Boleros
Alma, corazón y vida
“Ya son las doce y no llega me hará lo mismo que ayer”: la desazón en el mero centro del pecho. El diafragma se contrae y vienen los sobresaltos del órgano palpitante y vital que nos sostiene. Estas emociones o sensaciones en los movimientos sístole y diástole son, “quizás, quizás”, la mejor evidencia de que allí habita el alma. Ciertamente, este fue un concepto muy poderoso durante siglos, que ha ido cambiado con los años por numerosos estudios científicos, hasta llegar a manejar la hipótesis de que la residencia del alma es el cerebro.
Pues, en el universo del bolero, el alma está en el corazón donde asienta el delicioso tormento del amor, con su incontable gama de circunstancias: el flechazo, la plenitud, el olvido, el deseo, la tristeza, la vergüenza, el desamor, la venganza, la incertidumbre. “Ese bolero es mío… y su música sentida se clavó en mi corazón”; “Yo vivo enamorado de ti porque llevas en tu alma una canción, porque guardas un cariño para mí en el fondo de tu amante corazón”; “Sin un amor el alma muere derrotada, desesperada en el dolor, sacrificada sin razón…”; “Frío en el alma desde que te fuiste, sombras y angustias en mi corazón”; “Este amor delirante que abraza a mi alma es pasión que atormenta a mi corazón”; “Y no se puede tener conciencia y corazón”.
En el corazón alabado por el bolero se alberga también al ser amado, “es que te has convertido en parte de mi alma, ya nada me consuela si no estás tú también”. “Somos dos almas que en el mundo había unido Dios…”.
Y es que el bolero es “esta canción que lleva alma, corazón y vida y nada más, alma para conquistarte, corazón para quererte y vida para vivirla junto a ti”.
Tania Ruiz Tirado
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Boleros de mi vida
Recuerdo a papá bailando despacito, como si todo fuera un bolero. Quizás de allí me viene la pasión por ese ritmo que ha marcado mi vida.
Miro por la ventana de la casa de El Paraíso en Caracas y veo un paisaje marítimo. En el picó suena “Tristeza Marina” en la voz de Leo Marini. El dilema en el que Margot sumió al marinero se hizo mío: tienes que elegir entre tu mar y mi amor. La valentía de aquel hombre para optar por el mar que era todo y nada, me hacía admirarlo. Los costos de la soledad, la tristeza infinita y abandono que tuvo que pagar me hacían llorar y las lágrimas me sabían a mar. Todavía me saben así. Me gusta el mar.
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Desde el bar de El Valle llegaba hasta mi cama la voz de Felipe Pirela con “El Malquerido” y yo no podía dormir con tanto sufrir: Si yo pudiera borrar tu vida, la borraría; el menosprecio de sí mismo: pobre de mí porque al quererte me mal quería; la conciencia de la traición: soy malquerido por la mujer que yo más quiero y de la impotencia: pero dejarla/por dios no puedo. Así fue noche tras noche, por muchas noches infinitas.
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A Estelita del Llano la escuché al marcar teclas en la rockola de bares en la avenida Baralt. Todavía no alcanzaba los 18 pero parecía más grande y me servían cervezas. Entonces, escuchaba una y otra vez: Tu sabes lo que siento si estás junto a mí/tu sabes que tus besos me hacen sentir/ un raro cosquilleo que no sé definir… / Yo sé que tu me entiendes lo que quiero decir… Estelita era mi cómplice. Esa letra me despertaba el cosquilleo que ya sentía y se quedó conmigo para siempre como las letras de mis boleros.
Leoncio Barrios
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Escríbeme: un bolero tras las rejas
La cárcel encierra los huesos de los seres humanos, pero no puede ponerle barrotes a la magia de la mente. Y si a quien destierran a la sombra es a un poeta, imposible aprisionar su palabra entre rejas y paredes. Recordamos al alicantino Miguel Hernández, a quien las mazmorras franquistas no pudieron mellarle “su espada de la luz”. En un calabozo de Sevilla escribió sus hermosas Nanas de la cebolla, y otros grandes poemas. Pero si un poeta prisionero, es además músicohablante, entonces no quedan nubes en el cielo que lo limita.
Era el año de 1953, Guillermo Castillo Bustamante, compositor, perseguido por la dictadura imperante en Venezuela, pagaba prisión en la cárcel de Ciudad Bolívar. Su tormento mayor era Inés, su mujer, también recluida como él, pero distante, en la cárcel de San Carlos. Único enlace entre ambos, la pequeña hija de la pareja −Inés como la madre− quien llevaba noticias escritas de uno y otro a sus respectivas prisiones.
Falto por alguna razón de novedades de su esposa e hija, Guillermo compone Escríbeme. En su letra implora las “cartas” que rompen la soledad y nutren la “esperanza” del prisionero. “Más importantes que la misma vida mía” clama en este bolero que no envejece. Su sola mención de “cartas” sabe avivarnos la nostalgia de aquel bello hábito epistolar, hoy agónico, casi perdido. Acepta amoroso los “borrones” en los que Guillermo sentía el pulso de su hija y de su amada. Borrones imposibles hoy en la precisión de las teclas digitales que nos partieron el lápiz. Escríbeme es la exaltación de la necesidad ancestral de comunicarnos, de leer palabras de los seres queridos. Qué importa que no sean más que “tonterías”, o, en última instancia, “malas nuevas”.
Ramón Peña
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Ese bolero es mío
Nunca tuve la oportunidad de disfrutar la existencia física de Felipe Pirela. Yo seguía siendo una niña cuando tuvo lugar su muerte trágica en Puerto Rico aquel aciago 2 de julio de 1972. Yo era apenas una cría, ¿a santo de qué una criatura de 8, 9 o 10 años iba a extasiarse escuchando Por la vuelta, Cuando estemos viejos, Únicamente tú o Lo que es la vida?
Sin embargo, cuando los días y las noches de la infancia transcurren bajo el arrullo de la música popular latinoamericana y del Caribe, es fácil hacerse viejo acabando de nacer si es que los padres escuchan siempre a Toña la negra, a Panchito Risset, a Alberto Beltrán, a Agustín Irusta, a Carlos Gardel o a Carmen Delia Dipiní.
En esos casos, la estética del despecho y la lírica del desamor se inoculan en la mamila, en el beso de las buenas noches, en el Dios te bendiga, hija… Y uno dice a crecer entendiendo que amor se escribe con llanto en el diario amargo de mi desconsuelo.
Ya crecida, y hecha a la idea de que los modos de amar varían según las regiones del planeta, entendí por qué a Felipe Pirela no solo se le llegó a conocer como “La estatua que canta” sino también como “El bolerista de América”: porque incluso después de muerto ¡cada día canta mejor!
Yo era una niña cuando aquel zuliano recibió los 5 disparos que cegaron su vida al mismo tiempo que lo convirtieron en leyenda. Recordaré por siempre el revuelo generalizado en mi familia, en Venezuela, en América latina… Hoy, cada vez que lo escucho, esté yo feliz o esté triste, lo único que puedo pensar es que ese bolero es mío. Su letra soy yo.
Eritza Liendo
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Hay boleros en mi altar
Es como tener en nuestra casa un altar en el que colocamos no solo las películas que nos han hecho palpitar de emoción sino, principalmente, los boleros que acariciaron nuestras mejores ensoñaciones. Los primeros boleros aparecen cuando el resplandor de nuestras vidas es apenas un soplo de desvaída coloración que, sin embargo, va acrecentándose en intensidad a medida que continuamos escuchando a Juan Arvizu o a José Luis Moneró cuando cantaba “Sin ti” con la orquesta de Rafael Muñoz y comenzábamos a dejar de lado la timidez y la inseguridad amorosa del adolescente y se iniciaba el contacto físico con la chica del barrio y cierto jugueteo febril que se mecía en los compases del bolero que nos envolvía con las voces de Bobby Capó o Leo Marini.
Era un tiempo en el que apuntaba un inútil bigotico sudamericano y ciertos gestos y ademanes que prefiguraban al futuro macho venezolano de ronca voz y desplantes que resultaban lo contrario de los amores silenciosos y distantes propios de los débiles colores adolescentes.
Descubrí que el bolero resultaba ambivalente porque alimentaba las esperanzas y deseos del amor y de la aventura, pero también estimulaba y fortalecía el desamor, el despecho y los desengaños. El desdichado rogaba a Dios que interviniese y aconsejara a la desdeñosa que volviese.
Lo dejé escrito para que el mundo supiese de mis insomnios y fervores: me desvelaban las trasnochadas canciones de Agustin Lara, desvivía por el Trío Los Panchos y los éxitos de Lucho Gatica; buscaba abrazar a la muchacha mientras la dulce voz de Rafa Galindo y la orquesta de Billo Frómeta nos acariciaba, pero la belleza no solo de su voz sino de la esbelta figura de Alfredo Sadel ocupaba todo el espacio.
Vi cómo tomaba vida una bella muñequita de Esquire y no pude evitar que la niebla del riachuelo me amarrara al recuerdo y no me importaba que quedara el infinito sin estrella y perdiera el ancho mar su inmensidad porque estaba seguro de que en la mujer amada, el negro de sus ojos y el color canela de su piel permanecerían intactos.
¡Porque intacto permanece también en mi memoria el amor que el bolero encendió en mi corazón!
Rodolfo Izaguirre
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Mujeres en el bolero
Al hablar del bolero, siempre se dijo que la mujer solo era musa y fuente de inspiración de los compositores, sin embargo, la existencia de importantes compositoras y su llegada a los grandes escenarios mundiales desde tempranos años del siglo pasado, desdicen esta afirmación.
Ernestina Lecuona (1882-1951), pianista cubana y hermana mayor de uno de los más consagrados compositores de principios del siglo pasado, Ernesto Lecuona, es la primera mujer que se conoce en la historia de este género como compositora. Algunos de sus boleros: “Anhelo besarte”, “Ya que te vas”, “¿Me odias?”, entre otros.
María Joaquina de la Portilla Torres, o la gran María Grever, fue otra de las grandes que registran los archivos. Nacida en 1884 en aguas territoriales, su partida de nacimiento la declara de Guanajuato, México. Su repertorio cuenta cerca de 900 composiciones. Algunas de las más conocidas: “Júrame”, “Así”, “Volveré”, “Alma mía”. La Grever fue además alumna de Claude Debussy. Se presume que Estados Unidos guarda parte de su obra, lo que podría darnos alguna vez la sorpresa de importantes composiciones clásicas y quién sabe si más de un bolero también.
Otra alumna de Debussy fue Consuelo Velásquez, la autora del bolero más importante del siglo XX, “Bésame mucho”. Sumó un repertorio clásico y una serie de boleros interpretados por grandes voces del continente. “Cachito”, “Verdad amarga”, “Amar y vivir”, “Franqueza”, entre algunos de los más conocidos.
Podemos seguir la larga lista de compositoras, donde Cuba y México llevan la bandera.
Isolina Carrillo y sus “Dos gardenias”; María Teresa Vera, a pesar de que se dice que era Guillermina Aramburú quien escribía para ella, en todo caso, otra mujer; “Veinte años”, uno de sus más conocidos boleros. Emma Estela Valdelamar con “Mucho corazón”. Marta Valdés y cierro con Chabuca Granda.
Elsy Manzanares F.
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Parece que fue ayer
Me he dado cuenta de que en mi transitar por la música voy sintiendo más respeto por la trascendencia de la obra, que por su historia patria. Celebro más el bolero como una coincidencia latinoamericana que como un invento cubano. Me pasa lo mismo con el jazz y el rock. Son fenómenos que trascienden su origen.
Si nos dieran a escoger un ícono del bolero, inmediatamente pensaríamos en “Bésame mucho”, de la compositora mexicana Consuelo Velázquez.
Uno de los boleristas más populares es el chileno Lucho Gatica.
Quién no escuchó en una taguara “Rondando tu esquina” y “Nuestro juramento”, del ecuatoriano Julio Jaramillo.
“En un rincón del alma”, del argentino Alberto Cortez, fue un suceso en la voz del brasileño Miltinho; y en Venezuela la gente se enamoraba oyendo a Felipe Pirela y Estelita del Llano.
El bolero ranchero de José Alfredo Jiménez invadió Latinoamérica a través del cine en las voces de Pedro Infante y Jorge Negrete. Y en un mundo aparte Toña la Negra, Agustín Lara y más tarde Armando Manzanero.
He acompañado a ídolos como Marco Antonio Muñiz, Roberto Ledesma, Vitín Avilés, Chucho Avellanet y Olga Gillot, quien no cantaba sin su pianista Juan Bruno Tarraza, compositor de “Besar” y “Ya son las doce”, clásicos en la voz de Tito Rodríguez.
A mi brother Nené Quintero le decía que a veces, cuando echo un cuento de la carretera que involucra a una figura importante, he sentido que me ven como un “charlatán”.
“Yo por eso nunca cuento nada”, me dijo Nené.
Benny Moré, Bola de Nieve, Daniel Santos, el Trío Matamoros son parte de mis preferencias, más allá del bolero y de Cuba.
El bolero tuvo la buena suerte de ocurrir antes de que “los chicos de marketing” allanaran los estudios de grabación.
Ezequiel Serrano
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Perdón
Se ha hablado mucho de “Linda”, la canción que popularizó a Daniel Santos. Y han circulado varias versiones. Como tuve tantas oportunidades de hablar con Daniel, le pregunté un día:
—¿Quién era Linda?
Sé que a esa pregunta ha respondido de todo. Pero en esa ocasión se quedó pensativo y de repente me comentó que veía en su mente el rostro de don Pedro Flores, el compositor. Estaba sentado en un banco, en una calle muy cercana al mar. Don Pedro le había pedido que lo acompañara y Daniel se hallaba a cierta distancia mirando la escena desde un lugar sombreado.
—Linda era la novia de don Pedro. Ella vivía en Santo Domingo, y ese día tenía una cita con él. Don Pedro la esperaba en una esquina, pasaban las horas y Linda no llegaba. Entonces alguien se acercó y le dijo: “No la espere, que Linda se fue para Nueva York”. Lo había dejado plantado. Y entonces se puso a componer esa canción. Y yo la canté.
Para Daniel Santos la mayoría de las mujeres eran como Linda. Siempre le había salido una Linda. Sus matrimonios se acababan a veces el mismo día de la boda. En muchas ocasiones tuvo que pedir perdón, casi desaforadamente, y por eso le gustaba cantar esa canción: “Perdón”, que de alguna manera me envolvió también en su magnetismo. Aunque de un modo menos dramático.
A dos días de iniciarse el carnaval, Daniel Santos me invitó a un ensayo a las diez de la mañana. Tenía una botella de whisky al lado de su silla. Cantaba “Perdón”. Tuve que lanzarme a beber con él. Su voz se mantenía clara y metálica. Aunque ya no poseía la fuerza contundente de la garganta joven. No sostenía mucho tiempo una nota: la cortaba y ya está. “Per-dón vida-de- mi- vi-da”. Me emocioné porque podía verlo y escucharlo a medio metro. Dominé las ganas de aplaudirlo a mitad de canción y derribé la botella. Exclamé, automáticamente “!perdón!” mientras trataba de que no se derramara el whisky. Daniel siguió cantando, pero en cierto momento cantó así: “per-dón, si no lo has bo-ta-do…” y sonreía.
José Pulido
*Esta entrega del Dietario Boleros ha sido producida por Elsy Manzanares.