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De los seres y las cosas que dejé en Venezuela (3/6)

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Escriben Javier Conde,  Jesús Montoya, Joaquín Marta Sosa, Juan Carlos Chirinos, Juan Carlos Méndez Guédez, Karen Lentini y Katherine Chacón


Javier Conde

Acentos

Ni jolín, ni guay, ni mogollón. Tampoco cachondeo, gilipollas, crispación. Suelto chéveres y panas, vaina, coño (que es compartible). Y hasta cambur, para juguetear y provocar en el super. Ayuda la edad, el pocotón de años, para reafirmarse en el habla suavecita del Caribe. Pocotón, incluso, para decir lo contrario, mucho o muchote. “Te quiero un pocotón”, le digo a la más pequeña de mi prole, que me responde guay.

A veces sobran las palabras. En un campo del fútbol de quinta categoría, que suelo cubrir un par de domingos al mes, he podido adivinar la procedencia de un jugador por la manera displicente de mimar el balón y de golpearlo sin que chille. Un aire liviano de quien es capaz de sacrificar la esforzada victoria por el deleite de un pase, el engaño de un esguince o un regate inconveniente. 

Los nombres de mi nostalgia son una geografía de apellidos. Romanelli, Lazareski, Abando, Campá; Pastore, Abreu, Pardo, Vinciguerra; Bethencourt, Rey, Luis, Carrasco; Basile, De la Nuez, Fischer, Fuentes. Todos, o casi, reencauchados. De los que aprenden a saborear las eses por contagio, de los que adoptan una nacionalidad por decisión propia.

De niño sufría para decir todas las palabras en castellano, con el gallego atravesado, sin las ce intercaladas y otras guarandingas. De viejo, me niego a desaprender. Quizás, me digo mientras escribo, el viaje continúe. Aquel primero duró cinco años y se tragó medio siglo, con toda la jerga de los afectos y el oficio. También campos de fútbol, claro, colas, vidas y muertes y vidas, amores y naufragios, y, sobre todo, redacciones para hacer de un caliche una nota publicable.


Jesús Montoya

Desde hace tiempo, escribiendo poemas en una lengua que no es mía, he comprobado que lo local es la falta. La falta del afta por ruego, por ejemplo, de un café negro a la abuela, frente a una inmensa montaña. Hoy solo resta un borroneo. El olor de la habitación llena de libros viejos. El olor a cigarro barato. El rechinar de las ollas. La palabra coleto. La fritanga. El sentido del comedor en el orden diminuto del estar: cuerpo sentado frente a la lengua materna; un velorio del que solo restan rasgos como instantes mascados: empanadas, pabellones, cachapas, patacones, pasteles andinos, arroces chinos-venezolanos. Y a las afueras una calle empinada donde alcanzo a ver de espaldas diversos seres que no me son más corrientes. La plaza donde prócer se despedaza. Quiero decir, la casa es una masa comprada por Mercado Libre. Todo es allá y sin embargo tan aquí, tan singularmente aquí como la forma aglutinada debajo de la lengua a la hechura del salivar: ar es aire, maré es marea, es rana, luar es, tal vez, luz de la luna en la pequeñez del recinto paralelo a lo descrito porque allá afuera no solo están los lugares sino los rostros, los 8 años, los buses por los pueblos entre Táchira y Mérida, las enramadas como horas perdidas que se estancan en el patio de Elena, donde se inclinó este que fui, desnudo como una palmera en la resolana, frente a las gallinas, a recoger piedras para echarse un baño en el tanque. Todo cabe en el paladar, las imágenes se arquean como el silencio del caserío. Voy río abajo en la estela. Todo cabe: el miche, el peaje, el caldo de papas, el loro de Trina. Todo allí en la falta.


Joaquín Marta Sosa

Emigrar es otro futuro

Lo que perdemos al emigrar, y ya no será recuperado, es el futuro que nos pertenecía antes de hacerlo.

En efecto, antes de decidirnos a caminar hacia y en otras tierras tenemos, mal que bien, un cierto proyecto de vivir. Es decir, de lo que queremos hacer y creemos que podemos hacer con nuestro tiempo vital, tanto para otros como para nosotros mismos.

No obstante, y sin que seamos del todo conscientes de ello, ese proyecto está vinculado a una territorialidad concreta (la tierra donde vivimos), desde la cual imaginamos y levantamos (hasta donde resulte posible) esa ilusión de proyectos con hechos tangibles y, en alguna medida, perdurables, persistentes.

En ese sentido, al emigrar somos unos y al comenzar a orientarnos para sobrevivir en esa nueva tierra (nuevas gentes, nueva cultura, nuevos paisajes), tenemos que hacernos otros en alguna medida. Construimos una nueva individualidad que, sin dejar de ser propia, es diferente pues en un hábitat vital, con nuevas condiciones y desafíos, ya no sirve el futuro que habíamos imaginado, sino otro que nos lo impone de manera ineluctable y hasta esencialmente necesaria esa realidad disímil.

De allí que a lo primero a imaginar y dándole cuerpo desde toda nuestra sensibilidad y conciencia, es la individualidad que nos pauta esa nueva terrenalidad de tiempo y espacio, ésa que uno y otro nos han impuesto o que hemos elegido de entre unas cuantas posibles.

Emigrar, día tras día, nos convierte en otro dentro del cual anidarán, para siempre pero cada vez con menos peso, algunos pilares (la mayoría un poco desvencijados) de nuestro pasado y del que era nuestro futuro.

Emigrar resulta así, sustantivamente, que dejas atrás un futuro y levantas otro en medio de los escombros y con algunos, pocos, restos de aquel. 


Juan Carlos Chirinos

Underwood del 53

Mentiría si digo que extraño pocas cosas de Venezuela; digo mejor: si digo que extraño pocas cosas de Valera, Coro, Punto Fijo y Caracas, en ese orden. Son numerosas y su relación me llevaría un libro entero que podría titular Libro de las cosas de Venezuela, o algo así. De cuadernos a tazas, de tacos de fútbol a trofeos de ajedrez, de carros a patinetas, de cobijas queridas a franelas que aún se caen a pedazos. Sin contar con los libros que me esperan en Valera, en ciertos lugares de Caracas y hasta en Acarigua, el pueblo natal de mi papá en la falconiana sierra, en cuya biblioteca deben de reposar algunos de mis tesoros librescos, más La Batea, el pozo natural donde nos bañábamos, felices, en vacaciones. En Caracas hay una tortuga de barro que me espera; en Coro, una raqueta de tenis y unos zapatos para ir a los médanos; en Punto Fijo, frescolitas y pastelitos andinos de la bodega de mis primos. Pero el tesoro mayor, lo que más extraño está en Valera: la máquina de escribir de mi tía Edicta, ahora mía: una Underwood que, siempre he pensado, es de 1953; si mal no recuerdo, su hermano, mi tío Gaudís, se la trajo de regalo de Caracas unas navidades y a ella le sirvió para seguir un curso de mecanografía. Con los años, tras la muerte de mi abuelo querido, Regino, se encendió en mí la vena escritora y cada noche, ¡tlac!, ¡tlac!, ¡tlac!, con dos dedos —como sigo haciendo ahora sobre el teclado de esta computadora—  hacía más ruido que las gallinas por la mañana, hasta que mi papá, disgustado, pero quizá satisfecho, se levantaba y me ordenaba que dejara la bulla y me acostara. Cuentos, canciones, poemas, artículos, todo salió de esa máquina que solo he vuelto a ver en la versión estadounidense de House of Cards, cuando Frank, epónimo, renuncia hipócritamente a su cargo de vicepresidente. ¡Ojalá tuviera la oportunidad de volver a escribir algo en mi Underwood del 53, siquiera una renuncia! Pero jamás una despedida.


Juan Carlos Méndez Guédez

Los libros de la Intercomunal

¿De dónde vino esta historia fantástica, tan llena de mixturas, de anacronismos, de fusiones?, pensé al finalizar Roman de la isla Bararida, y la imagen que acudió a mi mente fue la de mi biblioteca en Caracas. La mayor parte del tiempo la nostalgia tiene rostro de personas, tiene olores, sabores, sonidos, pero en esta ocasión se condensó en ese lugar donde todavía se encuentran la mayor parte de los libros que disfruté en la juventud. 

Allí reposaba entonces una idea del mundo. En la avidez, en la ingenuidad con que mis ojos intentaban abarcarlo todo, reposaba una tarea improbable: estar en esa habitación caraqueña, pero a la vez encontrarme en todos los espacios, en todos los tiempos.

Los años nos hacen más prudentes y nos curan de esas ambiciones, pero el espacio de la ficción sigue siendo el reino de lo imposible. En mi novela Roman de la isla Bararida inventé una historia en la que se mezcla el cantar de Gilgamesh con la tragedia griega; la literatura artúrica con María Lionza; los cuentos de hadas con historias barquisimetanas; la novela de caballería con los mitos de los wayú y los waraos. 

Allí quise hacer un Tristán e Isolda con tamunangue. 

Lo pienso ahora y puedo contemplar los lomos de aquellos libros que me rodeaban mientras escuchaba el rumor de la Intercomunal del Valle. Mezclados en mi imaginación y en mi melancolía, desde ellos, desde la lejanía que ahora somos, al escribir esta historia quise recuperar sus palabras. 

Es como si todos juntos hubiesen viajado desde el fondo de los años y los lugares.

Venezuela se perdió en las manos de sus verdugos; pero la biblioteca que una vez tuve vino de visita con algunas de sus páginas.  


Karen Lentini

Turí, turí, turí

El retrato de lo que se ha dejado atrás es un ejercicio abrumador. Es tratar de evocar cosas que quizás se han olvidado con intención, e intentar contener mucho en un espacio inabarcable. 

La memoria suele agregar y quitar según su capricho, podría incluir o excluir sin querer. Podemos recordar lo que extrañamos, o extrañar lo que hemos olvidado. A mí se me ha desvanecido el rostro de los que han partido y no he podido ir a llorar. 

Al reflexionar me encontré de frente con el bloqueo, quizá porque sabía que en pocas palabras no cabría la inmensidad de lo que se acumuló en mi cabeza, y al intentar atajarlo se me enredaron las palabras. 

Así que he reducido el mundo a pequeñas cosas que no he vuelto a sentir. Las caricias de la neblina que nos rodeaba mientras veíamos TV en el salón, la fascinación por ver a los colibríes chupando el néctar de la flor de sábila en nuestra terraza, o el ardor de la montaña teñida  por el capín melao, mientras veía a una pereza bajar del árbol, para enseñarme que solo por verle merecía la pena ir  al colegio.

Entonces comenzaron a despertarse  otras imágenes que parecían olvidadas: la tersura de las hojas de los geranios del abuelo, el dulzor del guayoyo en las meriendas con la sonrisa de Ismael  pidiendo su Pin Pon de Bolero… los besos al oído de los parapentes del Jarillo, y Nino Bravo en el Junco mirando la geografía partida en dos, un presagio de lo que sería la vida.

Y aunque en cualquier sitio del mundo me acompañe el calor derretido de los tequeños, sé que en ningún lugar las ranas cantan  igual que en Los Teques: turí, turí, turí.


Katherine Chacón

Emma y el desapego

“Yo fui doncella, yo fui una rama, yo fui un ciervo 

y fui un mudo pez que surge del mar”

Empédocles

—¿Me podría hablar de los seres y las cosas que la señora Emma dejó en Venezuela tras emigrar a los Estados Unidos?

—Se cree que todos los que emigramos, añoramos una cantidad enorme de cosas y seres dejados allá, en la tierra que creíamos nuestra. Pero eso no es del todo cierto. Emma, por ejemplo, nunca fue apegada a lo material. Es decir, a las cosas valiosas que la mayoría de la gente atesora. Se encariñaba con algunos objetos ridículos y sin valor, importantes solo para ella por razones fútiles e incomprensibles. Pero hacía tiempo que, hasta eso, lo había olvidado.

—Pero seguramente habría dejado en Venezuela a algún familiar o un ser querido…

—Desde el temprano abandono de su padre, Emma fue forjando un campo afectivo muy particular. Para ella, las relaciones podían ser distantes y, sin embargo, estar llenas de amor. No le gustaba recordar, porque los recuerdos no tenían otra salida que el dolor. Y según ella, el dolor de la memoria era un dolor ficticio, un drama fantasmal hecho de pasado. Además, a fuerza de los tantos adioses, se fue acostumbrando a ciertos distanciamientos. 

—Todo esto es muy duro. ¿No piensa usted que su actitud era una coraza autoimpuesta? Quizás los momentos difíciles que atravesó, coronados con el tener que dejar su país a una edad madura, le endurecieron el corazón…

—Llámelo como quiera. Creo que Emma era, a pesar de todo, muy feliz aquí. Piénselo: ciertamente, emigrar marca un quiebre radical en la vida de una persona. Se siente uno a veces como fuera del propio Yo. Se pierde la vergüenza y el miedo. Surgen interrogantes sobre lo que realmente somos. ¿Somos ese ser que salió de Venezuela? ¿Quién soy? Sí, emigrar demuele, trastoca, transforma. Pero ¿acaso no es en este ejercicio que se han formado muchos sabios?

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