Por DIAMELA ELTIT
El archivo es el objeto, el centro, la posición y la disposición en la que se funda el texto. Recorre planteamientos realmente iluminadores que han reflexionado, desde un conjunto de miradas plurales, acerca del archivo y debido a esa precisa conjunción de trabajos citados, sabemos que se formuló el archivo como uno de los centros de los estudios culturales. El archivo, entonces, puede operar como aquello que pertenece y, a la vez, despertenece porque forma parte de hilos de un tejido otro, plural, que se niega a la linealidad. El archivo puede ser considerado un exceso o una falta que cita el adentro del adentro y, de esa manera, se autonomiza.
En el curso de la lectura del brillante libro Escribir después de morir: El archivo y el más allá, de Javier Guerrero, propone el archivo como vida, rompiendo así la categoría fúnebre que lo acompaña. En el curso de la lectura se materializó ante mí una imagen iluminadora, un preciso soporte, que puede resultar, tengo que decirlo, en parte puntual con respecto a la dimensión de los argumentos teóricos centrales, desde luego, pertinentes e iluminadores que recorren el texto, pero esa imagen me permitió pensar de un modo, digamos, material, la lectura de la totalidad del texto fundado en el archivo como una instancia viva, táctil, consolidada bajo la forma de un encuentro, una cita, una vida activa. Pude percibir, en esa imagen o más bien en el relato de un acontecimiento, el exacto momento en que la muerte fue desplazada por la escritura. Un texto mínimo pero poblado. Un texto que, aunque no tenía firma, no puede considerarse anónimo por las condiciones de producción que portaba porque requería de una lectura activa, en ese momento preciso: el encuentro con su exacta lectora. Un breve texto que debe ser considerado público o publicado pues portaba una escritura que parecía una apuesta lanzada de manera incierta y aleatoria al acto de vivir, un mensaje a un tipo de océano terrestre, porque, en plena calle, en medio de un turbulento final (y comienzo) se conformaba una forma de archivo básico que mostraba y hasta demostraba la tesis del autor de estos ensayos. Lo que quiero decir o lo que pude considerar es que desde el universo que se abría con la imagen y su historia se desprendía un vivir después de la muerte.
Me refiero al acto de depositar la planta en la acera, dejarla allí, expuesta a la mirada, acompañada de un mensaje tenue, pero poderoso, escrito en la inmediatez de la muerte más material de su dueño-autor, gestor de una vida (la de la planta y a la vez la del dueño) que se encarnó en una escritura. El encuentro de una escritura acotada pero intensa. Una escritura que se “plantó” en un imaginario, el de la lectora del mensaje, hay que decirlo, poético, una escritura que apelaba a una forma ineludible para seguir viviendo o quizás habría que pensar en la tarea de vivir en el ojo y en la mirada, mediante el roce de una escritura excedida que circuló como un texto incierto y pleno de certezas en la planta que portaba su/la vida.
Pero hoy la planta sigue creciendo viva, de mano en mano, más allá de la muerte biológica del autor, de una planta que vive gracias a la escritura que es lo que permite la circulación en una vida otra, la planta como el cuerpo vivo de su autor que está inmerso en un archivo-planta que circula de mano en mano, viva entre los vivos.
Lo que consideré como el archivo-planta o como un artefacto mediador para acceder a una lectura me permitió un re-paso por la vida y la muerte y la actual vida del autor de la planta y su relación con las causas de las muertes de Severo Sarduy y de Reinaldo Arenas pero, a la vez, vivos en el archivo tacto o contacto, ese sitio donde la enfermedad, SIDA, AIDS, VIH, podía ser mencionada pero no iba a proliferar porque todo transcurre a flor de piel. Más aun, el archivo de Reinaldo Arenas sigue su curso, se amplía desde los otros, que lo “tras-plantan” para mantenerlo vivo.
Severo y el pelo. O las pelucas de Salvador Novo, que portan, me imagino, su ADN, la pérdida del pelo como signo aterrador en la biología hombre, la evidencia de un quiebre estético, un histórico, actual y siempre problemático no a la calvicie, el mismo no de Pedro Lemebel, ambos fóbicos al cráneo, sobrevivientes de la calvicie en sus fotografías. Otro cuerpo. Un cráneo perfecto, vestido de tela por Lemebel o poblado estéticamente por Novo, de arriba abajo.
Pero también se podría pensar este libro como una forma resbaladiza de novela documental y hasta histórica en cuyo interior circulan personajes que poblaron y pueblan el canon literario. Lo señalo porque el narrador del texto construye con su escritura un espacio archivístico otro, una, es un mero decir, novela-documento en el interior del libro, donde Pedro Lemebel y su narrador coinciden para formular un archivo por el cual Pedro camina, busca, se niega, acepta, en medio de una voz otra, una voz orificio, una voz única solo posible en esta vida. Pedro Lemebel circula en el libro con fragmentos de archivos desarchivados, necesitaba habitar el libro archivo y en ese habitar ingresó su narrador para archivarlo con su relato, recorrerlo, atraer su voz quirúrgica, desde el orificio anal que sostenía sus vocablos.
O la letra-padre “correr el tupido velo” y la complejidad que porta la frase más citada de José Donoso, repetida para definir el “carácter” chileno o ese velo que atraviesa el acontecer chileno. Ese es el título que Pilar Donoso, la hija, utiliza en su único libro, un libro también complejo emanado del archivo paterno y para el que, según Javier Guerrero, ella necesitó una segunda mirada, velo y velar para posibilitar aquello que los diarios del archivo paterno nunca advirtieron: el acto de escribir de la hija.
Crimen, enfermedad, virus, suicidio ocurren y trascurren en la letra o entre las letras. Muñecas y pelucas, un pájaro disecado como homenaje a la Nena, Delmira Agustini, su pelo ensangrentado en el curso de su asesinato. El viaje hollywoodense de Salvador Novo, huyendo del comunismo, fiel a su categoría recargada de dandy ilustrado, pero traspasado por el deseo popular adherido a sus noches y sus días.
Las fotografías de Paz Errázuriz cierran el libro ¿lo cierran? O quizás se podría pensar en el punto de partida de otro inicio archivístico fundado en la imagen y en la pose, esa pose de la cual habló extensamente Sylvia Molloy, lo pensó en otro registro, sin embargo estas poses hoy nos acechan o nos invitan o nos archivan desde la tecnología, alojadas en la diversidad de sitios-archivos como sede de infinitas poses ya capturadas o autónomas o autoproducidas, incesantes e insaciables, generando una multiplicidad inacabable de relatos vivos.
Y en esta línea de pensamiento, y profundizando quizás hasta un cierto paroxismo en la pose, abordada de manera intensa en el texto, permite, o para decirlo más específicamente, me permite pensar el libro mismo como una pose deliberada, me refiero a la instancia en que la escritura establece un pacto con la estética para producir una poética y esos procedimientos se deslizan para conformar un libro crítico o de ficción. La pose entonces constituye un elemento fundamental para la formulación de un libro porque apunta al deseo de configurar una imagen central que el libro o algunos libros o quizás todos los libros buscan elaborar. La imagen y sus imágenes de vida y de muerte que Javier Guerrero consignó de manera crítica, pero especialmente apelando a la sorpresa narrativa operada desde el centro del archivo, allí, justo donde la pose de la letra encontró su específico y particular centro.
*Damiela Eltit (Chile) es narradora y ensayista. Entre los muchos reconocimientos que ha recibido queremos destacar: Premio Nacional de Literatura de Chile (2018), Premio Carlos Fuentes (2021) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2021).