Por FEDERICO PACANINS
Distinguidos miembros directivos de la Fundación Fernando Gómez.
Autoridades de la Universidad Católica Andrés Bello.
Amigos y compañeros del arte dramático.
Querida esposa, hijas y familiares presentes.
Señoras y señores.
La gratitud acaso sea uno de los sentimientos de más refinada dimensión humana y -¿por qué no decirlo?-, de mayor grandilocuencia dramática. Dar las gracias, agradecer, bien toma cuenta de no estar solo en el camino de los logros personales. De estar agraciadamente acompañado en actos plenos de destrezas y ánimo colectivo. Para muestra esta especial reunión y, de cierto, la recepción de este premio.
En la soledad del esfuerzo individual tal vez se logren creaciones propias de algunas artes: la pintura, la poesía y la creación literaria son ejemplos de la actividad solitaria, en muchos casos plenamente lograda. Pero la expresión de las artes escénicas, nunca se debe al quehacer solitario. Son artes gregarias, de trabajo mancomunado. Sin ese esfuerzo de aquel “todos para uno y uno para todos”, pues la culminación de la creación dramática no es posible. De modo que este premio llega a mi nombre, pero apunta al reconocimiento de todos los que han estado conmigo a través de los años. De los productores, escritores, actores, diseñadores, directores de arte, vestuaristas, escenógrafos, tramoyistas, maquillistas, ayudantes y ese maravilloso etcétera que ha aceptado nuestro rol de dramaturgo, productor o director en unos treinta años recorridos profesionalmente. Para todos ellos, la buena nueva del galardón, que lleva el nombre de un actor cuyo ejemplo de constancia deja el mejor aliento imaginable.
Fernando Gómez encarnó pasión, intelecto y destreza en escena, también dejó saber la constancia de ejercer su oficio en la Caracas nuestra, esa que le dio oportunidad hasta ya bien entrado en sus 90 años. El doctor Gómez –guaireño y caraqueño, refinado y constante-, nos lustra a todos con su nombre, por cierto muy bien representado en los dignos miembros de la Fundación y en quienes ya han recibido el premio.
Hace ya bastantes años tuve la oportunidad de vivir un proceso que explica el comienzo del tránsito por las artes. En mi juventud caminar frente del Teatro Municipal daba la oportunidad de contemplar un icono arquitectónico de la ciudad que, de paso, impulsaba a curiosear lo qué ocurría allá adentro. Pasé de largo por su fachada una y otra vez, hasta que de pronto llegó el luminoso momento de atreverse. De tomar la iniciativa de entrar, de revisar la promesa de futuro inmediato anunciada en los carteles y presenciar, por ejemplo, algún montaje de ópera o de los espectáculos teatrales ofrecidos por compañías nacionales o Internacionales.
Fui entonces el joven universitario que asistía regularmente a los teatros caraqueños –el Ateneo de aquel entonces, Teatro Nacional o el Teatro las Palmas-, hasta que un buen día di otro paso adelante. El paso de cambiar la butaca del espectador, por un puesto en el escenario. Decisión gigante esta de ir de la expectación a la acción escénica.
Simultáneamente, desde finales de los años setenta la radio nos adiestró en la locución y producción. La formación jurídica también tomó parte en el arte del buen hablar y del escribir con cierta corrección. Las conferencias acerca del jazz aportaron alguna destreza escénica y un hada madrina apareció en el panorama: Vilma Ramia, la actriz más luminosa y bella del Ateneo de Caracas dirigía los Espacios Unión en la esquina del Chorro. En compañía de Alberto Naranjo, maestro amigo, aceptamos una propuesta de Vilma y, a comienzos de los años noventa, produjimos varias temporadas de las crónicas escénicas dominicales “Arranca en Fa”, con plena aceptación del público y, en cuanto a nosotros, llenas exigencias de crear guiones, producir, dirigir y actuar. El cambio de la expectación a la acción se había cumplido para ya nunca más dar marcha atrás.
Largo e interesante es el camino recorrido desde aquellos tiempos hasta hoy. Quizás demasiado largo para resumirlo en este acto, pero sí suficiente para insistir en dar justo puesto a quienes nos han apoyado en los eventos de variada índole producidos en todos los teatros de renombre de la ciudad y en algunos del interior. Un apoyo que hoy nos ha llevado a tomar responsabilidades directivas en la Asociación Cultural Humboldt, con especial acento en la “Experiencia Shakespeare”, presta a presentar clásicos de la importancia de Medida por medida, Rey Lear o, muy recientemente, Macbeth.
No corresponde a nosotros dar juicio de lo fructífera o no de nuestra labor. Tal es el privilegio de espectadores y críticos. Pero sí siento que debe resonar algo legítimo o al menos sincero en este transitar. La urgencia de comunicar un hecho escénico en el que creemos, siempre ha sido el detonador que nos ha puesto en marcha, y gracias a ese detonador interno fuimos abriendo nuestro abanico creativo. Veinticinco años en la radio con programas semanales, muchos de ellos con Roberto Obeso a nuestro lado, nos dieron un cierto “caraqueñismo” en el tono y, de paso, impulsaron la escritura de crónicas literarias. Luego pasamos a las crónicas escénicas, a los libretos y montajes de musicales, y, por supuesto, al teatro de texto.
Es necesario cierto bagaje cultural para todo quien se mete en esto. Hay gente intuitiva, sin estudios, que lo hace muy bien, pero también cabe examinar las obras de creadores con mensajes elaborados y eruditos. Tal el caso de Aldemaro Romero, o de Juan Carlos Núñez y Albert Hernández, maestros musicales cercanos y contemporáneos. La escritura del drama, por su parte, bien puede apuntar a Isaac Chocrón, dramaturgo cuya enorme cultura personal, sin duda, amparó la firmeza de sus obras. Otro tanto sucede con José Ignacio Cabrujas o Román Chalbaud y, algo antes de ellos, con Leoncio Martínez, a quien no se le ha dado el puesto que merece.
Es importante, pues, la lección de construir un bagaje cultural propio: ilustrarse para liberarse, enseñaba Immanuel Kant. Y tal vez, con ese punto de partida, crear convocando talentos afines, dispuestos a compartir sus dotes artísticas en el contexto que uno ofrece. Es un regalo de la vida, en mi caso, recontar cómo nuestra Canción de Caracas dio escena para que Cayito Aponte, por ejemplo, presentara su faceta más refinada de cantante. Igual sucedió en variados espectáculos basados en el arte de Aldemaro Romero, Billo Frómeta, Andrés Eloy Blanco, Elisa Soteldo, Rafa Galindo, Graciela Naranjo, Memo Morales, Alberto Naranjo, Oswaldo Morales, el “Pavo” Frank Hernández, María Rivas, Oscar “El negro” Maggi, Jacques Braunstein o Julio Djaantje, artistas que ya no están con nosotros. También otras crónicas escénicas han dado oportunidad a talentos afines que, afortunadamente, hoy siguen adelante con su luminosa acción creativa: Rodolfo Saglimbeni, Gabriela Montero, Pedro Mauricio González, Estelita del Llano, Yolanda Moreno, Canelita Medina, Delia, Elba Escobar, Violeta Alemán, Luz Marina, Victor Cuica, Gonzalo Micó, Mirna Ríos, Horacio Blanco, Trina Medina, Gisela Guédez, Nancy Toro, Josefina Benedetti, Domingo Sánchez Bor, Fernando Roa… Sandra Yajure, Adela Romero, Judy Buendía, Gustavo Adolfo Ruiz, Francisco Morales, Rolando Padilla, Rafael Romero, Nohely Arteaga, Greisy Mena, Rosalba León, Andrés Barrios, Magdalena Frómeta, Jesús Rafael Pérez, Selene Quiroga, Laura Guevara, Marisela Lovera, Lorne Ñañez, Brixio Bell … José Tomás Angola, Yoyiana Ahumada, Alid Salazar, Gennys Pérez, Carmen García Vilar, Alejandra Szeplaki, Carlos Silva, Yessica Serrano, Gerardo Blanco, productores y dramaturgos cercanos… Valentina Garrido, Marielena González, Juan Carlos Grisal, Danel Sarmiento, Claudia Rojas, Fabiola Arace, Eliú Ramos, Catherine Medina, Israel Hernández, Marinés Hernandez, Katherine Coll, María Antonieta Hidalgo, Rafael Gorrotegui, Silvia De Abreu, Anakarina Fajardo, Andrea Mariña, todos talentos teatrales de nuevas generaciones… Armando Cabrera, Gerardo Soto y Nattalie Cortez, amigos colaboradores también honrados con este premio, y, por supuesto, nuestra querida directora musical favorita: Elisa Vegas.
Termino con un par de ideas y un breve monólogo en clave de confesión.
Un buen punto de partida para el hecho creativo está en una enseñanza de Rainer María Rilke, en sus “Cartas a un joven poeta”: colar la creatividad por el filtro de tu espíritu y de tu inteligencia, para abordar la pregunta del por qué dar a conocer algo tuyo. Una pregunta esencial, existencial, que a veces tendrá la respuesta siguiente: hay algo íntimo, importante y urgente, que debo expresar y convertirlo en escrito, en drama o comedia… en un musical, en programa de radio, en lo que sea… Allí una razón primera, legítima, para compartir y comunicar la obra propia. Si por fin aquello tiene o no mérito para los demás, es el riesgo que debe correr todo quien con ánimo creador se atreve en serio.
La segunda idea tiene que ver con la posibilidad de internacionalizar la obra. Todo parte de ofrecer el color local. Julián Marías advertía el campo del arte en un lindero donde algo se alude y algo se elude. Algo se dice y algo se calla. Podemos agregar que eso que se dice y calla debería nacer de lo que uno mismo es, de lo que recibió de sus padres, de su lugar de nacimiento y primera educación. Es muy difícil tratar de formar parte de la generación siguiente. No perteneces a ella y al tratar de incluirte a juro, pues te enmascaras falsamente: no estás viviendo de acuerdo a tus circunstancias innatas . Más difícil todavía es tratar de conseguir tono y color de experiencias ubicadas en pulsiones que ignoras, en sitios y lenguajes que no has vivido sino por referencias mediáticas. Imposible lograr legitimidad creativa al buscar espacio en un aludir y eludir cosas del todo ajenas. Y vuelvo aquí a mi punto de partida y de llegada: el agradecimiento.
Uno debe ser agradecido. Agradecido con el sitio, con el ambiente que de verdad te ilumina e impulsa: con el país que te ha tocado vivir, con la gente a quién le has pedido lo más importante, que es su tiempo. Tiempo para leerte, para que disfrute de tu espectáculo en un programa televisivo, para que te escuche en la radio, para que vaya al teatro a ver algo tuyo… Cuando hay un largo camino más o menos exitoso recorrido, no se puede fríamente evitar el agradecimiento. El creador pudo comunicar lo suyo porque alguien le tendió la mano a las cosas que propuso. Entonces no hay lugar para dar la espalda. Lo que te motivó estuvo y, a pesar de todo, sigue estando aquí, en estos espacios que no todo el mundo los tiene. Yo estoy seguro que en Nueva York no tendría una Asociación Cultural Humboldt o esta especial tribuna de la UCAB, ni en Colombia, ni en Madrid, ni en cualquier otro lugar… tendría que volver a nacer.
En una situación coyuntural difícil, por decir lo menos, la solución personal no es tan fácil como decir cierro la puerta, me voy para otro lado. Como creador con cierto reconocimiento uno se mueve en una autopista de dos vías: tú propusiste y otros aceptaron. Se está en un punto donde tienes que dar por ti mismo, pero también por los demás. Veo gente cercana que no agradece. Te aplaudieron por todos lados y de repente dices adiós, te fuiste. Por eso Miami, en muchos casos, no resulta más que un cementerio de elefantes… (pausa)
Monólogo de siesta de domingo en la tarde con Hotel Humboldt al fondo .
Domingo en la tarde achicharrado por el murmullo de una ciudad lenta. El ensueño de la siesta marca el sonido de viejos discos que dan rumbo a ciudades ideales: Paris, Madrid, Viena, Londres, Nueva York… ¡ah…! (despierto de golpe de mi cómodo y destartalado sillón). ¡Qué Londres, ni Nueva York! ¡Sueños!… Puro espejismo de grandeza de ese allá muy lejos de aquí. Sueños de domingo en la tarde. Más nada (busco un trago… sorbo).
El mundo en verdad termina en el borde del Ávila. Al menos allí acaba para mí. Sitios lejanos, idiomas extraños, siguen quedando donde siempre estuvieron: en el mundo del ensueño, a mil millas de distancia, sin posibilidad ni remota de verdadera conexión inmediata. Lo siento por mi miopía y también por mi limpieza de bolsillos vacíos, pero… (otro sobro, llega un recuerdo)
Cuando pequeño el paseo al Hotel Humboldt, allí en el Cerro Ávila, estaba impregnado de neblina. Era como imaginar un viaje a Suiza en media hora, o al menos a lo que te imaginabas de Suiza a través de las películas… Te montabas en un funicular que parecía llevarte a una estación de esquí o quizás a un exótico lago. ¿Será que el Ávila tiene nieve?, me preguntaba entonces al ver cómo el hotel armonizaba la idea mediante su chimenea, los muebles bajos, paredes de piedra, mucha madera, y un concierto de arquitecturas que para nada evitaban la neblina de los alrededores, sino todo lo contrario.
Quien diseñó aquello, me decía, de seguro pensó en establecer una estación invernal, pero no ignoró que lo hacía en el lugar tropical más al alcance de lo posible. Era cosa de darnos mediante el hotel, la realización de un sabroso suspiro con todas las de ley: yo, un transfigurado James Bond caraqueño en plena luna de miel, y ella, pues una de las chicas de la película, siempre en la medida de lo posible.
¿Lo digo más claro? Pues mejor me vengo de vuelta del espejismo, de la pura metáfora, para responder si funcionó o no el Hotel Humboldt… (¡ajá!)… y de pronto caigo en cuenta de cuánto importa que aquí mismo, frente a esta Caracas con 453 años, se alce un icono de miles de posibles lunas de miel, tan solo a la espera de una activación que, paradójicamente, quién sabe si algún día llegue a darse (turno de mirar al norte de la ciudad).
Bien lo sé: allí mismo, donde no hay otro norte distinto al Ávila y su teleférico, está el hotel Humboldt que alguna vez fue y quién sabe si volverá a ser. Allá, bien allá, queda Madrid, París, Londres, Nueva York y su Broadway que también un día ya lejano se nos apareció cerca, cerquita… pero que con todo y la era actual de comunicaciones extremas, como que sigue quedando lejos. Bien lejos. En ese mismo espacio de sueños que, con todo y lo inalcanzable que luzca, todavía encanta la imaginación de un domingo en la tarde (alzo mi copa)
¡Salud discos míos que todavía resuenan!
¡Salud amigos presentes!… Muchas gracias.