Por VÍCTOR GUÉDEZ
Una despedida siempre se asume desde perspectivas diferentes. Puede aludir, en primera instancia, a un simple “hasta luego”, o también puede alcanzar un significado definitivo, es decir, un “hasta más nunca”. Estas tensiones extremas se relativizan cuando se trata de decirle adiós a un entrañable amigo cuya partida nos deja sin uno de nuestros refugios. Harry Abend representaba el amparo de un solidario afecto así como las luces de un admirable creador. Semejantes sensaciones de afecto y creación se hacían sentir particularmente en la atmósfera de un taller rodeado de sorpresas rizomáticas. Él ha muerto y no podemos pretender un adiós provisional que suponga un posible regreso físico, pero esta desaparición presencial tampoco revela su definitiva ausencia, en tanto que ante la oquedad producida se revive la metáfora de Eugenio Montejo: “La muerte es vida por vivir”, ya que ella puede revelar que la muerte de una persona con un nombre y un espíritu se convierte en la redimensión del nombre y del espíritu de una persona.
Harry Abend trabajó toda la vida de manera incansable para dejar un pedazo de alma en cada realización y para inscribir la impronta de su temperamento en todos sus logros, por eso ahora sus obras artísticas y sus fuerzas anímicas ratifican la vocación de una afirmación cargada de pletórica vivacidad. Se impone aceptar que una pérdida supone la interrupción definitiva de encuentros y el establecimiento de un vacío abismal, sin embargo, en ningún caso esa realidad se traduce en el impedimento para relanzar el recuerdo de imágenes celebratorias. Ya no aparecerá la identificación de su nombre en la pantalla de mi celular ni surgirá la incomodidad reflejada por las interrupciones de la conexión en los instantes clave de una conversación, tampoco se enfatizarán los intentos por apaciguar sus apreciaciones no compartidas respecto a las actitudes de algunos amigos comunes: ahora sus respuestas no se producirán fuera de nosotros porque se generarán dentro de nosotros. Todo reposará entonces en el núcleo afable de nuestro imborrable recuerdo.
Mucho más notable será el no respirar el aire denso de su búnker de trabajo que generalmente servía como espacio para rodear, e incluso para merodear, los distintos perfiles de sus ejecuciones postreras. Pero estas carencias demostrarán que el respeto y afecto son interminables hacia su memoria y que la admiración y el reconocimiento a su legado artístico son indelebles. El tiempo podrá diluir algunas evidencias pero jamás eliminará las huellas gratificantes de las experiencias compartidas. Aquí el vocablo “huella” se nutre de la connotación que le otorga Jacques Derrida: una huella es la ausencia de una presencia previa que se fue para hacerse imborrable de otra manera.
En esta despedida no sobran los consuelos, ya que ellos permiten atenuar la partida del más grande escultor venezolano de nuestro tiempo. Por eso al dolor de su ausencia se impone encomiar su legado artístico que, como ningún otro, él supo consolidar en medio de una holgada brecha que va, desde el trabajo prolijo y sutil de la joyería, hasta la monumental y deslumbrante culminación de la integración de la escultura a la arquitectura, sin soslayar el abordaje de ningún formato intermedio, y sin omitir la exploración y explotación de todo tipo de materiales y técnicas. Pero además, se atrevió a atender los reclamos de esa cobertura con el cultivo de las dos orientaciones gruesas de la escultura, como son, por una parte, la resolución constructiva de los ensamblajes geométricos y, por otra, la espontaneidad, rusticidad y materialidad de los volúmenes orgánicos; y todo esto lo solventó con innovación y dominio, y sobre todo, sin dejar por fuera la incursión frecuente de ejecuciones experimentales y conceptuales que, en definitiva, completan el más diversificado registro que haya podido acometer un investigador de la estética tridimensional. A la geometría le infundió rigurosidad, sinergia y temperamento, así como a lo orgánico le aportó fecundidad, vitalidad y resonancia; mientras que a lo experimental y conceptual le añadió festividad, intuición y sugestividad. Pero, como si todo esto fuera poco, le dedicó los últimos meses de su vida a una indagación inesperada que se concretó en obras gráficas que, a diferencia de las que había trabajado durante décadas, ahora les incorporaba el descubrimiento del color que brotaba con la alegría de un ejercicio lúdico cargado de ingeniosa fruición.
Al relacionar ese recorrido artístico con su vida se advierte que en su sensibilidad siempre vibró la evocación de la luz transparente que encendió su mirada cuando llegó a Venezuela a los 11 años de edad, en 1948. Esa circunstancia contrastaba con el intenso frío y la espesa bruma de Siberia, luego de su apresurada y arriesgada salida de Polonia. Desde ese momento, las fantasías y fantasmas, al igual que los duendes y sueños de esa travesía, lo acompañaron para revelarse por las vías más apremiantes y paradójicas. Sin duda, estas rubricas psicológicas se conjugaron con su condición de judío para entreverarse en una susceptibilidad muy tramada, pero al mismo tiempo muy abierta. Cabe reseñar que nuestro amigo no era un practicante riguroso del culto religioso, pero sí conservaba el carácter de su cultura de origen y el apego afianzado a una espiritualidad que dejó plasmados en los extraordinarios trabajos realizados en la Sinagoga de la Unión Israelita (1969), y en la Sinagoga de la Asociación Beth-El (1975). También su inclinación espiritual se traducía en el apoyo a todas las subastas de arte que se organizaban en favor de las poblaciones más vulnerables. Estas actitudes solidarias igualmente adoptaban otras formas como fueron las numerosas visitas que hicimos a nuestros amigos de Econoinvest que se encontraban en la DIM, injustamente privados de libertad. La somera reseña de la magnitud de la vida y de la fecundidad de la obra de Harry Abend reivindica aquella sentencia de Oscar Wilde, según la cual: “El arte más perfecto es el que refleja más plenamente al hombre en toda su infinita variedad”
Faltaría subrayar que esas pletóricas vertientes de su actividad estuvieron acompañadas de una denodada disciplina. Ciertamente, Harry Abend nunca descansó y jamás abrió un paréntesis en sus tareas creativas: cuando no estaba solventando la factura definitiva de una pieza, se encontraba pensando en la formulación de algún abordaje o en el diseño de un proyecto pendiente. También sumaba a su actividad artística las reuniones que se producían en su taller, en donde los diálogos se convertían en un cargado universo de recuerdos y de asociaciones que impresionaban, no solo por su riqueza informativa sino también por su afinado humor. Al tiempo que elaboraba sus realizaciones con intrépida severidad y con devoción estética, también se entregaba a la conversación con el trasfondo de establecer una oportunidad de aprendizaje e inspiración. En sus recorridos discursivos entremezclaba su obra y vida mediante anécdotas ilustrativas que demostraban su vasta cultura y el prodigio de una memoria que procedía desde su más temprana edad y que se desplazaban en una trayectoria tan sorprendente y difícil, como estimulante y fecunda. Una tertulia con él siempre nos remitía al testimonio de Gabriel Garcá Máquez: “La vida no es la que se vivió sino la que se recuerda, y como se recuerda para contarla”.
Junto a la dedicación por el trabajo y a la afición por la conversación, ejerció una función de padre cordial, afable y protector. En Blanca, Elena, Raquel, Ricardo, Julio y David han germinado corazones sensibles que demuestran sus atributos como progenitor. Sin duda, en estas líneas de derivación de su herencia afectiva no son pocos los amigos y admiradores que igualmente conforman la energía centrífuga que prolongará la evocación de su presencia. En su caso se comprueba que cuando se asume una entrega entrañable se refuerza la sentencia quijotesca: “¡El toque está en no morir! ¡No morir… Ansia de vida; ansia de vida eterna… el sueño fue de no morir!”.
En este tránsito doloroso de una despedida, no debe soslayarse que el agobio y abatimiento que ha prevalecido en el ambiente actual, aunado a los exigentes trajines de compromisos y a los sesgos propios de su carácter estimularon, últimamente, la inmediatez de circunstanciales asperezas en Harry Abend. No fueron extrañas ciertas incomodidades y apresuradas apreciaciones acerca de personas allegadas, pero doy fe de que esas actitudes se atemperaban cuando él era requerido según expectativas de explicación y reacercamiento. En pocas oportunidades sus tensiones emocionales fraguaban en resentimientos. Dentro de ese flujo de tensiones y distensiones, celebramos muchas veces enriquecedores reencuentros que demostraron una significativa disposición a la rectificación y una elevada condición humana. En esta atmósfera de empatía y elevación queremos honrar la memoria de Harry Abend. Quizá esto no sea suficiente para saldar la deuda que nosotros como amigos y la comunidad artística del país tenemos con un ser humano y con un creador que fue mucho más de lo que hemos podido decir, pero afortunadamente durante los dos últimos años apreciamos, con regocijo y complicidad, satisfacciones importantes: obtuvo el Premio de Maestro de las Artes Venezolanas en 2019 y la publicación sobre su obra recibió el Premio al Mejor Libro del Año en 2020, ambos reconocimientos otorgados por la Asociación Internacional de Críticos de arte (Venezuela). Igualmente participó en una colectiva en el Museo de Arte de Houston y en una exitosa exposición individual en la Galería Henrique-Faria de Nueva York. También se produjo un importante video sobre su trabajo artístico y se presentó una antológica muestra en la Sala Mendoza, todo lo cual estuvo acompañado por de estudio y exaltación a sus aportes. Seguramente faltan cosas que se concretarán en la prolongación de su imborrable presencia y que, con su memoria avivada y evocada, festejaremos complacidos.
Ya para finalizar, cabe una palabra íntima que se rubrica mediante la confesión de que su amistad fue algo más que una honra: fue una bendición que nos permitió comprender, vivencialmente, lo que se significaba la energía humana de tallar un material escultórico y de cultivar la vocación de una amistad. Al final queda refrendar las palabras de Robert Louis Stevenson: “Un amigo es un regalo que uno mismo se da”. En la onda de esta convicción sabremos aceptar que si ahora no atienden a tiempo una llamada tempranera, no será porque el amigo se levantaba generalmente tarde, más bien será que ya no responde frente a nosotros sino dentro de nosotros porque se encuentra en el espacio imborrable de nuestra memoria.
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