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Desde la región de los afectos: semblanza de Elizabeth Schön

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Por MARÍA ANTONIETA FLORES

Llego a la casa de Elizabeth Schön, inevitablemente voy al patio, veo las profusas orquídeas que se encuentran por doquier, al entrar ya vi las bromelias, y me dirijo al fondo.  Allí está el rosal, que se ha desbordado inmenso. Y están las blancas orquídeas, blancas phallenopsys. He visto sus capullos, cómo se abren y revelan.  Esta planta de gruesas raíces está bajo la sombra de una mata de mango y allí —en el misterio— una piedra también la sostiene.  Las raíces que envuelven la piedra son de perfecta belleza, raíces gruesas y expuestas. Acerco mi frente a una de las flores y todo se suspende.  El tiempo es otro, tan ajeno a la calle como la voz de Elizabeth que me pregunta dónde me he metido.

No es casual esa profusión de epífitas en esta casa, plantas que no parasitan sino que se sostienen en otras.  Saben bien que están en un espacio construido por aquellos que saben sostener. Las raíces son tan visibles como las hojas y las flores. Ha tenido la paciencia y el silencio para dejarlas ser y extenderse. Hace poco descubrí cómo una de las orquídeas había dilatado sus raíces más allá de lo que podía imaginar, y en esas raíces vivas estaba la belleza.

La raigambre es una condición que, generosa, ofrece Elizabeth Schön. «La habilidad de la hoja tiene su comienzo en lo compacto de la raíz» (Concavidad de horizontes, p. 115).  Ella, su espacio vital y el tiempo que contiene, sus poemas y escritos, todos en unidad, revelan la fuerza de lo enraizado. El poema, la palabra y la presencia de Elizabeth Schön son sustento y fundamento. Una intención creadora fundacional solo se puede relacionar con el pilar y el apoyo.

Esa casa que es su afecto y su palabra se revela una.  En cada lugar, pequeño, oscuro y luminoso, en cada objeto valioso por lo que representa en su historia, está un poema o una palabra. Recuerdos, vivencias y la mirada. Todo ha sido visto y escuchado desde la sensible exigencia de lo poético. Lo cotidiano, la hoja, el aroma que trae la brisa, la pobreza y el alma: están en ellos la esencia de su poesía.

El tiempo del poema

La casa de Elizabeth Schön es un recuerdo vivo en el instante presente, un olor del amor que se quedó en cada objeto porque quienes la habitaron y la habitan la construyeron con sus actos cotidianos de amor, espera y vigilia. Su casa es símbolo de «la redondez cálida de lo estable».  (La flor, el barco, el alma, p. 120). Esa calidez receptiva, plenamente femenina, se extiende ante la flor, la fruta o la palabra que le llevo, y se extiende hacia la silenciosa desgarradura que soy.

Una vez le llevé nardos y fueron tantas las reminiscencias que compartió conmigo, tan íntimas, que las callo. De esos momentos se ha iluminado la comprensión que tengo sobre su proceso creador, aspecto tan intenso como su escritura.  He entendido que su palabra poética surge de un modo natural que se desprende de su manera de ver el mundo. La transformación poética acaece en su mundo interno independiente del acto de escritura, luego este se convierte en una exigencia. Por eso, a veces, esa vivencia intensa queda plasmada en el papel, otras no.

Adentrarse en la casa, caminar por el patio, sentarse a conversar en la amable semipenumbra iluminada de la sala es adentrarse en un tiempo que se aleja de lo exterior. Tiempo interno, tiempo poético. En la sala, el reloj da la hora y su sonido retumba, el espacio se hace hondo, profundo. El tiempo de la casa es el tiempo del poema.

Yo, que resiento todo lo que de amable y sereno hemos ido perdiendo en estas ciudades arrastradas por la crisis y la mezquindad, calibro el apremio atento, el té que me prepara o el vino que me sirve, la mirada preocupada que me tiende la servilleta de tela, servilleta que resguarda el tiempo y forma parte de su historia. Esa taza, los objetos que las manos de Alfredo Cortina dejaron y que ahora lo testimonian a él y a su amor, son la concreción de un sentir que se encuentra en su poesía.

Los objetos, las vajillas y utensilios, todos se reúnen en el resguardo del amor. Los años transcurridos le han arrebatado la temporalidad, le han dejado el sello de la permanencia. Cada objeto, en su concavidad, acoge.  Cada objeto, en su convexidad, penetra. Verlos y tocarlos es palpar toda una relación profunda con el entorno, relación que se hace palabra con su poesía. Su mirada impregna, y ese acto de mirar ha transformado. Utensilios y enseres, sin ser despojados de su función, han sido trastocados en receptáculos de la historia, el amor, el poema.

El tiempo ha marcado las maderas y ellas revelan en sus esquinas y en las penumbras de sus relieves la presencia de un paso misterioso. La poesía, lo sabemos, encierra el misterio y su intensidad se desborda y se derrama en todo lo demás. A veces, he tocado ―mejor―, acariciado, un objeto, mueble, taza, y he sentido que allí habita lo más ajeno.

La ofrenda

Y mientras mordisqueo la galleta y acerco la taza a mis labios, he escuchado esa voz que no cree en las oposiciones ni en los contrarios, he escuchado y he aprendido. No, no tenemos una voz común, sí una afinidad en el espíritu, y nos escuchamos distintas y nos sabemos así.

En la salita, donde a veces es un ángel de Zapata, o un Cristo de Víctor Valera, o uno de los tantos dibujos de Alfredo Cortina o la servilleta que dice «Ida, tus versos de papeles son los más deslumbrantes que he leído por muchos años.  Beso tus manos. 6 XII 67. Pablo Neruda»,  he escuchado sus poemas y los de otros, he leído algunos de los míos. He mirado y me han mirado. Muchas tardes de sábado, le he leído algún escrito mío y en voz bajita me ha destilado sus comentarios.  Muchas veces, sus palabras me han hecho mirar distintas las mías, me han ofrecido el horizonte que me niego a ver.

Y más de una vez su generosidad me ha arropado, y más allá de las palabras, me ha escuchado. ¿En qué te puedo ayudar?, ha sido su ofrecimiento. No la espera sino la ofrenda.

Y puedo adentrarme aun más en este espacio vivificado y transformado por la poesía, ver el orden de la cocina, sentir el olor de la sala, contemplar y contemplarme en el espejo, ver a mi derecha la minuciosidad del tiempo que ha acampado en una serie de objetos, todos plenos de sentido e historia. Puedo asomarme a los espacios que resguardan las pertenencias de Alfredo Cortina, ver las cosas que sus manos crearon y transformaron. Puedo detenerme y pensar y sentir.

La habitación de Elizabeth Schön posee la profusión del recuerdo, de las vivencias acumuladas, y la austeridad de quien ha hecho de la búsqueda de lo esencial su ideal estético. Las fotografías, los libros, la penumbra íntima, los muebles de una madera recia y las cajas que esconden la menudez del recuerdo. Allí también están las amorosas manos de Alfredo Cortina y su presencia. Este amor que se yergue intacto.  El uno no puede ser sin el otro. Ella ha sido y es desde el otro, no desvinculada ni ajena, sino prójimo, afín, cercana.

En cada conversación, en cada objeto, en los gestos, en el recinto, el tiempo puede ser vivenciado desde otra arista o cara: el tiempo de la serenidad que aquí habita, el tiempo lento, el tiempo amable: es el espacio que no responde a la funcionalidad ni a lo pragmático, es el espacio que atesora el tiempo y el afecto. Cada cosa de esta casa, así como cada palabra en sus poemas, tiene una razón más allá de lo que son en sí.  Lo he comprobado. Por cada objeto que he preguntado se me ha entregado una historia y una permanencia.

A veces, he aspirado ese tiempo y su aroma es tan distinto. Dejamos a nuestro alrededor la huella de lo que somos. El tiempo y el espacio que rodea a Elizabeth Schön es el de sus poemas. Lo suspendido, lo esencial, lo trascendido.

Después de unos exámenes médicos, una resonancia magnética y un cateterismo, la escuché contar y comentar lo que había experimentado. Las imágenes que le suscitaron luego se hicieron poemas, y algunas ya estaban escritas en ese don poético de preceder los hechos con la palabra. Y entendí que no tiene otra manera de ver el mundo sino desde la poesía y esto la sostiene en una temible y poderosa fragilidad. La transformación de cada vivencia y sufrir es solo del territorio de lo poético. Así podemos verla en sus palabras «en la invisible soledad del tiempo». (La flor, el barco, el alma, p. 90).

El rigor y la exigencia cohabitan con la generosidad y la receptividad. Sé que las palabras y los poemas de esta mujer responden a una ética feroz y a una exigencia que la hace pulir el hueso de la palabra en un afán de fidelidad y pureza. No puede ser de otra manera, es su vida la poesía y el mundo así revelado siempre la ha acompañado. Ese mundo extraordinario y extraño, vivo y oficiante, ofrece el don de una vida integrada a la palabra. El poema, fiel a su mundo interno, no hace concesiones al ritmo ni a la belleza como concepto estético y se expresa con un tono particular y extraño, a veces áspero y siempre envolvente.

Muchas veces la he escuchado en un recital o en una conferencia, he visto los rostros iluminados por la sola palabra de Elizabeth Schön. Con ella he aprendido de esa misteriosa presencia del poeta que comunica su sabiduría con una entrega y un saber que hoy todos necesitamos. La fuerza y el amor que se movilizan en esos encuentros con su público me ha parecido un fenómeno extraño y poco común en nuestros días. Se necesita la voz de los poetas.  Se necesita.  Y ella con su palabra hace brotar la esperanza. La esperanza y la interminable posibilidad del mundo han sido primordiales en su concepción de lo poético.

La precariedad

Si  Rafael Arráiz Lucca, siguiendo uno de los versos de la poeta, no dudó en calificarla como «la mujer que toca la puerta», esta acción está acompañada por la pasividad de la espera, de aguardar el acaecer. Receptividad activa y penetrante creatividad, su obra se ha fundado en una visión integradora, está en ese lugar donde no le es posible ver enfrentamiento sino, simplemente, la coexistencia de los llamados opuestos. Lugar difícil en el que se mantiene con la precariedad que sostiene a los poetas.

Y en esa precariedad, ahí, está ella: estoy viendo una foto de 1925.  Niña, tiene la misma mirada que escruta algo impalpable, invisible. Su mirada está signada por las alturas y lo misterioso, ve y busca más allá y allí en el poema queda la huella de ese desconocido paraje,  territorio íntimo y recóndito. Y me es inevitable recordar ese poema de Robert Graves que inicia con: «Toda mujer de verdadera alcurnia posee / una tierra secreta más real para ella / que este pálido mundo exterior».

La mirada y la imposibilidad de comunicación han sido tema de sus obras de teatro. Unión, complemento e integración del drama con su mundo poético. Ese énfasis en la mirada, ese saber sobre el carácter fundante de la mirada. Y ella que me mira y ella que nos mira para confirmarnos existentes y padecientes.

Y no ha dejado de habitar su tierra secreta con la misma fidelidad que la lleva día tras día a cuidar sus plantas, a arrancar las hojas secas, a mirarlas y vivirlas.

De nuevo, el patio

Siempre la imagen que me queda de Elizabeth Schön es junto a la frondosidad de sus plantas.

Durante casi un mes estuvo sobre el teclado de mi computador, una ramita olorosa de azahar que ella misma arrancó y me dio, luego estuvieron allí dos capullos secos de su rosal.

Esplendor que no desaparece

ni en el fulgor

de lo que escapándose quisiéramos retener.

(Árbol del oscuro acercamiento, p. 139)

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