La pluma Mont Blanc ahíta de tinta, sangra literarias heridas en la mano de la escritora.
Elisa Lerner
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La mejor compañía
Todos tenemos a un amigo que nos calma. Una vez le escuché contar a Rafael Cadenas que Hölderlin, asediado por los fantasmas de la vida y la muerte, encontraba sosiego cuando alguien cercano se sentaba a leerle a Homero en griego antiguo. El sonido de aquella lengua entrañable, al parecer, lograba conjurar el bravo mar de fondo que se agitaba en él. Algo en su alma se entregaba al ir y venir de la corriente y la lucidez volvía a salir a flote, como una boya visible desde la orilla. Hölderlin. No somos, ni de cerca, ese corazón por el que pasaron todas las luces y sombras de la pasión humana. Pero Homero, amigo mío, para mí, ese sí eres tú. Con tu presencia inmemorial, con tu voz franca, con tu acierto que es a la vez precisión y consuelo, con tu belleza viril que acepta derramar una o dos lágrimas y que, cuando hace falta, sabe convocar toda la piedad posible para auxiliar a un hermano tuyo de pronto desvalido. A nadie me siento más seguro de querer que al que me calma y, por como vamos, no se conoce en el mundo persona que, al amar, sea más amada. Nos conocimos en la adolescencia, sé que cargaré a sus hijos, cuando los tenga, y que mi último día lo tendré en las palabras que me queden. A veces pienso que si él no existiera yo hoy sería polvo más polvo en el camino. Siempre me dice –y allí también radica su nobleza– que le avergüenza que le confíe todo esto, que le resulta excesivo, etcétera. Y por pudor, se hace el que no entiende. Pero yo insisto, y por eso se lo escribo.
Diego Arroyo Gil
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Política minúscula
Existen al menos dos maneras de entender la libertad: por un lado, como un valor (posiblemente inconmensurable), y por otro lado, como un derecho (posiblemente inalienable) que se presenta en diferentes grados. Consideremos la segunda de estas alternativas: si la libertad es un derecho que viene con diferentes niveles de intensidad pues al ser una experiencia puede ser más o menos vívida, pasajera, permanente, real, o imaginaria-, podemos decir que somos más o menos libres dependiendo de varios factores. Por ejemplo: soy más libre si tengo un mayor número de alternativas para elegir (libertad como capacidad de elección). Otro caso plantea que soy más o menos libre en la medida que otros no interfieren con mi espacio de acción y de elección (libertad como no-interferencia). Pero hay una tercera opción. La libertad no se mide a través del número de opciones disponibles para ejercerla, ni tampoco en términos del espacio que queda protegido de la interferencia arbitraria de otros. Según esta “tercera vía”, soy más o menos libre dependiendo de mi capacidad de convertirme en quien quiero ser (libertad como autonomía). Hoy en día se sobrevalora esta última noción. No obstante, prefiero la seguridad legal de poder elegir sin interferencias, por encima del anhelo político de hacerme positivamente libre y autónoma.
Paola Romero
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Retratos de Barcelona, 5
Camino por las estrechas calles del Barrio Gótico cuando me encuentro con una camioneta blanca, ancha, de reparto de mercancía. Viene en retroceso desde el angostísimo Carrer del Bou de Sant Pere hacia el también estrecho Carrer de Sant Pere Més Alt. A unos metros está el Palau de la Música con su estrambótica decoración exterior. La maniobra del vehículo hace que detenga la caminata. Un hombre moreno, fornido, cabeza rapada, con un arete en la oreja y que lleva puesta una camiseta blanca sin mangas, se baja del asiento de copiloto, suda copiosamente. La temperatura exterior marca 29 grados. El hombre empieza a dirigir la maniobra: ¡Dale pa’ trás! ¡Dale, dale, dale! ¡Recto, recto, recto! El acento es inconfundiblemente venezolano. El paisaje visual se transforma. Los edificios viejos parecen distintos cuando oigo al hombre y lo veo moverse de un lado al otro, con velocidad felina, al tiempo que sigue dando instrucciones: ¡Gira, gira, gira!, el dedo índice de su mano derecha se mueve como el aspa de un helicóptero. La calle está llena de postes negros sólidos y pequeños, que marcan el camino por donde deben circular los escasos carros y los muchos transeúntes. ¡Qué bolas! ¡Estos postes están mal ubicados!, exclama el hombre. ¡Endereza, endereza, endereza! Le da un golpe seco y contundente con la mano abierta a la puerta trasera de la camioneta. La mano como cuando uno de pequeño la dibujaba siguiendo el trazo de los dedos sobre un papel en blanco. Le grita al conductor que ya está listo y se monta de nuevo en el asiento de copiloto. El entorno se transfigura. Siento que no estoy en el Barrio Gótico de Barcelona sino en el Caribe. Siento una repentina nostalgia y ganas de ir a darle unas palmadas en la espalda al hombre, ofrecerle una Frescolita, si la hubiera, y felicitarlo por la maniobra. Pero me quedo inmóvil, transfigurado, soñando con el mar, con las playas que ya no existen. Cuando avanzo, un poco más adelante, en la misma calle, un joven blanco con barba y camiseta de rayas, lleva una carretilla con frutas. Se detiene y habla con otro hombre y le dice: “¿Tú sabes por qué Maracaibo es la ciudad más fría del mundo? Porque hace tanto calor que solo se puede estar con aire acondicionado”. Los dos ríen y él sigue su trayecto, empujando su carretilla. Acabo de leer que se calcula que para el año 2020 el número de desplazados venezolanos alcanzará la cifra de ocho millones.
Pedro Plaza Salvati
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Barbería delirante, 7
De los tres clientes que esperan sentados junto a la máquina de café, hay uno que necesita un corte urgente. Quien le acompaña discute al teléfono, previsiblemente con la novia. “Eres lo peor que me ha pasado en la vida”, le dice antes de interrumpir la llamada. Luego comienza a gritar: “Estoy nervioso, estoy nervioso”. Para calmar su intranquilidad, el cliente urgente le cede su turno. Si esta fuese la sala de espera de una consulta psiquiátrica y no un salón de barbería es como si le hubiera dado una de sus pastillas: “Tómate esta quetiapina de 300 milígramos, yo te la doy porque a mí es lo que mejor me funciona cuando me pongo violento”. El hombre se la tomó, caminó hacia mi silla tejana (regulable en altura e inclinación del respaldo mediante hidraúlico) y, sin que yo hiciera nada especial, sino lo mismo de siempre, se fue quedando dormido. Ahora tengo la silla ocupada, quién sabe por cuánto tiempo, y el cliente que necesitaba el corte urgente, en lugar de quedarse a vigilar el sueño de su amigo, se ha ido.
Slavko Zupcic
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Un verso mal recordado
Fue mi amigo R.D.C quien me acercó a El cementerio marino. No tanto al poema entero sino al asombro del primer verso traducido. No tanto a la exactitud de la traducción sino a lo que, según él, le producía la imagen del primer verso. Mi amigo lo recordaba como “Techo hinchado de palomas”, cuando, en realidad, debía ser surcado. Mi amigo decía que era traducido por Jorge Guillén, pero pertenecía al poeta peruano Javier Sologuren. Pero lo más importante de todo esto no era la exactitud sino la impresión que, al menos en mí, se afianzaba. Tampoco importaba a quién pertenecía el acarreo del francés al español. Paul Valéry se iniciaba o reiniciaba como presencia citable, recordable. Luego vendría la lectura del poema entero, por cierto, a partir de un libro obsequiado por otro amigo que actualmente reside en Perú. Una edición de Alianza Editorial, bastante aporreada, y con un estudio introductorio. Esta vez, traducido no por el español ni por el peruano: por otro autor que ahora mismo no recuerdo. Volver a Valéry es como regresar sobre esas olas y costas que ya no vemos (la de Cata, por ejemplo).
Néstor Mendoza
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