Por CAROLINA GUERRERO
El individuo situado hoy en Venezuela está esencialmente solo, con el paradójico acompañamiento de organizaciones y partidos que celebran efemérides, pero que, junto a él, en estos últimos 22 años han visto crecer la hierba que aún les resulta indescifrable, pero que arroja indicios sobre un presente largo y catastrófico: el éxodo de 20% de la población, el ataque contra la Universidad y el conocimiento, la destrucción inclemente y sistemática del sector empresarial y de la propia clase media, la condena a muerte ante enfermedades curables, la cotidiana exploración en la basura por personas no indigentes, la reducción a nuda vida.
Acción Democrática se consustanció con el proceso necesariamente no conclusivo de edificación de lo republicano, en la afirmación de derechos y ante episodios de peligro político en Venezuela. Luego, ha vivido de esa inercia. Hoy, es un ente que se disecciona en fracciones que se distinguen por sus diferentes grados de tolerancia ante la mayor satrapía registrada en la historia nacional, actitud que traduce retóricamente en el sacrificio por preservar espacios, como si la connivencia con el fenómeno totalitario pudiese derivar en su desaparición.
El pasado como catapulta posible
Cuando los resortes de lo político degeneran, es necesario volver a los orígenes, en rescate de la memoria sobre qué tipo de valores, pensamiento crítico, pulsiones, experiencia histórica los instituyeron.
Desde que la era la parió, Rómulo Betancourt tuvo la claridad política de leer en la llamada revolución cubana el fenómeno totalitario constitutivo a ella y a todos sus eventuales satélites. Urge interrogar si esa lucidez fue una singularidad del líder, o una visión realmente compartida por la dirigencia y la militancia de AD.
Las instituciones democráticas, las leyes del Estado y el derecho internacional devienen en frágiles si el pensamiento deja de permanecer alerta. Ello propicia la insurgencia aventurera de movimientos hostiles a la república, aquella que las sociedades desplegaron en su deseo por organizar la convivencia moderna en torno a la libertad como valor político sustantivo. Escuchemos a Betancourt en una arenga hoy sin resonancia entre sus compañeros de partido:
Las asonadas de cuartel surgidas en este lapso constitucional [su gobierno, 1959-1964] fueron fáciles de aislar y de dominar. Mayor dificultad ha habido, y habrá, para enfrentarse a un tipo de sedición nueva que ha hecho su aparición en la América Latina. Es la que se reviste de un atuendo revolucionario y pretende también eliminar el sistema representativo y democrático de gobierno, pero esgrimiendo la bandera, seductora para mentes juveniles y de inadaptados sociales, de un cambio estructural profundo en la organización de nuestros pueblos. […] La Habana se convirtió en una meca de todos los corifeos del credo totalitario (1).
Un partido octogenario, con un pasado cívico que tiene el deber de honrar, puede disolverse en su sentido político, a causa de la falta de perspectiva y de auténtico propósito, en momentos cataclísmicos que demandan la moralidad de la acción y el esfuerzo imperativo por comprender lo que se vive.
No es cosa de oráculos
La lectura de Betancourt sobre el expansionismo del totalitarismo cubano no fue clarividencia ni profecía. Fue efecto de la responsabilidad del ciudadano que asume una realidad perturbadora: aquella que lo coloca en el deber de saber que la libertad y las instituciones democráticas nunca están aseguradas, y que no puede haber convenio ni alianza posible con ningún proyecto político enfilado a amenazar la dignidad del individuo.
Sobre la cuestión cubana, las palabras de Betancourt emitidas 57 años atrás suenan hoy a un relato fiel sobre lo que significa la pasividad ante el nihilismo y la relativización de los principios inherentes a una democracia liberal. Esas corrientes demoledoras arrinconan (incluso cautivan) de modo especial a aquellas organizaciones que, en promoción de la democracia, articulan su ideología sin una clara frontera entre la afirmación de los principios republicanos y la demagogia igualitarista. Esta definición es una asignatura pendiente para la socialdemocracia en todos los espacios. Oigamos de nuevo al fundador visible de AD, acerca del acontecimiento político que materializó Cuba:
Fácil resulta explicar y comprender por qué Venezuela ha sido escogida como objetivo primordial por los gobernantes de La Habana para la experimentación de su política de crimen exportado. Venezuela es el principal proveedor del Occidente no comunista de la materia prima indispensable para los modernos países industrializados, en tiempos de paz y en tiempos de guerra: el petróleo. Venezuela es, además, acaso el país de la América Latina donde con más voluntariosa decisión se ha realizado junto con una política de libertades públicas otra de cambios sociales, con simpatía y respaldo de los sectores laboriosos de la ciudad y del campo. Resulta así explicable cómo dentro de sus esquemas de expansión latinoamericana, el régimen de La Habana conceptuara que su primero y más preciado botín era Venezuela, para establecer aquí otra cabecera de puente comunista en el primer país exportador de petróleo del mundo; y para echar por tierra una experiencia de gobierno democrático de raíz popular y vocación de justicia social, que resultaba una alternativa valedera frente al totalitarismo imperante en Cuba ante los ojos y la esperanza de los 200 millones de gentes que viven, luchan y sueñan al sur del río Bravo (2).
Escribo estas líneas en la necesidad cívica de rescatar el alerta, de recurrir a una reflexión que, desde la distancia política que me separa de este personaje, muestra el ejercicio perseverante de una mente crítica, dispuesta a leer tanto el fenómeno totalitario que ha encarnado Cuba como el acontecimiento político que ha significado para Venezuela.
El pensamiento adormecido ante la incesante emergencia republicana admitió la novedad totalitaria en el mítico país de mayor tradición democrática de América Latina. Esta colonización llegada desde La Habana entró sin encontrar resistencia en una sociedad desvinculada de lo político, unos partidos que desatendían el principal desafío de la república, y una élite intelectual propensa al entusiasmo incondicional frente a la retórica utopista:
Los mayores desafueros cometidos por estados totalitarios, siempre que ostenten en su mascarón de proa la enseña comunista, merecen el silencio y aun el aplauso masoquista de muchos de los llamados intelectuales de izquierda de Occidente, en todos los países y de todas las lenguas (3).
Incivilidad dubitativa
Cada indulgencia ante las corrientes políticas que impulsan el proyecto de destrucción de las instituciones democráticas y de la libertad común tiene un costo político supremo no para quien realiza el gesto, sino para la sociedad que representa. Es un hecho que debe asumir todo individuo, todo ciudadano que toma la palabra —como en efecto ha de hacerlo— en el espacio público, toda organización política longeva que ha de aspirar a mucho más que sobrevivir.
El imperativo del individuo y de sus organizaciones es convertirse en un sujeto decididamente resuelto a ser libre, con todo lo que ello involucra en términos de acción política. Al margen de su eventual efectividad, el individuo no puede deslastrarse de sus deberes cívicos y delegarlos ciegamente en partidos ni sistemas, so ánimo de cometer suicidio. Y dado que solo existe república cuando existe ciudadanía dispuesta a ejercer como tal, matizo el alerta de Betancourt como un señalamiento a la sociedad en pleno:
La democracia no es un régimen de gobierno laxo y medroso frente a sus enemigos. La democracia es un régimen que respeta las libertades públicas, pero que no trata con lenidad y pavidez a quienes atentan contra ellas (4).
El paso del tiempo no dota de virtud. Tampoco la arrogancia de creer que la fuerza y el peso político provienen de la longevidad y del hecho de contar con una sede física en cada poblado del país. El siglo actual trastocó al escenario político e interpeló a los partidos, desde la irrupción potente de los movimientos sociales como actores dispuestos a protagonizar lo político, abstraídos globalmente del corsé de los procedimientos instituidos, y dirigidos en algunos casos hacia fines libertarios, pero en la mayoría orientados hacia objetivos colectivistas.
Hoy, a 80 años de la fundación de AD, no solo es borrosa la imagen sobre el futuro del partido. Lo es también sobre una sociedad en condición de rescatar su república.
Notas
1 Rómulo Betancourt, Discurso de rendición de cuentas de su período presidencial. Caracas, 7 de marzo de 1964. En Rómulo Betancourt. Selección de escritos políticos (1929-1981) Caracas, Fundación Rómulo Betancourt, 2006, p. 361. El destacado es mío.
2 Ibidem, pp. 361s.
3 Rómulo Betancourt. “Un enfoque de la realidad económica, política y social de América Latina”. Discurso presentado ante una reunión de dirigentes de América Latina y Europa, en pro de la solidaridad democrática internacional. En op. cit., p. 417.
4 R. Betancourt, Discurso de rendición…, Op. Cit., p. 363s.