El tiempo
Para O.
Qué es un mes y medio además de seis semanas. Podría ser también estar los dos del mismo lado del océano, asombrados del azar de la última noche del año. Iniciarse cuando todo comienza, con el día ya soleado, y al salir de la cueva hacer que la voz suene en el mundo como a veces suena el viento. Andar de paso por calles de hace tantos siglos, de pie sobre ruinas romanas, rodeados de los muros de arena de los árabes y de balcones españoles. Cuántas historias parecidas han sucedido aquí mismo, pero esta es la nuestra. Todos los amantes son siempre idénticos, y no obstante son siempre los primeros y los únicos de la tierra. No nos vamos a engañar: pidamos de una vez una botella. Y sobre la mesa hay que apoyar tras de brindar, no vaya a irse el duende que acompaña los cuerpos y la fiesta. Si el espacio es infinito, cualquier lugar puede ser el centro, pero para los que se quieren el centro es justo donde están. Si no, no vale la pena, aunque el encuentro dure solo un par de horas, o tres días, o un mes y medio, seis semanas. Ya lo decías tú, que el tiempo no existe. Con o sin temblor de madrugada, el tiempo no existe. Por más que la experiencia se acumule, feroz, en las heridas, en el instante más claro el tiempo no existe. Igual lo que hace todo más bello es que uno se permita que la vida nos viva y no solo vivir uno la vida. Y ante los miedos y las dudas, tu gesto de buscar con la punta de los dedos la punta de los míos.
Diego Arroyo Gil
Ya no somos los mismos
1
Ruidos equivalentes, desorden, quejas, dolor. Angustias del individuo que se resiste, del colectivo que escapa y se lastima. Allí, en esa brecha transversal, germina el ritmo de un sonido implacable: una sola voz, un golpe fijo y contundente; crudo embrague de una memoria compartida, de un silencio a voces.
2
Los dígitos fatales crecen y caen como pétalos en las violentas falanges de la ciudad quebrada. Así pasan los no-días, mientras la miseria desconecta el vínculo, desarma la confianza, anula y sepulta las ya lejanas virtudes del bienestar común. Quiénes somos. Una colectividad sin norte. Alzheimer inducido por los mundos delirantes de los que obligan a la historia, ellos: poderosos avatares de un heroísmo indefinido que nos ha hecho sucumbir en esta pavorosa escena.
3
Cae la noche. Miramos en azul turbio. Abrimos las bocas, perdidos en la secuencia inconexa de un recuerdo tapiado, rocas perturbadas en las fracturas de un presente incierto, en la bruma de un futuro invisible.
Los largos plazos se han vuelto pequeños, casi diminutos; todas las ganancias, las metas; todos los planes, son tan sólo un abreboca circunstancial que sobrevive con mucho esfuerzo en un día, en una hora, en milésimas de segundos.
Mañana nadie sabrá, mañana es otro año, otro problema, otra urgencia inmediata, otra muerte sin nombre.
4
Caminar sin rumbo. Como si la memoria desapareciera en el estiércol. Mirar la nada. Tragártela. Bola peluda de aires insufribles, bestia diminuta que se atraganta con una gigante legión de ficciones. Historia lejana que te fusila en la frente.
Detrás de la huella queda la página, respirando desde la transparencia de millones de pérdidas que regresan, una y otra vez. Marca infundada e infeliz. Fisura indescifrable que nunca sanará.
5
Vuela otra vez el silencio. La rabia se hunde. En la lejanía la alterada realidad te carcome las raíces e inunda tu aliento ya tan lleno de desamparo. Vuela el silencio. Allá, en la larga e indómita explanada, el sol te quema.
Tu piel es otra. Tu mirada se cerró. Ves otras cosas bajo las texturas de una olvidada y vaporosa luz. Ya no somos los mismos.
Lorena González Inneco
Vivir es muy peligroso
Los hiyabs de las musulmanas, que cubren cabello y pecho, me parecen bellos, entre otras cosas por una lejanísima familiaridad, ya que hasta la centuria anterior las católicas usaban un velo en la cabeza para ir a misa. Tampoco me parece completamente ajeno el chador, pieza que cubre todo el cuerpo excepto la cara, semejante al hábito de las monjas. No obstante, la niqab, por no hablar del burka que apenas permite a quien la lleva mirar por una rejilla, implican cubrirse la cara. Tapar el rostro en mi memoria solo es compatible con delincuentes, juegos infantiles, fiestas de carnaval y los encapuchados de la Universidad Central de Venezuela antes de 1998, unos tirapiedras que se refugiaban en mi casa de estudios al menor avance policial. Por no hablar de que como feminista me causa incomodidad que el manejo del deseo masculino sea asunto exclusivo de la modestia en el vestir de la mujer, tradición no exclusiva de los musulmanes pues a estas alturas todavía hay cristianos y ateos que justifican la violación en razón de la ropa provocativa de la víctima.
Ahora nos toca portar una mascarilla. Nos cuidamos de las ciegas estrategias de sobrevivencia de una entidad sin deseo sexual, de un virus. Cuando se acerca alguien sin ella puesta o con la nariz descubierta me aparto como del pecado; si el rostro está enmascarado pero la persona no guarda la distancia corporal necesaria mi cerebro la señala como amenaza. Nuestra jamás olvidada memoria como especie de cazadores y recolectores nos une al grupo de convivencia inmediata. Llámese pareja, hijos, padres, parientes o personas con los que compartimos un espacio en alquiler, hemos vuelto a un pequeño núcleo de gente que merece la suprema confianza: tocarnos, abrazarnos, quitarnos la máscara.
Somos temor, empatía, deseo, voluntad de estar vivos a todo evento.
Gisela Kozak Rovero