Escriben Luz Marina Rivas, Manuel Gerardo Sánchez, María Pilar Puig Mares, Narcisa García, Néstor Rojas y Ophir Alviárez
Luz Marina Rivas
Venezuela fue mi hogar por casi toda mi vida, desde los cinco años y medio, cuando llegué con mis padres y hermanos desde Colombia. Papá y Mamá tuvieron su duelo migratorio. La vida se hace de memorias y afectos. Los de ellos estaban en Colombia y los míos están en Venezuela. Cuando emigré de nuevo al que era mi país natal, donde los recuerdos solo estaban ligados a las vacaciones, rememoré los sentimientos de mi madre, pues el país de mis padres no correspondía a mi propio imaginario de estancias breves. Al poco tiempo de llegar, la viudez sumó un duelo más al duelo migratorio. Regresar por breve tiempo a mi antigua vivienda sin mi esposo en el 2015 significó un gran dolor por la ausencia y la extrañeza, pero por unos pocos días reencontré los seres y las cosas que aún extraño: los abrazos y voces de los amigos del alma, que siempre están allí, un allí más que físico; la familia adoptiva, ya emigrada también en su mayor parte; el Ávila desde mi balcón y los caminos a la Quebrada Quintero y a Sabas Nieves tantas veces recorridos; las playas con el tranquilizante rumor del mar; los caminos y carreteras de Venezuela mientras rodaba en el carro con mi esposo, escuchando música; la UCV, con su gente cálida y hermosa, mi segunda casa por más de treinta años; las caminatas por Colinas de Bello Monte; los desayunos en las panaderías; los encuentros en las librerías, las gaitas y aguinaldos de la Navidad. Hay un cordón umbilical del espíritu que me sigue uniendo a Venezuela: sigo atenta a las noticias, me comunico con los amigos, sufro con ellos. La venezolanidad es una manera de ser y estar en el mundo que no se puede quitar.
Manuel Gerardo Sánchez
Mirar al cielo
A Máximo
Llegaste un miércoles o un jueves junto al hombre que amé por las pecas que chispeaban en su cara, parecían constelaciones que acentuaban la incertidumbre y fugacidad de su alma. Él, como la realidad, era incognoscible. Desnudo sobre un refugio de piedra, me enseñó a ver las estrellas. Un ejercicio de contemplación que entendería dieciocho años después como migrante tras leer un libro de Pedro Olalla: los antiguos afirmaban que el hombre se llamaba anthropos porque vuelve sus ojos al cielo —es un rasgo primitivo, un atributo de los seres humanos—. Y aunque los lingüistas no se ponen de acuerdo con la etimología de la palabra griega, algo de cierto debe haber. Por la urgencia de comprender a Dios y el regalo que me entregaba, alcé mi mirada mientras te cargaba.
Eras pequeñito y frágil. Una motica de pelo negra que apenas daba pasos. Rengueabas, tropezabas, fallabas… desde entonces detecté que una de tus patas traseras viraba a la izquierda, una inclinación que jamás corregirías. El hombre de las pecas titilantes te dejó en mis brazos para suplir su vacío: él también me dejó y su ausencia me llenó de abandono, aporías y muletillas, apenas podía pensar y hablar. En cambio tú maullabas con seguridad, conocedor de un lenguaje milenario del que hacías uso con mando. La demostración de tu carácter y del dominio que ejercerías sobre mí. Me convertí en tu esclavo y tú en mi emperador. De allí tu nombre: Maximiliano, como el del monarca que tenía el corazón de acero y gobernó el Sacro Imperio Romano Germánico. Aunque despótico, sabías cómo y cuándo entregarme las dádivas que me hacían caer de hinojos ante ti, artimañas con las que atabas aún más mi yugo: el ronroneo como despertador a las siete de la mañana, la anuencia de tu lomo al roce de mi mano, el paseo entre mis piernas que ovillaba tus caricias… hasta el día que perdí tu gracia.
¿Y ahora a quién adoro? ¿Quién soy sin la opresión de tus ojos esmeralda? Con el dolor atarugado y sin rumbo, partí a un lugar incierto. Desde entonces busco respuestas en el cielo, mi imagen con la cabeza hacia la bóveda prueba mi errancia, mi insuficiencia ante la vastedad, mi desorientación, mi incapacidad de concebir mi posición en el mundo.
Sin ti estoy perdido.
María Pilar Puig Mares
¡Gemid caminantes que andáis sin aliento!
(…)
Te despediré con tristes gemidos.
Esquilo. Los persas
¿“Qué hemos dejado” se asimila a “qué hemos perdido”? Mientras más lo pienso más segura estoy de que se equiparan. Aunque es cierto que a través de la vida vamos sufriendo pérdidas: juventud, familiares, amigos, bienes… también lo es que suelen ir ocurriendo en sucesión, como parte del devenir vital. Sentimos que “vamos dejando atrás” de manera natural. Sin embargo, la rotundidad de “lo que hemos dejado” se inscribe en la clase de pérdidas que sobrevienen de manera no natural, pero sí violenta; por tanto, traumática. Muchos varguenses que sobrevivieron a la vaguada de 1999 apenas lograron salvar la vida, pero en medio de la inmensa alegría que significa salvar la vida, lloraban la pérdida de “su vida”. A cuántos oímos decir “no me quedó ni una fotografía”. Nunca pude responder, como otros hacían, con la frase: bueno, eso son cosas, lo importante es que estás vivo. Como si para estar vivo bastara con estar aquí y respirar. Entiendo muy bien a quienes se niegan a dejar su casa, sus libros, los pocos amigos que aún permanecen allí. Porque abandonar esto es, sí, dejar la vida. O perderla. Agradezco al destino que mi primera salida de Venezuela ocurriera de manera involuntaria; sin preparación, como la vaguada. Las emociones se entrecruzan. Y ya no sabemos qué habría sido preferible, si la voluntaria ausencia o el ímpetu del hado.
El poeta Esquilo confirma que, la víspera de la batalla de Salamina, los persas al oír a los griegos invocar a sus dioses mediante un peán en lengua arcaica, supieron que estaban perdidos. Los griegos —en considerable minoría— lucharon para seguir siendo ellos; lucharon por sus familias, sus hijos y mujeres y casas, por su manera particular de ser; no solo para sobrevivir. Y entonaron este canto:
(…) Liberad la patria.
Liberad a vuestros hijos, a vuestras mujeres,
Los altares de los dioses de vuestros padres,
Y las tumbas de vuestros antepasados.
Y vencieron. Las familias, las casas, los amigos, las fotos, los libros… se equiparan, sí, a las tumbas de nuestros antepasados, que también hemos dejado. Hablamos de cosas graves.
Narcisa García
Miguel me contó que su mujer estuvo fuera del país por trabajo y pronto añoró volver. No se acostumbraba a la luz. La entiendo, le dije. La hora del amanecer cambia en otras latitudes. Para mí hubo un tiempo en el que no fue así, querido Miguel, ni la del atardecer. Es curioso, me dijo. A todos nos enseñan que la hora del amanecer y el atardecer cambian en el año según la proximidad a la línea ecuatorial. Y sin embargo…
«Exista la luz». Y la luz existió. Y era buena. Es significado, definición de las cosas. La regularidad de su aparición sería también la del significado. Es decir, es una bendición que en algunos lugares del mundo la luz aparezca y desaparezca inconmovible. Que sea así debería procurar, de alguna manera, que el significado, el sentido, sea evidente a los hombres: una revelación. Esa estabilidad da la impresión de que el tiempo no pasa. La variación en las horas de luz, por el contrario, amortaja.
Extraño aquella permanencia anímica y ontológica que dejé atrás, que fue rechazada por soberbia y rebeldía. Esa historia de siempre: el pueblo que rechaza ver la vida y reconocer el sentido que emana de la luz recibe siempre la misma consecuencia: el destierro y el levantamiento de Babilonia, el triunfo del enemigo, el reino del caos, la miseria y el hambre.
Aun así, la luz sigue allí: «En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres». Porque invariable es esa vida a la que debemos nuestra fe, a la que es necesario pedirle que nos haga volver tras haber cumplido penitencia.
A Raúl le envié una foto una tarde de verano, eran las nueve y el cielo no mostraba intención alguna de oscurecerse. Qué brujería es esa, me dijo.
Néstor Rojas
Lo que amo de mi país es lo que nadie puede quitarme
No sé cuántas veces abjuré de tanto sol. La resolana me quemaba los ojos. Por eso me escondí entre las sombras de los árboles. El pajonal de Chimire, el barranco, me escondieron. Fueron mi casa en la tierra de los tigres.
No sé cuántas veces oculté mis raíces para no ser descubierto. Entonces añoraba la nieve. Por eso un día salí de mi escondite. Crucé el mar. Como Ulises. Llegué casi sin nada a España. Sentí lo que sienten los que se van. Me convertí en un extraño. Un exiliado.
Ahora extraño ese sol de palmeras que aún llevo en mí, esa playa dorada de cada día que no sé si me llama, esa isla de aves de colores que veía desde el malecón del río Orinoco, esas mañanas blancas y cálidas en las que se abrían mis ojos.
No extraño lo que fui, tampoco lo que dejé porque nada tenía. Extraño a los que aún amo, a los que se quedaron donde aún parece que estoy, aunque me haya ido.
Ahora me resplandece otro sol: el poema, más adentro.
Desde que dejé mi país todo ha cambiado para mí. En la distancia imagino lo que se desmorona, mi casa, el país, lo que fuimos. Las rosas del jardín que cuidara la abuela se han secado. Ella misma se fue pero la sigo escuchando en mi memoria.
Tal vez vuelva algún día. No lo sé. Eso lo sabe el destino.
Mi país anda conmigo. Lo cargo vivo detrás de mis ojos donde siempre es de día.
Lo que amo es lo que nadie puede quitarme.
Ophir Alviárez
Esquirlas
Todo en el espacio sigue en pie
mientras uno por dentro se derrite.
G.A. Chaves
Son tres pero podrían ser muchas. Escojo al azar y como en aquel cuadrito del view master indago con la misma fascinación. En la primera, la escena dejó de ser sepia y adquirió un violeta turbio, al fondo una puerta y en cada lado, dos mujeres contemplan a una niña que aún no camina —está en una andadera— pero ya usa botas ortopédicas. La de la derecha lleva lentes oscuros y una bata de casa, la de la izquierda, blusa blanca. El conjunto parece sacado de una de esas estampas del siglo pasado, me hace trepidar. La puerta es la entrada a una dimensión sublimada, el agujero de Alicia, la magdalena que se vuelve empanada de pabellón. Clic y otra imagen me tuerce las rodillas. La calle es la misma a la que la joven volverá tantas veces, pero ahora unos chiquillos miran al obturador con un dejo de fastidio. Son ocho y deben tener entre 5 y 11 años. Detrás, aquella casa en aquel país grillete, las montañas, el destino que no lograrán domar y los desperdigará como las metras que acumulaba en el frasco con el que tropecé esta noche. El ruido de los vidrios me instiga. Procuro seguirlos, pero se escapan hacia los lugares más insólitos. Ahora un peñero surca las aguas que me lanzan su reflejo. A bordo, la algarabía del grupo anuncia la vida que vendrá. Una muchacha de pelo muy corto levanta la mano, saluda sin querer. La reconozco en la postura, en el mohín de la boca sin duda. La bahía es el escenario perfecto y otra instantánea me otorga un carrito de helados con nombre de consonante. Flota como si hubiera sido diseñado para ello, ofrece manjares a quien aún no ha saboreado un ron de naranja, una maraquita, otro cuerpo, una metáfora. El país que se carga en las papilas gustativas cual cencerro, nos anuncia. El tiempo es un epílogo, escribió Brodsky. Cúmulo de oraciones sueltas, de fragmentos, mi fardo tiene de todo y todo tiene mil nombres. Qué importan el agua fría, la pepa de sol, la pátina que acompaña el despecho, los álbumes secuestrados, la ausencia del padre, los araguaneyes, el olor a ciruelas, la misma gente, la (re)involución. La memoria parece un collage, la materia, un libro mutilado…
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