Escriben Alejandro Sebastiani Verlezza, Alexis Romero, Alfredo Baldó Michelena, Beatriz Carolina Peña y Betina Barrios Ayala
Alejandro Sebastiani Verlezza
¡Vía vía!
Procuro hacer de mi vida un ejercicio de gratitud y cuando las circunstancias me retan sostener el impulso para avanzar; lo tengo siempre presente, y ahora más, fuera de Venezuela ya, el país que me ha permitido formarme y salir; tampoco obviaré el alivio que sentí cuando crucé la aduana con mi esposa y el avión despegó: hicimos un movimiento discreto Krishna y yo, pero de gran coraje; cuando ya tienes fecha de salida una fuerza tremenda atiza todas tus células, concentras tu vida en el ligero equipaje, vas percibiendo cómo crece la fuerza de la partida, estás por encontrarte con tu nuevo destino, te quedas con lo que es y lo que hay: boleto, hora de embarque, avanza, encomiéndate.
Hago esta nota y veo que la fecha de entrega es el 30 de junio; de estar vivo, sería el cumpleaños de mi padre; y, paradójicamente, sin haber llegado del todo a su paese —donde me esperan varios asuntos— en las afueras de Madrid estoy más cerca.
Percibo con mayor nitidez el rasgo que marca a buena parte de mi generación: regados por el mundo y cambiando de piel, todo sea por encontrar un lugar propio.
Alexis Romero
A los peces les bastan las migajas
El exilio es, por precisión y transparencia, el taller de la pérdida y el duelo. Comencé sus lecciones con las muertes de mi padre y madre. A él se lo comieron los peces del río Caroní; a ella, el azúcar. No pude ir a San Félix a despedirlos. Deambulé por 7 calles de Buenos Aires sintiendo, vacío de palabras, mi mayor fracaso: la imposibilidad de eliminar la distancia geográfica que me impedía contemplarlos y agradecerles las abundancias y las carencias. De él me queda lo difícil de la ternura, su admirable ternura africana. De ella, su amorosa insistencia: Tú no eres de aquí. Una sentencia dictada por sus ancestros de la India.
Amo la abundancia de parques de Buenos Aires. Ninguno se aproxima a El Ávila y al Parque del Este, me grita alguien por dentro; pero los de aquí me permiten atender y nombrar a mis muertos. Los de aquí me han visto y me ven andar después de que mis hermanas, hermanos, amigos y amigas, me han avisado y avisan que alguien que amé y me amó, o admiré y respeté, ha muerto. Los nombro y los lloro. Elio, José, Antonio, Eusebio, Cruz, Clementina, Osha, Cigilberto, Betulia, me enseñaron que ser frágil era la virtud superior.
Soy un exilio. Ahora amo y temo desde allí. Con él devine un eterno aprendiz del dolor y el duelo, pero también de la alegría y el agradecimiento. De Simone Weil siempre cargo su máxima: el amor se ejerce. Oigo a mis sombras para llenarme de silencio y perdón. Del odio por los bárbaros, le hablo a los peces del Parque Centenario, mientras salen a la superficie para ver a los niños y niñas que aman alimentarlos con migajas de pan y frutas.
Sé que no podré despedir a mis muertos, pero le diré a los árboles de aquí cuánto amé, agradecí y celebré a los que se están yendo sin mí.
Alfredo Baldó Michelena
Siempre se gana y se pierde
Antes de embarcarme en esta especie de repaso con matices reflexivos, aclaro que, tras quince años sin volver a Venezuela, la separación de mi madre, los hermanos, sobrinos y algunos amigos, es el único aspecto al cual, por mucho que busque, no consigo verle el lado positivo a modo de contrapartida.
***
Al dejar mi país ya no volví a ver, sobre todo en diciembre, las laderas del Ávila pintadas con la fosforescencia rosada del Capín Melao: goce entrañable para la vista y al mismo tiempo incordio notable para los alérgicos.
Al dejar mi país ya no tuve más la atención cercana, casi familiar, de nuestros médicos de toda la vida: personas con cuya complicidad siempre conté a la hora de auto medicarme, a la brava, insólitas cantidades de antibióticos a riesgo de dejar hecho polvo mi sistema inmunitario.
Al dejar mi país, en ningún sitio he conseguido perros calientes como aquellos gracias a los que pasé inolvidables madrugadas sin poder salir del baño, aunque justo sería decir que casi siempre venían precedidos de importantes ingestas etílicas.
Al dejar mi país he visitado salas de concierto fabulosas, pero ninguna como el Aula magna de la UCV, con su fantástica acústica, sus nubes de Calder y, por último, la emoción añadida de nunca saber a ciencia cierta si a la salida estaría el carro, si lo encontraría sin cauchos, en cuatro bloques, o si por el camino a la casa tendría un episodio con el crimen organizado. Pero…
Pero nada… Vamos a dejar la cosa de este tamaño por razones de espacio. También porque no es preciso alargarnos hasta el infinito en un montón de lugares comunes para comprender que la vida, sin necesidad de excesivas trashumancias, es un continuo ganar y perder a lo largo de su azaroso recorrido.
Beatriz Carolina Peña
Dos presencias colosales
Salí de mi Caracas en enero de 1987 y ya no regresé a vivir en Venezuela. Dejé de ver las montañas que rodeaban La Hacienda (sector UD-5), la parte más retirada de Caricuao, donde vivía. Desde allí, observaba de cerca sus alturas formidables, contornos seductores y verdes profundos. Al esculpirlas, Dios había impreso en ellas sus dedos largos y amorosos. En esos surcos, la luz se reflejaba y, según la hora, las montañas se transfiguraban. Siempre las contemplaba arrobada desde las ventanas de las camionetas en las que iba y venía, bien fuera a trabajar, a estudiar o a la iglesia San Martín de Porres a encontrarme con mis amigos.
Dejé la Escuela Nacional Parroquia La Vega, un pequeño plantel de cuatro aulas, dos en cada piso, y un pasillo que, por necesidad, empleábamos como salón de clase. El recinto sin patio estaba ubicado frente a una quebrada (en ocasiones pestilente), al pie de un cerro muy habitado de Los Canjilones de La Vega. Justo en este punto ya no había paso de vehículos. Allí fui maestra de educación primaria desde los dieciocho años, apenas graduada en la Normal de la Gran Colombia. Al irme, no solo abandoné a los niños del área después de seis años, sino que, además, me aparté de cuatro compañeros entrañables. Los cinco que trabajábamos por la tarde éramos unidos. Tres de nosotros (Cruz, José Manuel y yo, la menor) orbitábamos en torno a la maestra Omaira Conde de Castejón, quien llevaba allí casi un cuarto de siglo, desde 1963, transportándose a diario desde El Marqués. Su letra preciosa y compromiso con los niños de Los Canjilones me impulsaban a imitarla en sus maneras peculiares de empujarlos a leer, escribir, realizar operaciones matemáticas y absorber otros conocimientos.
Omaira y las montañas, ¡qué descomunales!
Betina Barrios Ayala
Me silban dentro
Los seres y las cosas que dejé aún no se inventan y otras son milenarias como el sol. Lo siento cuando exprimo estos limones amarillos, grandes y rugosos, dulces, no tan ácidos, redondos y pequeños. O cuando llega el verano y la temporada del melón, que aquí es verde, dulce también, distinto. Su piel es lisa y suele comerse en navidad que hace tanto calor, y no es posible ver nieve en ninguna parte, ni siquiera soñando. Aquí en la ciudad no hay nieve, pero hay heladas glaciales. Algunos días, el viento es frío como una nevera. Y sales afuera pensando en los árboles que se van quedando desnudos. Pero otros resisten. Resisten con sus hojas de otros mundos, sus migraciones, las patas de elefante y los potus, las palmeras. Los seres y las cosas que dejé a veces me parece que pasan raudas y me silban dentro, un filo de navaja, el viento de las carreteras, sube el vidrio, niña, vamos a prender el aire. ¿Prender el aire? Qué expresión extraña. Si está vivo y afuera rugiendo en las montañas. Como aquel muchacho solo por las trilhas da Tijuca, un mono fantástico, una liana diversa que se abre como estrella y vuela entre los cerros tupidos como enredadera. Los seres y las cosas que dejé en realidad están vivas en mi forma de pensar, en todos los caminos que atravieso en bicicleta, desafiando los errores, las supuestas resoluciones. Salir a una vida que te tuesta como el café te prepara con una costra, y que te libere el agua caliente, deshaciendo lo que sobra. Lo que hace amargo el camino es la quema. Pero ya lo sabe el cerro que cada año se prende en fuego y nos envuelve con ceniza, ceniza que entra por las ventanas de las casas, pero que luego da paso a todo ese monte, otra vez entre las ramas, perdido en ese aparato vegetal tan poderoso, tan intenso, en los manglares, en las piedras, los colores y quebradas, en las flores y llamadas de esos amigos que nunca dejan de abrazar.
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