Por LUIS PÉREZ ORAMAS
La poesía de Juan Sánchez Peláez ha venido a ser, desde mediados del siglo pasado, un rito de pasaje necesario para quienes en Venezuela ejercemos la escritura poética. Paso de aguas siempre renacientes, anunciando su inabarcable lectura, para probar en sus cantos el higo y la sal/como un mundo más vasto. Terredad, por decirlo montejianamente, es la raíz gutural que esta poesía, devenida voz en canto y verso luminoso, lleva consigo desde Elena y los elementos -precisamente- hasta Aire sobre el aire y que vino en la obra de Juan Sánchez Peláez a decir la primera experiencia en el mundo, el tamaño fulgurante de las tierras que nos han acunado, la imposible soledad de nuestras voces.
Quienes frecuentamos la casa de Juan Sánchez Peláez y Malena Coelho durante los últimos días del siglo XX y al alba de los años 2000 podemos dar cuenta de su vocación exclusiva: la poesía, y también fuimos testigos de la ardua experiencia que ello implica en un país como el nuestro. Juan in angulo cum libro sólo escribía sus poemas, lo que es ya inmenso y más que suficiente, pero el oficio de ese legado inconmensurable no parece poder residir amablemente en nuestra desgarrada civis. En el marasmo dramático de nuestra historia el ejercicio de la poesía ha sido un empeño desasido. Nuestro primer poeta fué Andrés Bello y huyó. Los últimos siguen nombrando la misma terredad como elegía. Una cierta forma de nostalgia -incluso en la poesía más violenta- parece ser nuestro lugar común. A ello se añade la dificultad para nombrar la tierra que nos abarca, o para reconocernos en la ficción de una historia que parece inventada para olvidarnos, la imperdonable infancia de una conciencia política que no termina de entender su fundamento en el más humilde ejercicio de la palabra. Todo lo cual contribuye a ignorar la poesía, a desconocer su inteligencia en los espacios donde se vocifera el discurso público como si fuese una mercancía perecedera, donde se ignora culposa o culpablemente la discreta pero monumental importancia del poema.
Islas fueron Válvula, Viernes, Contrapunto y Sardio. Isla fue Salustio González Rincones que escribía como el mexicano Tablada inventando en París una lengua primal para componer un libro de poemas herméticos, ardientes; Isla José Antonio Ramos Sucre que habrá configurado la prosa poética más coherente y luminosa de nuestra lengua moderna con sus secretos códigos ancestrales y misterios de Lautréamont criollo; isla fue Fernando Paz Castillo, agnóstico y místico, cuya palabra se hará a imagen de la sobriedad de lo absoluto, innombrable; Luis Fernando Álvarez isla enamorada de la muerte y de una sangrienta noche; e isla fue también Sánchez Peláez que vino de Chile y publicó a los 29 años, en 1951, su primer libro, Elena y los elementos, sólo al fondo del furor -como reza su primer verso de petición sonora: apórtame el olvido con voces de bestias infieles trepando en una habitación/suntuosa sin puertas ni llaves. Primera comunión en el hambre y las batallas donde se asumía desde entonces ese estado de victoria incomunicable que es estar lúcido en la derrota.
Elena y los elementos vino de Mandrágora y trajo en su equipaje un luminoso fardo leopardiano de amor y muerte: ¿Qué pasará más tarde, por no decir mañana?, murmura el viejo decrépito. Quizá la muerte silbe, ante sus ojos encantados, la más bella balada de amor. Ocurrencia neoromantica en la que, haciendo camino sin mapa a través de una modernidad impura, residual, acaso involuntaria de nuestra poesía, entre las líneas más fervorosas de un portentoso poema amatorio se asomaba el carácter por hacerse de la poesía de Juan Sánchez Peláez, pronunciando nuestra venida imprevisible al mundo. Bien lo ha dicho la crítica: primer poeta contemporáneo, Juan Sánchez formaliza definitivamente ese rasgo común, ese moderno rasgo que es nuestro brutal advenimiento al mundo, nuestra querencia ctónica, aún antes de Montejo nuestra sorpresiva, inesperada, precipitada pertenencia a la vida terrestre, a su trascendencia y a su inframundo: Por alimento la furia del hijo pródigo (…) Mi frente es la arcilla trágica, el cirio mortal de los caídos (…) Yo soy mi propio ángel y mi único demonio (…) Nada es tuyo, nada puede socavar tu sed terrestre/ Nada es mío, sino perforación de muerte.
En 1959 Juan Sánchez Peláez publica Animal de costumbre, como para cumplir -o buscar- la realización de un deseo que había sido expresado en Elena: Yo te buscaré, claridad simple. Si Elena es libro nocturno -aún desgajado de la noche surreal- Animal de costumbre es obra matinal, poema que busca su día propicio: Mi camino que ignoro hasta encontrar tu paso, tu huella/Tibia en la tierra,/el nacimiento del nuevo día. Así se va constituyendo un sistema de recurrencias binarias, de pequeñas tensiones dialécticas en la voz que va nutriendo la obra de Sánchez Peláez: sequedad versus palabra, ir y venir a paso de sorprendentes borbotones, verbalidad desaforada en un verso, contenida hasta el esquema en otro, búsqueda riesgosa de la sobriedad del aire en el poema. Si Elena fue la música como gracia, en Animal de costumbre se inician los trabajos del despojo: Libre alguna vez de mi tristeza./Libre de este sordo caracol.
Animal de costumbre -el poema- es un texto prodigioso sobre aquello que los medievales escolásticos llamaban el habitus: la connaturalidad del hacer que procede del estar en el mundo, que no es costumbre ni reflejo, sino inteligencia encarnada. Si Elena era poesía abrevando en las fuentes de la mandrágora inconsciente, Sánchez Peláez parece llegar en Animal de costumbre al preconsciente, a la imprevisible inteligencia de la vigilia que se hará explícita mucho más tarde en Por cuál causa o nostalgia: (1981) …me dirijo a ti/con palabras anteriores/a cualquier reflexión. Este yo anterior -fundamental, inédito en la poesía venezolana- se anuncia pues en Animal con voz rotunda: Yo me identifico, a menudo, con otra persona que no me revela su nombre ni sus facciones. Entre dicha persona y yo, ambos extrañamente rencorosos, reina la beatitud y la crueldad. Nos amamos y nos degollamos. Somos dolientes y pequeños. En nuestros lechos hay una iguana, una rosa mustia (para los días de lluvia) y gatos sonámbulos que antaño pasaron sobre los tejados. Pero ese libro fundamental es también un lugar de familia: Inerme ante vocales y vocablos en él se pronuncian Madre y Padre, el hermano cuyo nombre es Abel y Felipa, aya en el poema, refulgente ante la inutilidad de la queja, bailando el tamunangue, en aquel cuarto perdido donde no se encienden tulipanes/no se enciende nunca una lámpara.
Desde entonces, la poesía de Sánchez Peláez en plena posesión de su propia potencia de claridad -es decir de iluminación, porque en su luz hace con la falta de otras claridades su verdadero oficio, como Paul Celan- vendrá a desplegarse en dos libros donde resuenan sus temas fundamentales: Filiación oscura (1966) y Lo huidizo y permanente (1969). En el primero de ellos me parece asomar, si no inédita en su poesía sí de forma recurrente, una novedosa brevedad del verbo poético llamada a marcar de forma determinante la poesía venezolana hasta fines de la década de 1970; en el segundo surge como en vida póstuma, o nachleben, la sobrevivencia de la prosa poética que Ramos Sucre había inaugurado, acaso llevada como toda resurgencia de formas que erran en el tiempo hacia contenidos antitéticos: no es el ensueño, ni el sueño, ni la mitología de los modernistas, ni la fantasía de lo anterior; es el lugar presente y huidizo, el hueco de nuestra sombra, (…) el sitio que ocupa el rayo con brazos de roble. Todo sucede como si el hijo de la modernidad viniera a engendrarla nuevamente, como si apareciendo así en un sitio fundamental de la creación poética contemporánea, cuatro décadas después de su insomnio en Ginebra y de su lenta muerte de condenado a la vigilia, adviniera Ramos Sucre a su pleno destino moderno en el crisol, en el nicho generoso de la poesía de Juan Sánchez Peláez.
En 1975, con la publicación de Rasgos comunes, Sánchez Peláez recibe el Premio Nacional de Literatura. Es este el libro central, el eje ardiente de su producción, el nacimiento de la madurez en la obra, a partir del cual todo será en adelante decantación e intensificación formal. Una vez más el mensaje estaba ya cifrado desde Filiación oscura: Una piedra con un nombre o ninguno. Eso es todo./Uno sabe lo que sigue. Si finge es sereno. Si duda, caviloso./ En la mayoría de los casos, uno no sabe nada./Hay vivos que deletrean, hay vivos que hablan tuteándose/y hay muertos que nos tutean,/pero uno no sabe nada./En la mayoría de los casos uno no sabe nada.
Rasgos comunes es el lugar de muchas sobrevivencias, un libro imán, un magneto para todas las voces que lo habían precedido -muertos tuteando- y un descampado para la vida de los poemas por venir. En sus versos florece, como una especie rara, inexplorada en la poesía venezolana, una disyunción formativa entre la gracia rotunda de la palabra y la inaccesible dificultad del verbo. El poeta mancha el papel pero la cacería verdadera ocurre donde no hay límites, quizás en esa grieta visceral al filo de la hermosa fabla y el lustre lejano. Esta disyunción entre palabra y verbo -dictio y oratio-, que conlleva una compleja problemática retórica y ontológica -de Marco Cornelio Fronto hasta John Austin y Pascal Quignard- se hace eco de la fractura, cuando no del quiasma, entre enunciación y enunciado, magistralmente teorizado durante aquellos años por Emile Benveniste.
En Rasgos comunes se hace manifiesta entonces una poesía que nace de la cesura entre ambos, palabra y verbo, y que encuentra su resonancia, su sonido, su música, su chasquido en el intervalo de silencio que da cuenta de la imposibilidad para el enunciado de enunciar su enunciación. Poesía de la palabra, en tanto que esta escapa del verbo, de su verbalización; en tanto que es errancia en el aire entre los cuerpos, glorioso desfallecimiento en el aliento de la voz que no alcanza el enunciado a asir, ni a decir, predador que aguarda en vano a su presa, animal de aire (y no solo de costumbre) que siempre escapa de sus redes. Rasgos comunes está plagado de referencias a este asunto capital, y su presencia encarnada como poema en la obra de Sánchez Peláez sería suficiente para confirmar el protagonismo central de su poesía en la literatura de su tiempo y lugar: A semejanza de quien borra una frase de un manuscrito inacabable, el sujeto poético se yergue, se instala, se prepara como para una afrenta: dale y dale a tu campana en la inmensa tarde mientras liman el lenguaje/inocente y peligroso. De esta riesgosa inocencia de la poesía Rasgos comunes es como el canto obsesivo y la canción de cuna en nuestras letras: A la intemperie nuestro candor para luego decir ¿A quién decir soy, no en el mundo y sí en el mundo?
La sabiduría contenida subrepticiamente en Rasgos comunes puede resumirse como sigue: que la palabra se esconde del verbo y que el trabajo del poema, anidando en su seno huidizo, es a la vez quimera y palimpsesto, por lo cual nuestra certidumbre de estar en el mundo danza en ese vaivén; pero De esta suavísima, tierna, relampagueante palabra/hay un susurro, (…) hasta que no la halles/continuarás en el reflejo, en la mitad/de lo entrevisto;/lleno de atribulado silencio,/mientras no sabes si/apagas o no tu endecha fuera de/tono/o calientas con el borde/luminoso de tu mejilla una campana.
La claridad formal que esta poesía había alcanzado encuentra entonces su desengaño: la palabra es un velo, una resonancia infranqueable entre nosotros y la claridad del mundo: opaca transparencia, su construcción es un gesto efímero; su efecto apenas en el verbo un eco, un rastro, una sombra: ruina. Sorprende entonces la coincidencia epocal: también en 1975 Fernand Deligny, rodeado de niños autistas clamaba solo en el desierto de Cévennes por una imagen que no puede imaginarse, ni devenir lenguaje ni el lenguaje devenir imagen, y recordaba entonces que todo puede ser dicho lenguaje salvo su propia nuez secreta, aquel meollo afásico en él donde el mundo se asila de sus trampas.
Después de Rasgos comunes Sánchez Peláez publicó dos libros: Por cuál causa o nostalgia (1981) y Aire sobre el aire (1989). En ellos su poesía encuentra una rara perfección, una intensidad formal en el despojo lírico que sólo cabe nombrar con la voz de Gracián, la brevedad genial de quien en pocas palabras dice mucho: la extremosidad. Los signos visibles de este rasgo definitivo de la poesía de Sánchez Peláez son, básicamente, la asunción de una distancia como soberanía emocional frente a los eventos que respiran en el verso -reciedumbre y estoica abnegación ante la experiencia- y pasión en el sosiego con el amor esquivo/ y algún mirlo a cinco pasos de nuestra queja.
La poesía de Juan Sánchez Peláez tiene su origen en una inserción heterodoxa en las fuentes del surrealismo latinoamericano -Juan fue el quinto miembro de Mandrágora, junto a Braulio Arenas, Jorge Cáceres, Teófilo Cid y Enrique Gómez Correa. De esas fuentes mantuvo hasta el final la libertad de tono, la ausencia total de prejuicios formales, el poema como lugar de espera para una revelación. Pero en la densa madurez de sus poemas últimos brilla una resignación sublime, una leveza en la certeza de que acaso la revelación no llega nunca y sólo queda el poema como construcción de su espera, tal lo enuncia el último verso de Por cuál causa o nostalgia: el día aún por segar. De allí el constante desprejuicio, la apertura formal incesante, saber que en las brevísimas coordenadas del texto poético todo -que nunca llega- puede caber; saber la poesía sometida al aguardo de su augurio: ciertos vocablos, si nos guían,/velan con ardor (…) y espera/en el arduo país/nuestra raíz sin tiempo.
Desde la pregunta incesante: ¿qué queda hacia el norte, hacia el sur/lo oscuro o bien lo luminoso/o tal vez nuestro amparo/tal vez la desdicha/qué armadura/dura, liviana sobre los hombros/hoy nos sostiene y lleva?, hasta la mirada que esboza un término para el viaje, horizonte siempre diferido, en la depuración del poeta ya venerable e infalible, en ese despojo, pues, definitivo, la poesía pudo retomar sus emblemas más antiguos como si fuesen un ruido inédito y terreno: aire sobre el aire/donde canta un pájaro.