El artista venezolano Ricardo Arispe suele confrontarnos en sus obras con una duda: ¿dónde queda un territorio? Esta pregunta, extraña y paradójica, apunta al paisaje complejo de la geografía contemporánea: un ámbito definido por el desplazamiento vertiginoso de personas y datos, la constante transformación del espacio, la producción masiva de información chatarra, el intercambio de identidades y los compromisos fugaces. Ella interpela al presente y coloca la atención sobre sus dilemas sin perseguir respuestas definitivas; de ahí su fuerza y la inquietud que la acompaña. Por lo tanto, esa pregunta no es un simple enunciado sino una prueba de vida: el testimonio de la presencia de fuerzas –culturales, sociales, políticas e incluso espirituales– aún incomprensibles y sin embargo definitorias de nuestro mundo.
La sociedad del siglo XXI es esencialmente nómada. Hoy importan más las alianzas entre los aspectos transitorios de la cultura que su origen o destino. Las artes visuales del momento recogen el espíritu conceptual y la versatilidad técnica de los artistas precursores del Pop del siglo XX –Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Keith Haring o Jean-Michel Basquiat– y los estremecen al envolverlos en el tejido inmaterial de la estética electrónica. Por eso, propuestas como el mural de Arispe en el Centro Venezolano Americano son en todo sentido fragmentarias, moleculares, heterogéneas y promiscuas en sus conceptos y recursos técnicos.
Al relacionar la iconografía de Star Wars con la imagen que realizó en un viaje al fantasmagórico paisaje de Chernobyl –un guiño a las escenas de la Batalla de Hoth– el artista no fusionó dos historias sino las hizo colapsar. Es decir, su labor no fue hacer coincidir dos épicas –la cinematográfica y la personal– o forzar el encuentro de mundos previamente estructurados por una anécdota. El cometido de la obra fue desintegrar lo anterior, hacer chocar dos galaxias culturales y permitirle a la imaginación generar lo único posible tras esa colisión: nuevas direcciones, movimientos alternativos, conflictos novedosos y un paisaje donde las fuerzas invisibles de la imaginación tienen mayor presencia que las formas reconocibles de la realidad.
En esta propuesta juegan un papel relevante dos aspectos inseparables del arte contemporáneo: el devenir y el avatar. El primero tiene relación con los problemas relacionados a medios y formatos. También, a la pregunta por el territorio. El segundo es inherente a la iconografía y a la identidad misma del artista. Transitemos un poco a través de estos dos laberintos.
El devenir es la acción del instante sin vínculos aún con el pasado y el futuro. Su hegemonía en el arte actual ha popularizado la muletilla “post”. De ahí los invitados habituales al festín crítico de los últimos años: postfotografía, postimagen, postdigital y postinternet entre otros. El trabajo de Arispe circula entre todos ellos y no se detiene en ninguno. Carece de ideologías hegemónicas y evita sistemas compositivos determinados. En realidad, se ubica en lo transitorio, en el devenir de la imagen, en su breve paso por la fotografía, el esténcil del muralismo urbano, la intervención digital, la apropiación de imágenes de la cultura del espectáculo, las crisis nucleares, la disidencia política y las estrategias del poder, entre otros.
Como suele ocurrir en el arte contemporáneo, todo aparece y nada domina en esta propuesta. En la imagen no hay jerarquías sino tensiones, ambigüedades y fuerzas creativas en acción. Su territorio no es un punto definido sino el movimiento mismo, por eso es una obra efímera, en tránsito –entre formatos, ideas, contextos, técnicas y tiempos– como la ciudad misma, como el cosmos que habitamos.
El avatar es el sujeto por excelencia de nuestro tiempo. Es una síntesis de la flexibilidad de las identidades y las relaciones de un mundo entrelazado por las redes de las tecnologías móviles. Es un riesgo visual, una identidad cambiante. Aquí los stormtroopers y Darth Vader son avatares de la cultura Pop, también lo son los espectadores y el hacedor de la imagen. El artista-avatar de este mural, cuyo título es una pregunta –¿Realmente valió la pena?–, es el “artesano cósmico” de Deleuze y Guattari. Su misión no es crear de la nada, fundar un estilo o responder una verdad. Por el contrario, le corresponde la tarea de invocar el cosmos, el devenir: activar las fuerzas de la imaginación, subvertir las rutinas y los modelos establecidos.
Ricardo Arispe en su mural realizó una síntesis de los materiales y conflictos de nuestro tiempo. Y con esa operación provocó miríadas de preguntas para luego abandonarnos en ellas. Quizá las más estremecedoras sean: ¿Dónde queda un territorio? ¿Quién puede cercar un espacio que está en todas partes y no es posible fijar en ningún lado? ¿Realmente valió la pena? Esos dilemas son también los del arte contemporáneo y por lo tanto los de la vida misma. Frente a esta obra solo nos queda entregarnos a su desmesura pues en ella –tomando prestadas las palabras de Deleuze y Guattari– “Toda fibra es fibra del Universo”.