¿Por qué Yolanda?
Porque desde hace años está comprometida con el trabajo de la palabra.
Porque desde que lo supo convirtió ese único recurso, el alfabeto, en la masilla que da forma a su alma.
Porque combina lo que recuerda y lo que sueña produciendo luz.
Porque vive poéticamente y en su sensible sencillez dibuja escenarios de color para sus nietos.
Porque con su mirada poética, íntima, femenina, recorre y envuelve a la familia, a su Paya, a un país.
Porque esparció la semilla de sus letras a territorios extranjeros y la hizo florecer como el premio que nos recuerda nuestro orgullo por saber que en Venezuela tenemos una poeta que sonríe.
Gisela Cappellin
Vivir es muy peligroso
Los hiyabs de las musulmanas, que cubren cabello y pecho, me parecen bellos, entre otras cosas por una lejanísima familiaridad ya que hasta la centuria anterior las católicas usaban un velo en la cabeza para ir a misa. Tampoco me parece completamente ajeno el chador, pieza que cubre todo el cuerpo excepto la cara, semejante al hábito de las monjas. No obstante, la niqab, por no hablar del burka que apenas permite a quien la lleva mirar por una rejilla, implican cubrirse la cara. Tapar el rostro en mi memoria solo es compatible con delincuentes, juegos infantiles, fiestas de carnaval y los encapuchados de la Universidad Central de Venezuela antes de 1998, unos tirapiedras que se refugiaban en mi casa de estudios al menor avance policial. Por no hablar de que como feminista me causa incomodidad que el manejo del deseo masculino sea asunto exclusivo de la modestia en el vestir de la mujer, tradición no exclusiva de los musulmanes pues a estas alturas todavía hay cristianos y ateos que justifican la violación en razón de la ropa provocativa de la víctima.
Ahora nos toca portar una mascarilla. Nos cuidamos de las ciegas estrategias de sobrevivencia de una entidad sin deseo sexual, de un virus. Cuando se acerca alguien sin ella puesta o con la nariz descubierta me aparto como del pecado; si el rostro está enmascarado pero la persona no guarda la distancia corporal necesaria mi cerebro la señala como amenaza. Nuestra jamás olvidada memoria como especie de cazadores y recolectores nos une al grupo de convivencia inmediata. Llámese pareja, hijos, padres, parientes o personas con los que compartimos un espacio en alquiler, hemos vuelto a un pequeño núcleo de gente que merece la suprema confianza: tocarnos, abrazarnos, quitarnos la máscara.
Somos temor, empatía, deseo, voluntad de estar vivos a todo evento.
Gisela Kozak Rovero
Ayer mataron al doctor King
Con su sotana blanca de mercedario, el padre Ángel entró aquella mañana en el aula, para suplir a nuestra maestra de segundo grado, quien no había asistido. Quizás por no tener preparada la clase, se atrevió a conversarnos, sin importar nuestra parvulez, sobre una calamidad que le acongojaba. Era notoria en su rostro, más grave que de costumbre. “Ayer mataron al doctor King”, nos espetó sin ambages.
Primero pensé que se trataba del Dr. Kildare, protagonista de la serie televisiva homónima, la cual veíamos en el mostrenco Admiral de casa. Recuperado de mi lerdez, tampoco entendí, de seguido, que fuera médico un rey: porque no atisbaba yo a entender que la palabra king, una de las primeras aprendidas en las clases de inglés en el colegio, fuese también apellido. Solo después de que el padre comentó que el finado era activista por los derechos civiles de la población negra en Estados Unidos, supe que se trataba de Martin Luther King. No era empero la primera vez que escuchaba el nombre, aparecido ya en tertulias de papá con su hermana mayor. Porque tía Maruja estudiaba en Washington al comenzar el movimiento contra la segregación en 1955, tras rehusarse Rosa Parks a ceder su puesto a un pasajero blanco, infringiendo así la ley de Alabama.
“Lo asesinaron ayer en Menfis”, añadió el padre Ángel al cerrar el obituario en aquella mañana de abril de 1968. Siempre la recordé, porque era mi cumpleaños. Casi nadie lo sabía en el aula, puesto que ya para entonces evitaba yo celebraciones. Y más aquel en año revoltoso, a la sombra del magnicidio.
Arturo Almandoz Marte
Los sueños
A mí no me importaba nada porque era un canalla y jugaba a los naipes con nuestra vida en común. Él en cambio me quería con un fervor incomprensible que, sin embargo, en el fondo y no tan en el fondo, yo creía merecer de gratis, sin necesidad de dar sino frases hechas e intimidades de arrabal. El día en que rompimos, el día que hui, no me dijo ni una sola, mínima palabra de revancha. Era un ser muy grande. Yo continué unos meses más sacando provecho de su nobleza y usufructuando con su amor, que estimaba infinito e irreversible. Soberbia. Pero la vida tiende al equilibrio. Una noche, a bordo de un taxi durante un viaje con amigos, cayó el hacha. Era París y detrás de la ventana estaba el esplendor del mundo, y ese esplendor era él. Sin demora, lo llamé. En un segundo, apenas oírlo saludarme a través de la línea telefónica, supe de súbito que la belleza lo había salvado y que yo lo había perdido. Me volví loco. Loco, hosco, patético. Estuve un tiempo, no sé cuánto, bebiéndome hasta la muerte y fumando cuatro cajetillas de cigarros al día. Después resucité, creo, pese a todo, y en el transcurso de la última década hemos coincidido algunas veces, por casualidad. Lo que él no sabe es que, junto con el recuerdo sensible de su comprensión, de su dulzura, de su serenidad, de todos sus dones, asimismo llevo conmigo en su nombre un verso de Yeats que dice: “Pisa suavemente, pues pisas sobre mis sueños”. Los suyos y los míos.
Diego Arroyo Gil
Sobre los principios arduos
En su ya clásico El orden del discurso, Michel Foucault desea iniciar su clase como si ya hubiera empezado y él solo recibiera el testigo, como el velocista que lo espera del compañero que termina de correr sus cien metros.
Conozco pocas maneras de comenzar con tanto tino un texto, sobre todo hoy en día en que las redes nos dan acceso a tantos libros y tantos artículos que gastan buena parte de sus párrafos poniéndonos en autos de lo que van a decir. Si van a hablar de la evolución, nos cuentan la vida de Darwin primero; si van a hablar de filosofía, arrancan explicando quiénes fueron los presocráticos, y si lo fueron; si quieren reflexionar sobre las carreras de fórmula uno, invocan a Ben Hur. Es extenuante y aburrido.
Por eso, yo he optado por saltarme los dos primeros párrafos de todos los artículos de los periódicos, como espero que usted, lector, haya hecho con este.
Juan Carlos Chirinos
Nos queda la mirada, si la dejamos libre sortearemos el escollo, voy pensando mientras veo hacia el piso en el camino al parque que está cerca de mi casa. Subo el mentón y hago el ejercicio de mirar lejos, entreno los ojos, acostumbrados ahora a verlo todo de cerca, literalmente todo. Aprovecho el espacio desconfinado, busco el punto más alto del horizonte, giro a la derecha y a la izquierda, siento el globo ocular, lo masajeo, le hablo: no dejes de percibir aquel pinar del fondo, no te pierdas esas nubes refaelianas que van pasando. Una señora de pelo canoso camina con un palo en la mano, al verme se ajusta la venda que le cubre la boca, la saludo, un movimiento descendente de la cabeza y los ojos directos a los suyos. Por un momento esquiva, desconfiada, mi seña, pero luego se anima, en fracción de segundos y me mira, sosteniendo con valentía su decisión de responderme, en un gesto de personal insurrección. Pequeñas victorias contra la máscara, me digo, en esta batalla que apenas comienza.
Me acerco a la peluquería de la calle de al lado, voy a encontrarme con Alí, un barbero filipino cuyo mayor aval es ser silencioso. Nos conocemos desde hace tiempo, sabe que tomaré un tren que sale en pocas horas, así que moverá rápido sus tijeras y sus mezclas de tintes. Esta vez tiene la boca tapada, una careta geométrica que emula un ave extraña. Sus ojos achinados se llenan de pliegues, me sonríe. Frente al espejo, se concentra en su quehacer. Por un instante abandono mi libro para espiar de reojo un mohín recurrente que ha incorporado a su coreografía, una especie de tic que le hace acercar la oreja al hombro en ambas direcciones. Se contrae, baja la cabeza, la sube. Le pregunto si le pesa la máscara. Es una máscara de máxima seguridad, responde. Quítatela, Alí, pienso, puedes quitártela. A través del espejo busco prescindir de las palabras que este hombre y yo nunca nos diremos. Un cruce de pupilas exhaustas parece lograrlo.
Carmen Leonor Ferro
Ají picante
La primera vez que tuve conciencia plena sobre el escote femenino fue, además, la primera vez que probé un ají picante. Esa curiosa confluencia ocurrió cuando tenía alrededor de once años, en mi aula de sexto grado. Creo poder recrear la escena: estaba en un salón de clase, más largo que ancho. Unos treinta muchachos lo ocupábamos, con los pupitres formando largas filas. Yo, no recuerdo ahora la razón, no me hallaba en una de esas hileras: mi pupitre estaba apoyado contra una de las paredes laterales, debajo de una ventana, cercano al escritorio de la maestra. No estaba solo. Me acompañaba la niña más precoz del salón, la que ya se había desarrollado. Muchacha avispada, reilona y parlanchina, me hablaba sin parar, y yo temía por la reacción de la maestra. Mi timidez galopante me impidió interrumpirla y pedirle silencio, en un primer momento. Al rato tomé valor y traté de hacerlo, pero me distrajo el triángulo que tenía como vértices: a) el tercer botón de la camisa de mi compañera, b) el ojal correspondiente al primer botón, y c) el primer botón; triángulo que albergaba dos montículos de carne, retenidos por un leve brassiere, que el escote me permitió detallar con generosidad. En ese momento se me presentó un gran dilema: ¿debía obviar esa visión inédita o seguir mirando? Creo que estaba vuelto un manojo de nervios. Ese azoramiento duró un buen rato, al final del cual ya no era dueño de mí mismo, y mis miradas eran cada vez más evidentes. Entonces, la muchacha se volteó hacia la ventana que teníamos detrás, y tomó una fruta de la mata que colgaba de la reja. Era una baya, de color anaranjado, de apariencia apetitosa. «Vamos a probarla», me dijo. La partió en dos pedazos, y me metió uno en la boca. Sentí que en mi boca se desarrollaba un incendio; lo cierto es que nunca había probado un picante tan fuerte. La cara se me encendió, mientras mis ojos comenzaban a lagrimear. Ella arrancó a reír. Nunca llegó a comerse su mitad de ají, por supuesto.
Mirko Ferri