Por GOLCAR ROJAS
Volví al Parque Central después de los aplausos. Serían las 8:30 de la tarde cuando salí de la casa.
En la calle, como ayer, se comenzaba a ver más gente que salía a pasear. Pero hoy, la sentí diferente. Menos desesperada por salir. Más calmadas, más silenciosas. Más reflexivas.
Tal vez no era la gente. Muy probablemente estos sentimientos que proyecto en los demás, son sólo míos. Son mis miedos, mis temores, mi desesperanza, lo que veo en los ojos de los otros.
El cielo estaba claro, azul como son los cielos de Madrid cuando son azules, intenso, con nubes que parecían brochazos blancos.
Ahora que lo escribo, pienso que era menos gente que ayer.
Decidí hacer el paseo por la avenida para luego regresar por el parque. Algunos trayectos están en obras y hay tramos en los que se angosta el paso. Las personas se paraban a un lado a esperar que pasaran los otros, o cruzaban la calle para evitar la cercanía.
Por primera vez, desde que empezó esta historia, percibí el miedo masivo. Vi el miedo en los ojos sobre los bordes de las mascarillas, el miedo en los gestos para evitar la proximidad.
Ya en el parque, los trozos de conversación iban todos de lo mismo: como enfrentar esta situación, cómo resolver el tema de no tener contacto cercano con el otro. «¿Cómo harán los hoteles? Porque sí, en las habitaciones las personas estarán solas; pero, ¿en los comedores? ¿Cómo harán en los aviones, en los restaurantes…?».
A cierta distancia, dos muchachos conversaban. Uno frente al otro. Uno de pie, y su colega con el culo apoyado en el asiento de su bici, un pie en un pedal y el otro en tierra. Conversaban manteniendo más de un metro de separación. Escuché cuando uno decía: «Bueno, vamos ya. Si eso, nos hablamos por wasap cualquier cosa». Cada uno tomó por su lado, en direcciones opuestas.
En un claro del parque, sobre la grama verde trepidante, una chica venía con una bolsa de material reciclable como las que se usan para el mercado. Se paró en mitad del claro y habló a gritos con una pareja que estaba al borde del camino con un perro salchicha pelo duro. No sabían muy bien qué hacer. Titubeaban los tres. No sabían si acercarse.
—¡Y no te traje los pantalones!
Gritó la chica de la bolsa. Rió y les aclaró que era broma. Estiró el brazo todo lo que pudo con la bolsa en la mano y dio unos pasos hasta que la bolsa quedó más cerca del alcance de la pareja.
—Ponla ahí. Dijo el chico, señalando el césped.
Yo seguí mi camino pensando en la inutilidad de lo sucedido. Al final, los chicos tomarían la bolsa que la chica traía en la mano y en la que podría estar, además de los pantalones, el bendito virus.
El sol se empezó a poner. Ya la luna tenía rato brillando desde temprano. Los murciélagos comenzaron a salir. Volaban sobre las aguas del lago cubiertas por la pelusa blanquiamarilla que sueltan algunos árboles por esta época y que planea en el aire, como copos de nieve, hasta posarse sobre las superficies. A mí me dio la sensación de que, como en película surrealista, el viejo cliché de la muerte con capucha y capa negras y la guadaña en la mano, se movía por el parque.
Era la sensación de que a todos los que estábamos allí nos acompañaba la parca. Que la muerte se encontraba pescando en el parque.
El atardecer se me hizo pesado. La sensación de estar al borde de un abismo cuyo fondo no se distingue por una niebla espesa, se acentuó. Posiblemente es la resaca de un texto que escribí sobre la inutilidad de la muerte. Tal vez influyó haber visto en la tarde un documental sobre Alejandra Pizarnik.
Haber leído la excelente crónica que escribió Milagros Socorro en homenaje a Mariahé Pabón, la amiga muerta en Florida por coronavirus, debió haber hecho mella.
«—La dejé en la puerta del hospital y no la vi más», cuenta Milagros que le dijo Martha Pabón, la hija de la periodista. «No nos despedimos porque no pensamos que estábamos ante una despedida».
Qué triste es la muerte por estos días. Siempre es triste, pero ahora es triste y sola. Dolorosamente sola.
Sobre el agua oscura y sucia del estanque flota el cuerpo sin cabeza de una tortuga, con las patas flácidas fuera del caparazón. Junto a la reja del edificio, una urraca picotea el cuerpo aún emplumado de una paloma muerta, mientras una gata cálica se aproxima sigilosa. La muerte parece cundir en esta primavera.
En los ojos de algunos, tras el miedo, se percibe un deseo, unas ganas. ¿Qué va a pasar con ese ardor?
Sólo me salvan los rosales floreados en la rosaleda del parque. Grandes rosas rojas olorosas, blancas, amarillas, rosadas, naranjas, bicolor, moteadas. Inmensas rosas que llegaron puntuales a la primavera, indiferentes a nuestra tragedia. Rosas que brotan con la rebeldía de quien no le importa nada. Rosas que morirán para dar paso a unas nuevas en la próxima primavera.