Todavía en los años cuarenta, en la prensa y en las conversaciones, cuando se caía en el tema, la pregunta obligada era ¿hasta cuándo Gómez? ¡No había sido bastante! Se vivía entonces una época distinta y desconocida, estábamos por fin en el siglo XX, y se podía hablar y opinar, pero la marca de fatalidad era aún demasiado reciente. El mal tiempo había durado mucho y lo malo se prolongaba en algunos aspectos. Gómez evocaba y evoca aún, gracias a la ficción narrativa de Gallegos, la Venezuela rural de los jefes civiles arbitrarios, corruptos, asesinos, del atraso, el paludismo y las enfermedades endémicas, del hambre, la pobreza, la violencia de los individuos y de la sociedad como algo natural, la brujería y la superstición unida al poder, el crimen sin justicia posible, la dictadura política, la falta de educación, el aislamiento de las poblaciones, la “Ley del Llano” a la que apelaban los mandones pero para violentarla. Era el país, justamente, de doña Bárbara, la Dañera. La nación que, mucho más tarde, gracias a la muerte natural del dictador, ganará la posibilidad de lo distinto, se abriría a un nuevo enfoque de la realidad.
Se cuenta que en 1929 la llegada de unos cuantos ejemplares de Doña Bárbara desde España puso en aprietos a los comentaristas de libros de la prensa caraqueña. Algo evidente contenían aquellas páginas ante las cuales lo mejor era la prudencia. Se comentó sin embargo, con gran juicio. Pero el dictador decidió conocer por sí mismo el libro y se lo hizo leer por las tardes en su hacienda. Faltaba poco para terminarlo, estaba muy entretenido con las acciones rurales del volumen, cuando llegó la noche; entonces ordenó que la lectura prosiguiese iluminada por los faroles de los carros. Concluida la lectura afirmó que la novela no era contra él, como se decía. Parece que fue el único lector en ignorar que la obra era un alegato contra la barbarie que imperaba en el país y él encarnaba. Libres los comentaristas, Doña Bárbara ha sido leída desde entonces ininterrumpidamente a lo largo de noventa años –que tendrá en 2019– y, desde luego, la interpretación que ha prevalecido en ese tiempo es la de una condena al estado de cosas que se fue haciendo inaguantable a medida que se desarrollaban los sentimientos cívicos en la nación.
De inmediato el dictador pretendió hacer de Gallegos uno de los suyos. El escritor se exilió voluntariamente y su persona fue creciendo ante la opinión del país que, ya libre de Gómez, lo requería como hombre público. La novela ayudó a cambiar las perspectivas para analizar la situación. En la Venezuela posterior al año 35, que Picón Salas considera el año de inicio del siglo XX en Venezuela, Gallegos pasó a los primeros planos como ciudadano y escritor. Doña Bárbara y sus novelas siguientes y anteriores llegaron a constituirse, muy curiosamente, en el canon de la novela en el país: la “primera” novela verdaderamente “novela”, la primera novelística, el mejor entendimiento de la realidad, la obra máxima de la literatura nacional y popular, el modelo a seguir, el modo de resolver los contenidos de la ficción, la obra consustanciada con los anhelos venezolanos se dijo. Y Gallegos adquirió un peso planetario y un imperio moral e intelectual. No es extraño que resultara presidente de la República, el primero electo por votación universal, directa y secreta.
A la pregunta sobre Gómez que se hacía la población, Orlando Araujo añadiría una segunda al estudiar el panorama de la novela en esos tiempos: ¿Hasta cuándo Peonía? Peonía no fue más que un proyecto frustrado de novela criollista y nacionalista que Romero García había hecho sobre moldes naturalistas y un desastre de estilo y ortografía. Publicada en 1890 ya era vieja cuando Gallegos comenzó a escribir y el amigo de Gallegos, Julio Planchart, le ajustó cuentas a Romero García: “Peonía es un largo artículo de costumbres, o de pretendidas costumbres, intercalado con apreciaciones insuficientes sobre el mal estado de la agricultura y la ignorancia de los agricultores, la relaciones de aquella con el comercio, los castigos corporales para los niños y otra cosas semejantes, todo débilmente enlazado por un asunto sentimental, fallo de interés y de fuerza”. La pregunta sobre Peonía se la había formulado la generación de La Alborada, y Gallegos dentro de ella, de manera que era una pregunta generacional, de choque entre lo viejo gastado y lo nuevo. Gallegos representaba la reacción contra ese estado de cosas literario. Tampoco la novela modernista resultaba practicable para la época en que Gallegos se ensaya como novelista. Peregrina de Díaz Rodríguez era el modelo de novela que muchos imitaban y que Gallegos debía superar, particularmente en la relación entre paisaje, ambiente, personajes y la atmósfera decadente. El amigo Julio Planchart lo observa así y dice también: “A los personajes del libro por faltarles una de las condiciones de lo humano resultan creaciones atenuadas que no alcanzan a conmover efectivamente. Son como elementos del paisaje mismo: sumados a él como el matapalo encubridor de los amores de Peregrina, un bucare florido, los celajes del Ávila”. El costumbrismo y el criollismo eran insuficientes y tenían que ser superados. Esa era la tarea que tuvo por delante Gallegos antes de Doña Bárbara.
Criollismo, nativismo, serán la base de lo que luego se llamó “novela de la tierra”, novela regionalista, novela americanista, novela que intenta “reflejar” la vida del país, su historia, sus costumbres y usos. La novela de la tierra era el fin del criollismo, el modernismo y costumbrismo, era la novela nueva de la época y La vorágine (1924) o Don Segundo Sombra (1928) eran los equivalentes y consumaciones de ese movimiento latinoamericano que tuvo representantes en cada país entre los cuales lucía Gallegos.
Una novela y una novelística que también, en al caso de Gallegos, se ofrecían como explicación de Venezuela, desentrañamiento de sus terribles y ocultos orígenes sociales, raciales, psicológicos. Y al hacerlo, la ficción con este peso, entendía que se daban dos factores en oposición por lo que la novela se veía obligada a proponer la lucha entre el bien y el mal, y por influencia de las ideas presentes en la conciencia de sus intelectuales desde mediados del siglo XIX latinoamericano, recurría al uso del esquema de lucha entre civilización y barbarie. Gallegos, ciertamente, según su obra, creía en ese dualismo.
Ante el llano inmenso y la selva desproporcionada está el hombre que pretende dominar el paisaje y la sociedad como medida necesaria para controlar la naturaleza. Pero esta se le opone y niega sus intentos civilizadores. “La llanura maldita devoradora de hombres”, “el centauro es la barbarie”, “la tierra implacable”, “la tierra brava”, “el reclamo fatal de la barbarie” “es necesario civilizar la llanura”, “lo bárbaro no perdona”, “la maldita llanura devoradora de hombres”, “la tierra implacable, la tierra brava”, “el llano enloquece”, “es necesario matar el centauro que todos llevamos adentro”. Será la conclusión derrotista de Lorenzo Barquero, un hombre urbano que habiendo intentado dominar la llanura yace hundido en el tremedal del alcoholismo y la autopunición, impotente ante la barbarie. Aquí la barbarie ha vencido y el novelista explica cómo el personaje llegó al anonadamiento completo. La prueba negativa del poder del medio natural. Poder destructivo al que se opone Gallegos en la voz del narrador de Doña Bárbara, mitigando los extremos de la oposición barbarie-civilización: “La llanura es bella y terrible a la vez, en ella caben holgadamente, la hermosura y la muerte atroz”. “El llano asusta; pero el miedo del llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soledad inmensa, como la fiebre de sus esteros”. La llanura tiene así una lectura urbana si se la mira también con los ojos de Martín Salcedo en Cantaclaro, el joven caraqueño estudiante de ingeniería que se interna en el llano: “Estamos en pleno desierto salvaje. ¡El desierto! El enemigo contra quien primero debemos luchar. La causa de todos nuestros males”. El llano, enemigo de la civilización. Igualmente será urbana la interpretación de Juan Crisóstomo Payara también en Cantaclaro. “Soy un bárbaro porque en eso me ha convertido la sabana; pero de la barbarie franca, no esta, mal embadurnada de la civilización”. Payara dirá asimismo: “con esa manada de bárbaros no se puede ir sino a la barbarie que llaman democracia”. En contacto con el llano el personaje se ha “descivilizado” de una manera distinta a la ocurrida con Marcos Vargas en la selva. Payara se ha hecho bárbaro como el desierto. Como no lo fue nunca Santos Luzardo a quien Gallegos cuidó como una joya para que no lo vencieran las fuerzas violenta de la barbarie. Las experiencias de Payara, tales como la revolución armada que emprendió estaba condenada al fracaso; el ejercicio puro de la medicina condenado al fracaso por la corrupción de los jefes civiles; el matrimonio, frustrado en su raíz. Todo lo ha sentenciado a la derrota y a la amargura y convertido en un energúmeno reaccionario que niega cualquier posibilidad razonable. Está, como Lorenzo Barquero, hundido en el tremedal de la perturbación interior. Pero los llaneros típicos de Doña Bárbara y Cantaclaro, así como los buscadores de oro o caucho, los sarrapieros y purgüeros de Canaima resultan indiferentes a las amenazas ontológicas de la barbarie o no lo verbalizan pues para ellos no hay la oposición de esquemas intelectuales. No porque sean buenos salvajes sino porque padecen su realidad con fatalismo, el fatalismo del pueblo y del hombre común recurrente en las apreciaciones novelísticas de Gallegos. Acaso Juan Parao en Cantaclaro sea una excepción: él hará su propia revolución y buscará ser el caudillo de una poblada, el líder surgido del pueblo que el caraqueño había venido a buscar en el llano como la solución del país, barbarizado en sus ciudades.
Y también, frente a la selva inmensa el sentimiento de lo sobrecogedor que se percibirá en toda lectura de Canaima. Un escenario majestuoso, imponente e inabarcable, infinito. Canaima es el espíritu de la selva encarnado en forma inimaginable: “Obra de las formidables potencias que aún no habían agotado la serie de criaturas posibles”, “selva embrujadora”, “selva perdicionera”, “selva alevosa”, “la influencia deshumanizante de la soledad salvaje”, “selva antihumana”, “selva monstruosa”. “La naturaleza es la barbarie, el hombre poco puede ante ella”. “Hondo silencio, porque la presencia del hombre, de ese monstruoso acontecimiento es la bestia vertical y, por tanto, esparce el recelo entre los pobladores del bosque”. Marcos Vargas, de humor juguetón, cabeza de tarambana, como se lo describe en la novela, ante el hechizo de unas palabras mágicas dichas por el cacique, se internará en la selva para medirse con ella: “se es o no se es”.
Derrocado Gallegos por los militares en 1948, en el exilio otra vez, se agrandarán los alcances de su figura ética. La encarnación de lo justo frente el atropello. A su vuelta en 1959 el Estado y los medios privados lo catapultarán nuevamente, la escuela lo remachará en las conciencias obligando a los adolescentes a estudiar sus libros como lectura obligatoria y ejemplar. La paideia nacional requerirá el contacto con estas novelas. Era famoso y popular, sin discusión, el hombre más representativo de la primera mitad del siglo XX. Pero en los años de ausencia había una nueva circunstancia verdaderamente novedosa y una nueva generación. Cuando la literatura posterior a la dictadura comenzó a hacer su espacio a mediados de los años cincuenta se topó de frente con el modelo Gallegos y lo rechazó. La figura de Gallegos, el mito político de Gallegos, el Gallegos “oficializado”. Se dice con acierto que encarna el discurso liberal civilizador. En la mitología del poder, Gallegos representaba el papel de abuelo de la democracia representativa. También, el mito literario según el cual solo había una buena novela única en el país y lo demás eran imitaciones desvaídas. Y no había posibilidad de avanzar sino negando. Una crisis de parricidio. Ahora la pregunta, era ¿hasta cuándo Gallegos? Una pregunta trágica y dilemática. La Venezuela de doña Bárbara había cambiado sustancialmente. Como se decía entonces: ya los hacendados llaneros no viajan en bongo sino en avionetas. Y, el corazón de la pregunta: el país rural había dejado de ser. Con el país, la literatura era otra. La nueva generación se abría paso y para conseguirlo empujaba y rechazaba. Cansada de ruralismo y regionalismos, la literatura anhelaba ser urbana, moderna y universal. Es decir, la literatura venezolana y la novela en particular se veían estancadas en el modelo superado en que entraran en juego costumbrismo y criollismo. Querían representar el alma nacional y solo conseguían descripciones.
Precisamente el año 1959 se publicó una novela, Los pequeños seres, de Salvador Garmendia, que aparecía como símbolo de la negación de Gallegos. Es interesante verificar cómo una novela se convierte, otra vez, y no era la única, en bandera de una lucha, escudo de un desencuentro de generaciones. Y cómo, en la discusión, fue fatalmente concernido Gallegos, es decir, su obra y su figura, una y otra sin distinciones o una por la otra. Se proponía el final de la literatura anterior porque ya el medio en que ha de realizarse la acción novelística no era la selva o la llanura, los paisajes inmensos, sino la ciudad enajenante, la selva de concreto como se dijo entonces. Había una nueva manera de hacer novela que negaba el heroísmo de los personajes. La novela pasaba a ser “experimental” o nada. El hombre protagonista no estaba llamado a hacer gestas heroicas como en el relato tradicional y en los mitos porque en la nueva narrativa solo podía hacer gestos, era un “pequeño ser”, un ser insignificante, un pobre ser, el pobre tipo, un pobre diablo desde el punto de vista ontológico. Gesticulaba sin sentido ante la vida. Había terminado la posibilidad de hacer epopeyas. En la historia de la cultura occidental la épica de la antigüedad fue sustituida por la novela en el comienzo de la edad burguesa y ahora la épica desmerecía. Así, contra el sujeto literario rodeado por el mito y la psicología del personaje –el “héroe positivo” –, estaba ahora el “personaje problemático”, alienado y desquiciado, antihéroe. Incluso el personaje como posibilidad de la novela nueva fue negado. Se dijo que estaba en crisis el sujeto mismo, desplazado de su centro de irradiación. Gran debate histórico. Choque de generaciones. Choque de conceptos. Negación del dilema tradicional esquemático entre civilización y barbarie que había permitido hasta entonces leer y entender fácilmente la máxima novela del país.
La discusión, directa o indirectamente sobre Gallegos, incluso tomando a Gallegos como excusa para el afianzamiento generacional, debatía en el fondo una disputa acerca de la perdurabilidad del modelo de Gallegos. No se negaba su valor pues pertenecía a la historia literaria. Modificada la circunstancia, la representación realista y documentada de la realidad ya no conseguía el efecto esperado. Se decía que cambiada la situación ya no cabía la novela de la tradición inmediata. Entre los años treinta y cuarenta del siglo XX ocurrió en toda Latinoamérica la aparición de un primer ciclo de creación con grandes obras que ocuparían la atención de los lectores y de los estudiosos. Era la novela regionalista o de la tierra. Cumplido el ciclo, treinta años después, apareció el ciclo llamado de la nueva novela latinoamericana, que va a dar como hecho la fecha de vencimiento del ciclo anterior. Gallegos, parte del primer ciclo, pertenecía a su época, ya pasada. Se dijo: Vargas Llosa, joven, es retratado al lado del maestro, desgastado por la vejez.
En este conflicto resulta interesantísimo observar la evolución de uno de los mayores y asiduos estudiosos de la obra y la persona de Gallegos, Juan Liscano. En los años cuarenta y cincuenta, como todo el mundo, hablará de la oposición entre civilización y barbarie, pero entiende que la tesis de Sarmiento (“Si el destello de la literatura nacional puede brillar momentáneamente en las nuevas sociedades americanas, es el que resultará de la descripción de las grandiosas escenas naturales y, sobre todo, de la lucha entre la civilización europea y la barbarie indígena, entre la inteligencia y la materia”) se resuelve mal con la europeización contradictoria de la Argentina. A finales de los años sesenta Liscano profundiza la especulación y cambia de registro para incorporar la lectura mitológica de Doña Bárbara y Canaima. “Visión intuitiva, aproximación a lo demoníaco y larvario americano, a lo no-vertebrado, a lo infrahumano a lo que en su desesperado esfuerzo por crecer termina por doblarse, caer y reptar. A la tesis civilizadora se opone la antítesis: prepotencia de las fuerzas telúricas, estado larvario de conciencia, frustración, autodestrucción, regresión, reabsorción en el seno de la naturaleza –Madre Terrible, Madre Tierra, Vientre Paridor y Mandíbula Devoradora”. Este revulsivo panorama, dice también Liscano, fue encontrado por Gallegos por pura intuición, algo le decía que no bastaba hacer el “reflejo” de la realidad de país atrasado y sometido a oscuras fuerzas sociales. Picón Salas escribió que Doña Bárbara contenía una clave simbólica y otra críptica, “más allá” que la descripción de la naturaleza y el retrato de los personajes. Finalmente, desde 1969 y luego en el prólogo de Doña Bárbara de Biblioteca Ayacucho en 1978 y en la conmemoración del centenario de Gallegos en 1984 Liscano emprende una lectura jungeana, que a la vez es una campaña promocional entusiasta contra los significados exclusivamente sociales de su obra: “Gallegos, uno de los contados escritores venezolanos capaces de responder, sin proponérselo, a las vivencias del inconsciente colectivo, a los llamados de los mitos y arquetipo. Por eso mismo la esencia de su obra mayor sigue vigente en la dimensión, que supere lo documental, el realismo, la inmediatez, el actualismo, en síntesis la literatura del acontecimiento, de la irreverencia ególatra y la sátira paródica”.
La lectura mitológica tiene, por otra parte, fundamento en el mismo Gallegos, más que en los estudios de los que se hace uso intencionalmente para aplicar la teoría. La selva de Canaima es, junto con el llano de Doña Bárbara y de Cantaclaro el inmenso e insondable espacio que significa mucho más que sí mismo. Lo descomunal, ajeno al hombre, lo ilímite, lo impensable o inexpresable más bien. El propio narrador de Canaima irá ensartando la cadena de imágenes del mundo selvático viviente por sí mismo, lejos del hombre y su cultura, universo primario: “El mundo abismal donde reposan las claves milenarias. La selva antihumana”. Ya no será lo bárbaro sino lo contrario al hombre: “mundo abismático, increada todavía la vida animal, no reinan sino las fuerzas vegetales”. Mundo de los orígenes: “madrugada del primer día de la creación”, “selva monstruosa”, “la influencia deshumanizante de la soledad salvaje”, “elementos infrahumanos” “escena de comienzos del mundo”, “espíritu de la selva encarnado en forma inimaginable, obra de formidables potencias que aún no habían agotado la serie de criaturas posibles”. Liscano dirá que ese mundo abismal del primer día de la creación y esa cosmología es la del mundo original americano. Con ello su interés permanente por Gallegos lo regresa a los orígenes nuevomundistas. Lo primigenio y mitológico supondrá igualmente un cambio en la percepción de doña Bárbara en tanto personaje suscitador de imágenes. Leída por Liscano con el aliento de Jung ya no será la devorada mítica de hombres como dice Gallegos, dadora de vida y muerte, cuyo destino es arquetipal, mujer fuerte, masculinizada, luchadora, símbolo amazónico, Doña Bárbara o Remota Montiel. En este sentido la novela “estará más cerca de la tragedia griega que de los conflictos venezolanos”, de los cuales Liscano se esmera en apartar a Gallegos.
Canaima, la estrella de la obra galleguiana, se ofrece desde luego a interpretaciones que resaltan el mito. Su estructura es ortodoxamente mitológica. Waldo Ross propone dos puntos de vista para analizarla en el marco del paisaje metafísico latinoamericano. Primero el “exterior salvaje”, la aventura insólita, que llama la atención antes de todo y somete a su vez la lectura a una experiencia conmovedora. El paisaje de la selva “paisaje fantástico invertido en el espejo alucinante del caño”, escribe Gallegos, así como las diversas y emocionadas descripciones del Orinoco y sus afluentes. Ambiente conmovedor y sobrehumano: “Hondo silencio –se dice en la novela–, porque la presencia del hombre, de ese monstruoso acontecimiento que es la bestia vertical y parlante, esparce recelo entre los pobladores del bosque”. Y también: “Ahora un silencio extraño que produce angustia absoluta y profunda para los oídos de los hombres intrusos”. También son acontecimientos conmovedores las tareas de explotación del caucho con sus escenas inhumanas. La desesperada y no menos inhumana búsqueda de oro.
El otro punto de vista, refiere Waldo Ross, es el interior, metafísico, lleno de extrañas resonancias inconscientes. Aquí se aplicaría la lectura mitológica que hiciera con sumo cuidado Domingo Miliani. El mito es el hallazgo del mundo primordial. En el camino o viaje del héroe mitológico se dan los pasos siguientes: separación-iniciación-retorno. Marcos Vargas abandona la civilización, deja Ciudad Bolívar, deja Upata, se va a la explotación cauchera y luego a la selva finalmente, cambia de ser al unirse a la comunidad indígena. Pasa entonces las distintas “pruebas” de los ritos de iniciación, incluso el asesinato de su adversario. Solo hay que pensar en la conmovedora y acertada escena de la tempestad en la que Marcos Vargas, desnudo, enfrenta en vendaval de fuerzas desatadas, ampara en su pecho a un mono bebé perdido. Se ha convertido en el hombre original. Luego del “viaje iniciático” regresa a lo suyo, pero en este caso no directamente sino por medio de un hijo. Apartado en la selva concibe un hijo que, adolescente, envía a su amigo Ureña para que lo eduque y convierta en “civilizado”. Es común en la estructura novelística de Gallegos que el final de las obras concluya con la desaparición del protagonista. Doña Bárbara se perderá en la sabana, Florentino hará lo mismo, Marcos Vargas se internará en la selva. Cada uno de ellos, desparecidos, se convertirá en leyenda. Para Juan Liscano lo fundamental de su enfoque jungiano es la “descivilización” que sufre Marcos Vargas por propia decisión y por influencia del medio. Y esto ocurre pese a las intenciones civilizadoras de Gallegos respecto a sus personajes. Marcos Vargas es un personaje que se le escapó a Gallegos, a su esquema psicológico y pedagógico, dirá Liscano es la “búsqueda adánica del héroe tempestuoso, su voluntario despojamiento, su ascesis dramática, su atracción por la selva y el misterio, su rechazo al mundo de los racionales. Al desaparecer Marcos Vargas deja una estela en que se reconstruye”. El mito popular dirá que Marcos Vargas habla con los palos del monte y de hecho ha sido monte alguna vez. “De pronto sintió que los pies se le había convertido en raíces hundidas hasta el centro de la tierra, mientras por todo el cuerpo le corría una savia espesa y oscura, cien años subiendo hasta las copas más altas, para detenerse otro ciento a oír el paso del viento que hacía gemir los papurura por la muerte del indio Maremare”.
De la misma forma, las interpretaciones que se han hecho en torno a la obra de Gallegos tienen la marca del tiempo. Así la tesis de civilización y barbarie principalmente ha venido a ser considerada más tarde como un modelo superado de interpretación. Pero negar la tesis, por su caducidad histórica, supone colocar a Gallegos dentro de la historia, que tiene pasado y presente. Nelson Osorio, que ha examinado el asunto de esta lectura tradicional, dice que la oposición es, acertadísima palabra, una “alegoría”, que jamás respondió a la realidad. Los términos contrapuestos de Sarmiento no tienen solución de continuidad sino que expresan la destrucción de uno por otro, “no deben ser entendidos como partes antagónicas de una antinomia irreductible sino como tesis y síntesis de una contradicción dialéctica. La tesis, hegelianamente hablando, será la superación de ambas, un mundo nuevo que habrá de surgir de la conjunción de la realidad del llano con los ideales de la civilización. La síntesis es por consiguiente, una promesa, una esperanza”. La visión de Sarmiento era romántica, la de Gallegos, positivista spenceriana, su propósito era vencer la barbarie mediante la canalización de la fuerza bárbara, encauzar la “civilización quiere decir campos cultivados, población, caminos, industria, cultura, disciplina social”, escribió Gallegos en un artículo de 1912, que cita Osorio. Civilización como producto de la evolución de generaciones. El esquema se disipa y se muestra insuficiente. Es, precisamente, esquemático. En la misma línea está el trabajo de Javier Lasarte para quien el problema de leer a Gallegos, particularmente Doña Bárbara, supone “responder a la pregunta de cómo leer y valorar, cómo re/descontruir la moderna tradición cultural nacional o latinoamericana”. Al repasar el mundo de las interpretaciones galleguianas se fija en que, en los últimos tiempos, la lectura ha sido hecha significativamente por latinoamericanos y latinoamericanistas en el marco de la academia norteamericana. Así ha habido la lectura del nacionalismo populista, del mestizaje cultural y del patriarcalismo de Gallegos en el que se establece el triunfo autoritario del civilizador sobre los sectores populares y la mujer.
Desde luego que una obra que ha civilizado un país está amarrada a él de la manera sutilísima como unen los mitos y las imágenes ancestrales. Opuesto a Gallegos, cuya literatura decimonónica no cuadra con la nueva novelística y la renovación de la novela telúrica, Emir Rodríguez Monegal habla de libro-nación. Explica más tarde que Doña Bárbara, por ejemplo, es mucho más que una novela y lo es porque se parece a los viejos romances de finales de la Edad Media que no pretende crear personas reales sino que pintan figuras estilizadas que se amplían hasta convertirse en arquetipos, personaje mítico. “Lo que ha sabido hacer Gallegos es descubrir una mitología, intuir su naturaleza y esbozar algunos perfiles”. En el mismo congreso literario en que Rodríguez Monegal explica sus planteamientos en 1979, Úslar Pietri señala que el alcance de la novelística de Gallegos y particularmente su obra cumbre es haber creado mitos y arquetipo y en crear una realidad innominada “crear figuras centrales, figuras ejemplares, figuras representativas “en las que se “personifica y se centraliza todo un complejo de ideas, impresiones que están dispersas, que muchas apreciaciones y muchos tipos que pertenecen casi a una época épica”.
En la historia de la lectura de Gallegos hay dos obras que ha acompañado las interpretaciones y se han convertido en lugares clásicos a los que los lectores de todos los tiempos terminan siempre por referirse. Una es la obra de Felipe Massiani acerca del paisaje en Gallegos, según la lírica del paisaje en la ensayística latinoamericana de los años cuarenta del siglo XX. La otra obra es el acercamiento estilístico que Orlando Araujo hace del paisaje galleguiano, en los años cincuenta, paisaje interiorizado gracias al uso del lenguaje acertado. Sin embargo, las interpretaciones de la obra de Gallegos, una abultada bibliografía secundaria, siguen los moldes de una lectura que se ha hecho clásica. La historia de los libros es la historia de su lectura y de sus interpretaciones. Una obra que se prolonga en el tiempo va cambiando de lecturas. En los actuales y recientes, una lectura social y simbólica inclinaría la balanza otra vez hacia el tema de la barbarie o hacia la inestabilidad de una barbarie rediviva. De manera que las interpretaciones que se han hecho de Gallegos tienen la marca típica del tiempo y es de suponer que a las existentes se añadirán sorprendentemente otras cuando las primeras concluyan su época.
La publicación de Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima en un mismo libro es un viejo deseo de los lectores de Rómulo Gallegos, una vieja necesidad desde el punto de vista de los clásicos nacionales. Una edición que estaba haciendo falta si se observa la bibliografía del autor en estos tiempos, ausente en las librerías, y que, además, dirigida al público culto, cumpliese con la exigencia de ser una edición cuidada, trabajada y puesta al día. Las tres novelas capitales de Gallegos constituyen un hito de la literatura venezolana moderna, que serán siempre objeto de estudio y de culto entre los lectores de las letras nacionales y latinoamericanas. Esto ha sido posible gracias a la iniciativa de Fundavag Ediciones interesada en el patrimonio cultural venezolano de ayer y de hoy y con un fondo editorial entre el cual destacan los tres tomos que ha dedicado a los cuentos de Salvador Garmendia, los concursos para jóvenes escritores y una treintena de títulos diversos de un fondo editorial que, además, ya se ha hecho característico por la calidad de su diseño gráfico.
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Este texto de Óscar Rodríguez Ortiz es el prólogo de Doña Bárbara. Cantaclaro. Canaima, publicada por Fundavag Ediciones (Caracas, 2018).
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