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Discurso de Caracas

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Por ENRIQUE PÉREZ OLIVARES

La montaña y el valle y el río eran fondo de mar: eso dicen los geólogos. El mar había sido separado de los cielos: eso dice la Biblia en el propio Génesis. Sin embargo, el mar no estaba tranquilo, tenía ansias del cielo e intentaba una y otra vez unirse a él.

Un día, esto cuentan los fabuladores, se encrespó de tal manera el mar que estaba a punto de tocar el cielo, pero en ese instante la ola se convirtió en montaña. Llovieron los cielos una y mil veces. Esas gotas lavaron la piedra, disolvieron las sales. Lentamente el alga se convirtió en musgo, el crustáceo murió con tanta reiteración que fue humus.

A la sierpe marina le salieron alas, a ratos piernas, a ratos simplemente respiró.

La montaña estalló en vida. Acunaba las lágrimas vertidas por los cielos en mil riachuelos, se apoderaba de ellas en sus entrañas para hacerlas brotar más adelante. Jugaban juegos de amores tierra y agua y cuando el cielo se llevaba el agua, la montaña, jadeante, se quedaba hecha pedazos. Así nació el valle. Así nació el río. Nadie había visto, nadie había escuchado, nadie había entendido. Resonó en los pliegues del monte la voz divina: “Creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y enseñoreaos de ella y dominad a los peces del mar, y a todos los animales que se mueven sobre la tierra”.

No se sabe cómo, pero una vez, hace mucho tiempo, unos ojos rasgados tocaron todo aquello y lo convirtieron en paisaje y una voz humana comenzó su señorío. Continuaba la tarea que en otro tiempo había iniciado y que el libro bíblico del Génesis nos relata: “Formado pues, que hubo de la tierra el Señor Dios todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, los trajo al hombre, para que viese cómo los había de llamar…”.

Poco a poco se fueron llenando de nombres los aires: Anauco, Caroata, Catuchacao, Guaire sonaban ahora las aguas. Mariches, Catia, Petare, Macarao sonaban ahora los montes, los indios y los bajíos. Orumo, bucare, majagua sonaron los árboles. El indio se hizo uno con la planta: Caracas fue el arbusto, Caracas fue la tribu. Comenzó el indio a amasar la tierra con sudor. Parió la india con dolor. Espinas y abrojos produjo la tierra y comieron hierbas de la tierra.

Otro día tomó el hombre posesión de la montaña: Guaraira Repano la llamó. Sus huellas abrieron senderos y trochas: enterró en ella sus huesos, sus conchas y sus vasijas. Convirtió el pedrusco en pedernal; desde entonces ardió la montaña, ardió la sabana; murieron de sed el primer bucare y el primer mijao y se secó el primer arroyo.

Ya había quien viera y escuchara. Comenzaron las lágrimas y los suspiros. Prendió el odio y el amor. Rompió el hombre la tierra para acunarse en la ladera y muchas veces lo arrastró consigo el juego de la montaña y del agua. La guerra les abrió las entrañas a los hombres y la caña no solo atravesó animales. Otros hombres llegaron y repitieron el rito: convirtieron las montañas en paisaje, les pusieron nombres a las plantas y a los animales. Dejaron su testimonio en la piedra hendida.

Buscaron a Dios en los vientos y en el rayo. Sudaron sobre la tierra, fueron arrastrados por las aguas en su juego con la montaña. Mataron y quemaron. Lloraron y vieron. Amaron y odiaron.

Conmemoramos una de esas repeticiones. Esta vez se quedó prendida en un nombre: Diego de Losada. La tarde y la mañana comenzaron a contarse: 25 de julio de 1567. Pero ahora el hombre no tomaba posesión para sí sino para otro.

Brotó la ciudad con nombre de santo, de orden de caballeros, de arbusto y de indio. Otra vez la guerra y los odios: Tamanaco, Guaicaipuro, Mariches, Macuto; Pedro Ponce, Narváez, Fajardo; Tiuna, Paramaconi, Sorocaima, Terepaima; Rodríguez Suárez, Martín Fernández, Juan Díaz. La sabana de Maracapana regresó a su silencio de tumba, cuando comenzaron los fabuladores a bajar la voz y la historia pareció tomar el lugar de la leyenda. Se sucedieron las actas del Cabildo y la pequeña anécdota se acumuló, una tras otra.

En los solares y en las cocinas la mestiza conservaba la leyenda. En los salones y los pasillos el viejo dueño acumulaba historia. A un cuadrante de los dieciséis originales, se fueron añadiendo otros. Las calles rectas comenzaron a dibujar jorobas en las laderas. Don Gabriel, alférez mayor, alcalde ordinario, regidor, le robó el nombre a la montaña. Las cumbres se empezaron a llenar de piedra para la guerra. Llegaron los obispos, los doctores y los gobernadores. Hubo seminario y universidad. La ciudad saltó el Catuche, el Caroata y el Guaire. Más tarde el Tacume y el Caurimare. Ya no se detuvo más.

Solo descansaba unos años.

Pero la montaña, que ahora era de Ávila, no la dejaba dormir: sacudía casas y capillas, tumbaba torres y conventos para obligarla a continuar. Las esquinas les quitaron los nombres a los hombres; el obispo Diez Madroñero las obligó a rezar.

El gracejo del pueblo se sumó para dotar la ciudad de nombres y apellidos. Luego fueron los héroes y los libertadores.

Más tarde el fablistán se hizo presente en esta tarea inacabada. Y la historia continuó.

Juan Domingo del Sacramento Infante le dio techo a la Santísima Trinidad e inició larga tradición de dar techo al pobre. Entonces se pedía permiso. Más tarde no. Se mezclaron los huesos y las carnes de todos los muertos. La tierra se fue hinchando de arreboles. Volvió la montaña a resonar con el rumor de la palabra divina, leyenda e historia se hicieron una sola: Miranda, Rodríguez, Bello, Bolívar. ¡Increíble sinfonía! En apoyo de ella: Paúl, Blanco, Carreño, Landaeta, Ramos, Montilla, Lovera, Muñoz Tébar…

Cuerpos y almas de caraqueños se extendieron por los llanos, los ríos y las montañas. Subieron nevados y dejaron atrás el ecuador. Se fundieron con los caribes, los incas y los araucanos. La libertad se hizo una con el hombre latinoamericano. Luego fue un largo gemido. Historiador y fabulista se quedaron mudos. Apenas un murmullo y un sollozo: ¡al hijo por antonomasia no se le permitió el regreso en vida! La anécdota volvió a hacerse pasar por historia.

Siguieron las calles y las esquinas robándoles el nombre a los hombres y a los santos y a la leyenda. Cerraron sus rezos los conventos. Cayeron —so pretexto de progreso— los aleros de las viejas casas y las paredes de las ermitas. Comenzó el injerto: hoy París, mañana Sevilla o Madrid, después Niza o Roma, ahora Los Ángeles o Nueva York. Los poetas, los músicos y los pintores se hicieron dueños de la leyenda. Siguió la guerra, el odio y el amor. Los “cañoneros” alegraron las jornadas. Cien Losadas se abalanzaron sobre las laderas y el rito de hendir la tierra, ponerles nombres a las cosas, levantar paredes y cubrir techos se exacerbó.

Mientras el poeta gritaba su angustia, el automóvil se adueñó del valle y luego de la montaña. Miles, millones de hombres se apurruñaron sobre la tierra y se derramaron sobre las cumbres. Es tanto el ruido que la voz de la historia y del fabulador se pierden. Ya no hay corral para guardar la leyenda. ¡Son tantos oídos que no escuchan y tantos ojos que no ven! Y sin embargo, la montaña está: sigue jugando juegos de amores con las aguas y arrastrando consigo al hombre.

Continúa estallando en colores.

El hombre crece y se multiplica. Amasa con sudor la tierra. La mujer pare con dolor. Suspiros y lágrimas se cuelan por las cañadas. Muere de sed —bajo el cemento o bajo la llama— el árbol… Apenas sobrevive un bucare o un mijao. Allí están también el poeta, el artesano, el músico y el pintor guardando la leyenda. El amanuense escribiendo las actas donde la anécdota muere. La lucha del peatón se hace angustiosa y el ferrocarril baja a las entrañas de la tierra, para despejar sobre sí calles para la vida y la cultura.

Los barrios cuentan su historia. Las orquestas llenan de ecos los aires. El drama de la muerte conmueve a la ciudad. Caracas ya no es indio, ni arbusto, orden de caballeros o santo. ¡Caracas es ciudad que reclama hijos! Nos ha dado patria, bandera, himno; letra, ciencia, libertad. Nos enseñó a bailar merengue y a cantar serenatas. Universalizó el joropo. Nos pide amor, cariño, comprensión. Quiere que conozcamos su historia y su leyenda. Grita en cada una de sus piedras viejas para que las redimamos del olvido. Sigue amasando los huesos y las carnes de sus muertos para preparar tierra de hombres nuevos.

Hace años se convocó a la imaginación para salvar la ciudad. A ella hay que unir la voluntad y el corazón. Ojos que miren, oídos que escuchen, cabezas que entiendan, pechos que amen con pasión. ¡Fundir de nuevo la leyenda con la historia!

Hay que rescatar al niño pintor y al ceramista que en la barraca dan vida al barro y a los papeles; hay que ayudar a la adolescente danzarina que esquiva las manos lujuriosas en la escalera del superbloque.

Hay que acompañar al viejo luthier que sube el cerro con su arpa a medio hacer. Hay que escuchar la voz del poeta y la del músico. Mirar los colores del pintor. Abrir el corazón al mendigo que duerme su borrachera, entre los ecos de la bohemia, sobre los escalones ya blandos del Municipal. Hay que vibrar con la anciana que se quita de la boca un mendrugo de pan para brindarlo a las palomas y a las ardillas.

Hay que temblar de rabia con la muchacha a quien se le mete en la cama el padrastro encabritado. Llorar de dolor ante el niño a quien la bala le robó la vida. Hay que arrancarse del alma el ansia de dinero, porque El Dorado ya no abre caminos a la gesta. Deberán nacer los parques: Catia, El Calvario, San José del Ávila. Tendrán que callar los motores de los automóviles en otros muchos lugares, para que suenen las risas y los llantos de los enamorados. Las plazas y los barrios serán requeridos como espacio para el arte.

Caracas necesita tener como hijas otras ciudades que deben nacer ya, sin demora, porque le estalla el vientre. Hay que llenar de frutos y de olores las casas y los apartamentos, los ranchos y las barracas. Empaparse de historia y de leyenda.

Rescatar de la maleza las piedras que son testigos de otros tiempos. Hay que rezar callado ante el altar de piedra. Perder el nombre muchas veces para sumar esfuerzos. Hay que voltear gavetas y abrir archivadores para rescatar los sueños.

Estamos convocados por los tiempos para unir la justicia, que no existe, a la libertad ya conquistada. ¿Tendremos quizás que inventar las cenizas de Miranda, rescatar las de Rodríguez y Bello para exorcizar con ellas la montaña?

Estamos convocados por los tiempos para unir la solidaridad a la libertad y a la justicia. Pero… ¿tendremos acaso que celebrar de nuevo el rito de los indios y bebernos las entrañas de Bolívar para enfrentar el desafío? (1).


1 Sorprende, en este ejercicio poético oratorio que el autor leyó como primer mandatario de la región capital el día aniversario de la fundación de Caracas en 1980, la pre-ciencia de la pregunta con la que se concluye: bebernos las entrañas de Bolívar parece, a la altura terrible de hoy, en 2021, una frase sumatoria, sumarial de la experiencia aún inconclusa de descomposición nacional y de crisis terminal de la república civil —una vez más— que ha significado la imposición de una ideología que se atribuye la paternidad bolivariana, indiferente a la verdad histórica y alimentada en las fuentes más oscuras del autoritarismo personalista, durante el régimen establecido por Hugo Chávez desde 1999.

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