Por GIANNI MASTRANGIOLI SALAZAR
Entre huevos y tomates podridos, contrario a lo que perfectamente hubiera sido una grácil bienvenida de palmeras en Jerusalén, Carlos Rangel fue abucheado por los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela tras la publicación de su obra Del buen salvaje al buen revolucionario, en 1976. Una colección de insultos que se extendería hasta fin de siglo —por no decir hasta épocas recientes—; amedrentamientos verbales —incluso de corte académico— dirigidos al autor, en primera instancia, y luego hacia su esposa, Sofía Ímber, una vez fallecido este. Como quien hubiera olfateado la próxima consumación de sus temores intelectuales más profundos, Rangel se las arregló para denunciar y analizar la falacia ideológica que ha perseguido los destinos latinoamericanos desde la conquista española. Una mezcla de mesianismo político y rescate de la pureza primitiva que no ha ocasionado sino la victimización de los pueblos y la perpetuación de regímenes autocráticos. Del buen salvaje al buen revolucionario es un llamado de atención a la conciencia; un libro nacido en un país que posteriormente se convertiría en la total antítesis de sus planteamientos. No obstante, pese a la sordera en la cual está sumergida Venezuela, las conclusiones de Rangel acerca de la aplicación de un sistema liberal razonable sirven de brújula para la conducción de los contextos venideros, sobre todo en lo que concierne a la literatura nacional. En una catástrofe como la venezolana, aliñada de nostalgia y frustración, la denominada “escritura de la diáspora” tiene el compromiso de no solo recordar las glorias de un pasado económico remoto, sino también la de desmontar, de una vez por todas, el mito de salvación. En este sentido, ¿qué podemos aprender los literatos actuales a través de las reflexiones de Carlos? ¿Será que este autor nos invita a una redacción más acorde y menos apasionada? ¿Será que, en nuestros párrafos de exilio, se esconde todavía ese infantilismo histórico que nos impide ser responsables de nuestras propias angustias?
La libertad inalcanzada
En detrimento de los clásicos resúmenes curriculares, es meritorio esbozar la asombrosa versatilidad del pensamiento de Carlos Rangel. Ensayista, diplomático, docente y periodista, Carlos marcó pauta en las discusiones sociopolíticas y culturales de la centuria que nos antecede. Su compromiso por la lucha democrática, que involucró la corrección de las desfachateces intervencionistas por parte del Estado, se reflejó tanto en tratados escritos como en televisión, destacándose las emisiones del programa Buenos días. Delante de los festejos revolucionarios exportados desde Cuba y la Unión Soviética, la defensa de la terquedad lo condujo a formar un compendio de reclamos bien fundamentados en relación con el marxismo. En esencia, después del lanzamiento de Del buen salvaje al buen revolucionario, Rangel desenmascaró las utopías sobre las cuales la izquierda regional ha logrado construir su éxito político: de partida, la exaltación de la memoria indígena como supremacía identitaria de los latinoamericanos —ignorando la engranada influencia europea—, y luego la propuesta de hombre nuevo, revolucionario, como respuesta ante la explotación imperialista de los Estados Unidos. La conjugación de ambas aristas ideológicas ha devenido, según Carlos, en la ineficiencia de las antiguas colonias españolas por consolidar sistemas democráticos sostenibles y propios a la realidad del continente. “Los latinoamericanos [escribe] no estamos satisfechos con lo que somos, pero a la vez no hemos podido ponernos de acuerdo sobre qué somos, ni sobre lo que queremos ser”. Las concepciones extraterritoriales implantadas en los países hispanos desde el arribo de Colón a Las Indias, dictadas por la creencia de “paraíso terrenal” y “salvajes nobles”, ha desembocado en el fracaso que hoy día son dichas naciones. Por escandaloso que parezca, los años han dado razón al pesimismo del autor: la América Española aún piensa que, de no haber sido por los diversos factores exógenos corruptos, la tierra sería platea de orgullo y felicidad absolutas. “El daño no sería tan grande [prosigue Rangel] si nuestras leyendas no se hubieran convertido, a través de los años, en los venenos con que se alimentan los mismos latinoamericanos”; de allí que, en vez de aceptar la configuración histórica que deriva de la unión —equitativa, quizás— entre la sociedad occidental y los residuos indígenas, nos empeñamos en adoptar una referencia arquetípica que es, a fin de cuentas, una humarada de fantasías. Para explicar este fenómeno, Carlos adjudica al deseo de culpa la tradicional vía de escape. En otras palabras, la responsabilidad de las penurias existencialistas latinoamericanas recae siempre sobre los hombros del denominado explotador, mas no así sobre quienes se autodenominan como mártires.
Una literatura “de golpes de pecho”
La manía de culpar al otro por las desavenencias de 500 años de historia ha sido la bandera electoral de las hordas revolucionarias que se han constituido en el poder. Y si bien los acontecimientos actuales en Venezuela han hecho reflexionar a nuestros escritores acerca de la necesidad de instaurar estructuras más independientes del Estado, la idea de combate al enemigo yace todavía sobre la mesa. La política es entendida como una sucesión entre malos y buenos y no como la participación de la ciudadanía en ejercicio pleno de sus libertades económicas y sociales. Puede que el venezolano haya despertado de su éxtasis marxista. No obstante, la vergüenza que causa asimilar protagonismo en la hecatombe social del país hace que, lejos de asumir riendas, apostemos al sueño de república rica y abatida por el pillaje de unos cuantos. Específicamente, la literatura de diáspora parece recostarse de una fábula que ha evolucionado de El Dorado y corral estadounidense a paraíso petrolero, cuando en realidad el chavismo se transformó en regla por apoyo mismo de las masas. Chávez, que pasó de mesías a vendedor de almas, surgió como causa de la confusión sociológica expuesta por Rangel; confusiones, vale decir, todavía vivas. Por ende, si la literatura venezolana desea redefinir las equivocaciones nacionales más contemporáneas a través de las letras, debería despegarse de su cólera victimista y plantear observaciones cuya acción empiece por quienes escriben. Con todo, el cambio se obtendrá con la pérdida del miedo y, por consecuencia, con el cese de la nostalgia y el romanticismo.
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