Por CATHERINE MEDINA MARYS
“Esa mañana enterraron a Sebastián”. Cinco fueron las palabras escogidas por Miguel Otero Silva, las únicas que necesitó, para que el primer lector de Casas muertas imagine el primer pasaje de la novela: los dolientes vestidos de negro cerrado a principios de siglo marchando sin ganas con una urna en hombros. En el cielo el sol incandescente de los llanos venezolanos, y en el aire el sonido de las alpargatas removiendo el polvo al caminar, y el zumbido de los zancudos que acabaron con las casas de Parapara de Ortiz.
La migración interna, la falta de oportunidades, el autoritarismo y la enfermedad son lugares y problemas que ha visitado la literatura y la dramaturgia venezolana a lo largo de su historia. No es sorpresa, entonces, que Casas muertas regrese en tiempos donde se clama el falso “arreglo” del país, para recordarnos que en verdad seguimos despidiendo a nuestros familiares en los aeropuertos, en los cementerios.
Casas muertas, adaptación hecha por Jan Vidal de la obra magistral de Miguel Otero Silva, bajo la dirección de Javier Vidal, tuvo su estreno en enero de 2020. La llegada del covid-19 al país truncó la temporada, y de ahí en adelante el elenco conformado por Theylor Plaza, Wilfredo Cisneros, Claudia Rojas, Julie Restifo, Jessica Arminio, Marielena González, William Goite, Sergio Malpica y los Vidal se han presentado en el teatro del Centro Cultural Chacao de manera tan esporádica como pertinente.
La adaptación de Vidal reduce los personajes de la novela original, sin que ello signifique una reducción de sus conflictos principales, que permanecen tan latentes como vigentes a lo largo de dos horas de obra.
Así, la historia nos va llevando de la mano de la adorable Carmen Rosa (Rojas), una joven de 18 años que destaca entre las demás por su inteligencia, su agudeza, su belleza y su bondad. Características que poco le han servido en un pueblo minado por el paludismo, cuyos habitantes son descritos en la novela (y en su obra-espejo) como “fantasmas”.
No es de extrañar, entonces, la pasión que envuelve a Carmen Rosa cuando se enamora de Sebastián (Plaza), un joven voluntarioso que llega un día de visita al pueblo, y que tiene una profunda conciencia social. Trama, con su compañero Feliciano (Jan Vidal), un plan para liberar a los centenares de estudiantes de la Generación del 28 que, por órdenes de Juan Vicente Gómez, fueron a parar en la cárcel de La Rotunda para ser castigados con un destino incierto, que muchas veces terminaba en muerte.
Esta obra de teatro nos recuerda la belleza de esta forma de arte, con su elenco nutrido y experimentado, con sus momentos de fantasía —el director ofrece una coreografía estupenda de joropo y un momento de danza contemporánea que son el gran valor agregado de esta producción—, su tristeza infinita y una musicalización magnífica. Casas muertas merece más que unos pocos días en la cartelera teatral venezolana.
No vale la pena hacer comparaciones necias entre la novela y esta adaptación. En la novela, el lector puede regresar, entretenerse y revisar sus distintas tramas. En la obra de teatro, el tiempo es precioso y la acción se concentra en la lucha de Carmen Rosa por devolverle la vida al pueblo por no permitir que su vida perezca junto a las casas sin ventanas, sin puertas, sin gente.
Han pasado 67 años desde la publicación de Casas muertas, y ahora es toda Venezuela la que nos recuerda a ese pueblo que se enfrenta a su propia extinción. Las noticias de nuevos comercios, de nuevas edificaciones, las docenas de grúas que se yerguen sobre el paisaje caraqueño existen a la par de un rebrote de tuberculosis en las cárceles venezolanas, de una pandemia que no termina de irse, de un nuevo impuesto que aumenta los precios y empobrece el bolsillo de los venezolanos.
Y al sur de la capital, en el corazón de Venezuela, mueren otras casas todos los días. Casas muertas, como obra teatral y novela, sigue siendo el reflejo de un país que es cárcel y carcelario de sus propios habitantes, destino de salida de millones de venezolanos y destino de llegada de algunos pocos.