Escriben Oriette D’angelo, Patricia Van Dalen, Pedro Plaza Salvati, Rolando Peña y Tulio Hernández
Oriette D’Angelo
Escribo diarios desde que tengo once años. Utilizaba agendas viejas y creaba mis propias portadas con recortes de la revista Tú. En ellos escribí sobre los desencuentros con mi familia, la masacre de plaza Altamira, el vecino que me gustaba, las marchas que pedían que Chávez se fuera y sobre los cacerolazos diarios. Vivía al margen y decidí hacer memoria con esos cuadernos, desahogarme y, sobre todo, preservar los recuerdos que esa entonces niña no quería olvidar. Mis historias no eran comunes: venían del desprecio y de la disidencia. Los guardaba en un bolso que tenía candados porque sabía que mi tía-madrastra buscaría en ellos excusas para maltratarme. Escribía y escribía y, a los veintiún años, sumaba una caja entera de cuadernos y agendas. Allí están mis primeros amores y la historia del hombre que abusó psicológica y emocionalmente de mí. No sólo hay recuerdos, sino también pruebas de todo lo que me ocurrió. Están también mis primeros poemas, citas de Nietzsche y de Octavio Paz, listas de canciones favoritas. Un compendio de referencias que todavía mantengo. En 2015, al irme de Venezuela, guardé todos los diarios en una caja y la metí en un closet. No pude traerlos conmigo a Estados Unidos, pero cada tanto pienso en ellos y en la idea de recuperarlos. Fantaseo con la posibilidad de revisitar esos lugares de mi memoria desde la posición de una adulta que quiere superar sus traumas. Quisiera volver a ellos para ver las claves de mis desajustes y ser, así, la detective de mi propia historia. Pero también quisiera poder escuchar a la niña que fui y decirle, desde la ternura, que al final, luego de todo eso, sobreviví.
Patricia Van Dalen
Lomo amarillo
Mi ejemplar de Obras de Arte de la Ciudad Universitaria de Caracas está en una caja. Esa caja no está conmigo; está en Caracas. Es una bella publicación de 1991 de tapa dura que tiene el lomo en tela amarilla. La imagen al frente es una fotografía de un acercamiento a las Nubes de Calder, la obra más extraordinaria ubicada en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. En esa foto de la portada se ven las sombras que dos de esas nubes, una anaranjada y otra blanca, proyectan sobre el vacío. Se ven también allí los hilos verticales, guayas que aguantan los elementos flotantes que funcionan como paneles acústicos. La editorial es Monteávila y sus autores, varios; una edición coordinada por Marina Gasparini.
Ese libro me hace mucha falta. Allí están comprimidos recuerdos importantes para mí: el encuentro a lo largo de décadas con la mayoría de las 108 obras modernas integradas a la arquitectura de la UCV, cada una más pertinente que la otra. Las recuerdo intermitentemente. A veces el mural de Pascual Navarro, a veces los de Vasarely, o Manaure o Sophie Taeuber-Arp, todas obras dinámicas, así como el glorioso vitral de Fernand Léger en la Biblioteca Central. Los de Víctor Valera en las paredes de la Escuela de Letras, recinto sagrado que conocí asistiendo como oyente a las clases de Necesidades Expresivas de Hanni Ossott y al seminario de López Pedraza sobre Eros y Psique. Eran finales de los 70.
Por estas memorias se cuelan muchas más: los sonidos, la luz, las texturas, las semillas de caoba en las aceras; y esas sensaciones las traigo a voluntad al presente, porque uno puede recuperar fugazmente ciertas esquinas, curvas, bajadas, encandilamientos, la flauta del amolador, deseando sentirlas de nuevo, mientras tanto.
Pedro Plaza Salvati
Afectos circulares
Si regresas y te vas es la fuga dentro de la fuga. Unos días todo parece sólido y se desvanece lo que quieres al momento de partir: se esparce en la fiesta de despedida como confeti expulsado por una banda al cerrar un concierto de rock. Me fui, regresé y luego me volví a ir. Ser transeúnte es aprender a vivir en la incertidumbre. Las huellas están en la memoria y el recuerdo. Dejar Caracas se convierte en un pasado reincidente. La ciudad se aleja y se me hace un nudo en la garganta. ¿Por qué me cuesta tanto irme cada vez que regreso? Un regreso transitorio y se instala la nostalgia de andar por calles que fueron mías pero que dejaron de serlo al perder la ciudad luego del abandono y la fuga. Siento tristeza de dejar una vez más a los amigos, familia —la que queda—, la empedernida sonrisa del venezolano. Dejas atrás algo de ti mismo y parece que siempre te estuvieras cayendo a pedazos a medida que avanzas por una autopista en descenso hacia el mar. Fuiste parte de esa ciudad y ya no lo serás más, solo en el recuerdo. En la distancia Caracas se instala como un arbolito sembrado en el alma —aquella difusa, intangible entelequia—. Me invade el vértigo al distanciarme de los afectos, afectos o apegos feroces, como dice Vivian Gornick. A veces pienso que, en el fondo, es el miedo a la muerte. Porque dejar una ciudad es una forma de irte de este mundo.
Rolando Peña
De niño sufrí de asma y eso me hizo ser muy introvertido y víctima de bullying. Me refugié incansablemente en los libros de Cervantes, Dumas, Salgari, Zweig, Shakespeare, Wilde, Lope de Vega, Hess y Melville. Definitivamente, “el Arte me salvó la vida”.
Recuerdo la Escuela Experimental Venezuela, el Liceo Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y el Teatro Universitario dirigido por Nicolás Curiel, donde conocí y compartí con Cabrujas, Alvaro de Rosson, Elizabeth Albahaca y Antonio Llerandi.
El Techo de la Ballena se fundó en el garaje de mi casa en el Conde; allí conocí a brillantes personajes como Carlos Contramaestre, Rodolfo Izaguirre, Adriano G. León, Fernando Irazabal, S. Garmendia y Caupolican Ovalles. En Sabana Grande conocí, entre otros, a Rafael Cadenas y Renato Rodriguez.
Mi madre se mudaba constantemente por distintos barrios de Caracas, de ahí mi espíritu aventurero que me llevó a visitar muchas ciudades del mundo. Mi primer viaje fue a Cuba en 1961 al Festival Mundial de la Danza, con el Ballet Nacional de Venezuela.
En 1963 fui invitado a un curso de danza contemporánea con Martha Graham en N.Y.C., y asistí gracias a la colaboración de María Teresa Castillo, Mariano Picón Salas y Hans Neumann. Allí conocí a Marisol Escobar y a Andy Warhol, con quien colaboré en varias de sus películas. Esto marcó mi vida y, al regresar a Caracas, monté junto a Cabrujas los primeros espectáculos multimedios realizados en el país, Testimonio y Homenaje de Henry Miller.
Después me instalé en N.Y.C. donde compartí experiencias con Allen Ginsberg, Timothy Leary, entre otros, y fundé el primer grupo de artistas jóvenes latinoamericanos de vanguardia, Foundation For The Totality.
Ya he superado el amor/odio por el país (la madurez). Espero que cuando llegue el día del último suspiro, mis cenizas sean esparcidas por esas ciudades donde viví… Amén.
Tulio Hernández
1 Tuve que salir de Venezuela, de manera apresurada, por una “sugerencia” de carcelazo que hizo en cadena radioeléctrica nacional el espurio Nicolás Maduro. Salir huyendo para no ir preso, ya es un considerable sufrimiento. Cierras la puerta de tu casa, con la dolorosa certeza de no saber si volverás. Tus afectos que aún viven en la ciudad que estás dejando atrás, esa es la primera gran pérdida. Se vuelven recuerdos digitales. Personas Zoom. O WhatsApp.
2 Hay exiliados que nunca más volvieron a su país. Murieron en el extranjero llevando a cuestas un doloroso duelo. Recuerdo una conversación con Celia Cruz en Caracas. A finales de la década de 1980. Me confesó su mayor esperanza, que Castro muriese pronto. De esa manera, ella, ya en sus 70 años, podría regresar a Cuba a visitar la tumba de su madre con un gigantesco ramo de flores en las manos, lo que Fidel le había impedido. Pero resulta que Celia murió antes que el tirano. Fue enterrada con honores masivos en Nueva York. Pero no logró llevarle las flores a su mamá.
3 Con el tiempo —ya llevó siete años sin Venezuela— entiendes que lo más importante que perdiste, siendo exiliado, es el lugar donde naciste y viviste la mayor parte de tu vida. Y que tu país no es un mapa ni un pasaporte. Tu país es tu familia, tus amigos de toda la vida y los recientes también, tus vecinos, unas ciudades que amas en particular —en mi caso, Rubio, San Cristóbal y Caracas, también Mérida y Barquisimeto— y unos paisajes que veneras.
4 Algunas veces me descubro nostalgiando —término de Alberto Barrera Tyszka— que paso el fin de año con mi familia en Rubio. Que contemplo el Ávila, al atardecer, desde lo alto del Club Táchira en Colinas de Bello Monte. Que me reúno con los amigos queridos en una barra caraqueña, de Chacao o La Candelaria. O que abordo un ferry imaginario que me lleva en segundos a la transparencia marina de la isla de Margarita. Muchos venezolanos comprometidos políticamente, unos conocidos, desde Simón Bolívar, José Rafael Pocaterra, Andrés Eloy Blanco, hasta Carlos Andrés Pérez; otros anónimos, como muchos en el presente, han muerto expulsados de la nación por élites despóticas que la gobiernan. Otros han tenido, y tienen aún, que pasar largas décadas antes de volver.
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