente del fondo de nuestra cabeza. Su diseño, como una nave de cemento con forma de prisma que penetra en la montaña hasta que sale de ella por un gran ventanal hacia el cielo de Israel conforman una de las experiencias más impresionantes que puede ofrecer un museo. La sensación de opresión bajo el techo triangular que perfora la montaña, la ligera inclinación del suelo hacia abajo para remontar más tarde hacia la salida, hacia la luz, la falta de ventanas, la elección del cemento desnudo, gris y frío como único material del museo del Holocausto, precipitan una sensación claustrofóbica y de opresión parecida a lo que sentiríamos atravesando las galerías subterráneas de una mina.
Lo mismo que la sala de las Turbinas de Londres, el suelo de cemento del museo está rasgado como por un terremoto. En Yad Vashem estas fracturas del suelo son realmente vitrinas de cristal sobre las que uno se detiene para mirar hacia abajo, como nos fuerza Doris Salcedo con su grieta en busca de respuesta. En Jerusalén, el escalofrío que recorre nuestro cuerpo se acrecienta al comprobar que esos quiebros cubiertos de cristal son realmente vitrinas llenas de cientos de zapatos de niños, víctimas del holocausto nazi. Unos Atrabiliarios anteriores a los de Doris Salcedo hablan de la tortura universal, esta vez más cerca del mar Mediterráneo.
Para Atrabiliarios (1992), expuesto en la galería White Cube, la escultora trabajó durante casi tres años escuchando a los familiares de desaparecidos: el cruel fenómeno político de la desaparición forzosa y el hueco que dejan los objetos que pertenecían a las víctimas. Estudió la manera en la que los familiares se relacionan con esos objetos del recuerdo en la esperanza de que vuelvan a sus dueños o la imposibilidad de deshacerse de ellos. En esos años, Salcedo fue reuniendo zapatos de las víctimas que le entregaban familiares, zapatos usados por ellos: así surgió Atrabiliarios. La intuición de la artista le llevó a horadar una veintena de nichos en la pared en los que fue colocando zapatos. «Colombia es el país de la muerte no enterrada, de la tumba no marcada». Así una pareja de zapatos de mujer blancos, que bien podrían ser unos zapatos de novia o de baile un domingo de tarde, nos son presentados en una suerte de sepultura a su tamaño, como en un relicario que queda separado de nosotros por una película opaca hecha de vejiga de vaca y que queda «cosida a la pared» por unos puntos de sutura quirúrgica de hilo negro. Herida, brecha, enterramiento, exposición…
«En el momento en que el espectador da a la obra un momento de contemplación silenciosa, en ese momento, solamente en ese momento, ocurre la relación afectiva… El arte tiene un poder enorme: el poder de devolver al dominio de la vida, al dominio de la humanidad, la vida que ha sido profanada», explica Doris Salcedo en Harvard.
En 1997 y dentro de la serie Unland, está La túnica del huérfano. Detrás de esta obra cuyo título sale de un poema de Paul Celan está la historia de una niña de seis años. Siempre que la artista la iba a visitar, llevaba el mismo traje. Tiempo después supo que era el traje que su madre le había hecho y el que llevaba el día que presenció su asesinato. En esta obra el público cree reconocer un objeto cotidiano. Una mesa. Sin embargo pronto se da cuenta de que son dos mesas distintas en las que se ha forzado su unión. Una es alta y blanca y la otra más baja y marrón. En la unión de ambas, al acercarnos, percibimos los diminutos orificios en los que ha introducido hilo de cabello humano que ha ido bordando por encima. El trabajo de Doris Salcedo es siempre muy minucioso, se extiende mucho en el tiempo, en cada detalle. «Claro que es un gesto demente, un gesto absurdo —comenta un ayudante de Salcedo—. Y es un desperdicio enorme de tiempo y energía. Trabajamos con un equipo de 15 personas durante tres años sin parar en esas piezas. Me recordó a Paul Celan, cuando dijo ‘Es solo lo absurdo lo que muestra la presencia de lo humano’. Pero aquí también estaba relacionado con el desperdicio de vidas. Era el auge de las masacres paramilitares en Colombia. Era mi forma de mostrar cómo se podía desperdiciar la vida. Pero al mismo tiempo se podía construir algo que era poético, que podía dar testimonio de la presencia humana, y de la humanidad de esas víctimas, de la fragilidad de la vida y de la brutalidad del poder. Creo que todo estaba ahí: en ese gesto de coser a través de la madera.»
A flor de piel (2012-2014) es una inmensa tela en tonos ocres y rojos que cae con sus pliegues blandos sobre el suelo de la sala de la galería White Cube, inundándolo casi, como un mar de ola suave. No hay más. No hay más que silencio. Como sucede en las obras de Salcedo, tras el golpe inicial, tras la pregunta y la duda, observamos que la pieza está hecha de miles de millones de pétalos de rosa, cosidos uno a uno con nudos de sutura quirúrgica. Obra efímera, acabará pereciendo como lo haría una rosa. En un video se explica el arduo proceso de fijación de esos pétalos, el proceso químico de inmersión de grupos de pétalos en una solución de glicerina y colágeno para darles la elasticidad y perdurabilidad necesarias para su costura, uno a uno, en piezas que luego se prensan en gigantescas planchas hechas especialmente para la pieza. A pesar de todo, la fragilidad de la tela es total. Salcedo explica cómo está fragilidad, que impide casi tocarla, que obliga a respirar cerca de ella de una manera distinta, todo ello está íntimamente relacionado con su significado. Para dignificar a una persona es necesario volver a la belleza. Transformar el dolor en belleza es sin embargo perverso.
Frecuentemente en Colombia el cuerpo es transformado en campo de batalla. A flor de piel es el homenaje que Salcedo hace al cuerpo de una mujer, enfermera de profesión, torturada, asesinada y, finalmente, descuartizada. La ofrenda de millones de pétalos cosidos, la fragilidad, la herida, la vida de una enfermera cosiendo heridas con una aguja, una piel de rosa, los hilos de sutura, las pinzas, el dolor, la piel pegada, los pétalos superpuestos, la carne, la rosa, la vulnerabilidad, la muerte. La piel, un cuerpo mutilado que quizás se pretende recomponer, no se mira, se respeta. Es el tributo sutil de una mujer a otra mujer, idioma femenino. Oímos a Doris Salcedo hablar de esta obra, la manera en la que el tono de su voz se dulcifica, se ralentiza, cierra los ojos desde el duelo y el horror para buscar la palabra más respetuosa. «De la misma manera que una herida no se mira».
En Julio de 2014 Doris Salcedo recibió el premio Hiroshima: un reconocimiento que se entrega cada tres años para recordar a las víctimas de la primera bomba atómica. Este premio distingue a los artistas cuya obra persiga «la búsqueda de la paz permanente».
«¿Qué es morir en ese intento de cruzar la frontera? La palabra que define mi obra es impotencia. Soy completamente impotente. Siento que soy responsable por todo lo que sucede y que simplemente llego demasiado tarde. No puedo devolver a nadie su padre o su hijo. No puedo resolver ningún problema. No puedo hacer nada. Es falta de poder. Pero, como una persona que carece de poder, me enfrento a quienes tienen poder y manipulan la vida» (Doris Salcedo).