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De la Pequeña Venecia a la disolución de las certezas

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Por RAFAEL TOMÁS CALDERA 

Habitado por la pasión de patria, casi transido de ella como aquel gran venezolano que fue don Mario Briceño-Iragorry, Asdrúbal Aguiar nos entrega un nuevo volumen de sus textos sobre Venezuela, el problema de su accidentada existencia histórica.

Trabajador incansable, Aguiar se ha desempeñado como político, en cargos de alta significación: ha sido embajador, gobernador, ministro, presidente encargado de la República. Es jurista de acerada lucha por los derechos humanos y sirvió como juez de la Corte Interamericana. Académico, miembro de diversas corporaciones; profesor universitario de dilatada trayectoria e intelectual en permanente vigilia para escudriñar los signos de los tiempos y aportar el concurso generoso de la acción.

Alguna vez se dijo (1) que la filosofía —la vida intelectual— en Platón no fue en su origen sino acción entrabada, acaso por la inhibición ante su posible vida activa, esa figuración política a la cual lo destinaba su pertenencia a una familia principal en Atenas.

Pero, seguía el comentario, esa acción no se renuncia en él sino para realizarse con mayor certeza. Es el significado y el valor del pensamiento sobre la política. La política de Platón, comentaba Antonio Machado en su Juan de Mairena, hay que buscarla en el diálogo sobre la República (2).

Lejos por fuerza de su patria, Aguiar, el político doblado de intelectual y profesor universitario, piensa y escribe sin descanso.

En tiempos de crisis, cuando han perdido vigencia y se han puesto en cuestión —diría Ortega— los supuestos radicales de una época (3) emerge con fuerza perentoria la necesidad del pensamiento. Hay que partir en busca de los principios para dar nuevo fundamento al orden social. La ciudad vive de una convicción compartida acerca de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto (4).

Así, la labor intelectual de Asdrúbal Aguiar se despliega, a partir de ese núcleo vivo de su pasión de patria, en la indagación histórica, al modo de lo sugerido por Augusto Mijares, “como proceso vivo en el cual se une el presente al pasado y en el todo podemos inquirir lo que es nuestra nación, su carácter y sus posibilidades” (5). Se despliega en el análisis y discusión de las formas jurídicas, las máscaras asumidas por el despotismo —en sentido negativo—, así como en la exploración positiva de un nuevo diseño auténtico que permita a esas “formas vivientes del orden social” —según dijera Andrés Bello— cuajar en una vida republicana donde se respeten los derechos, se viva en libertad y se haga valer la justicia en las relaciones personales y sociales.

Al mismo tiempo, no deja de estudiar con constante preocupación los cambios estructurales en nuestro mundo, ahora asentado sobre lo digital, las redes y la inteligencia artificial, que modifican el modo cotidiano de nuestra relación, parecen abolir la distancia y, con ella, el sentido de los Estados que hemos conocido. Emplazan, por tanto, al pensador a otear el horizonte para avizorar nuevos rumbos posibles.

Cambiará quizá —ha cambiado ya, más de lo que percibimos, instalados en nuestras rutinas mentales— la figura del Estado, la articulación de los poderes, el papel de los partidos políticos. Aguiar, deslumbrado, insiste en cómo los procesos en el tiempo inmediato del mundo digital han modificado los espacios de nuestra acción. Y reclama la búsqueda de esas nuevas formas, siempre difíciles de adivinar. Un nuevo —más bien, renovado— derecho constitucional, nuevas formas de participación política. El nuevo rostro de la democracia, que no se dibuja bien entre crisis de representatividad y esas nuevas manifestaciones de lo que ha querido llamarse, con etiqueta ambigua, populismo, que quizá quiera ser una nueva manera de oclocracia adaptada a los tiempos de la comunicación digital.

La exigente prosa de Aguiar coloca a sus lectores ante ese cluster de problemas, imbricados unos en otros, que han de ser pensados a fondo —esto es, estudiados, analizados, discutidos— para encontrar el camino anhelado. En tiempos de relativismo, bien lo sabe, es una tarea doblemente necesaria porque hemos de alcanzar las certezas que, lejos de toda imposición fanática, otorguen nueva base para las nuevas edificaciones. Y el relativismo no construye, corroe.

En ese horizonte difícil, turbulento incluso, así como la familia conserva su carácter raigal, insustituible en la estructura de la vida humana, así también la patria. Los Estados podrán cambiar; la patria y la nación son constantes elementales de la humanidad. Desterrado ahora y, por sus ejecutorias, ciudadano universal, Asdrúbal Aguiar no olvida su patria. Acaso se dirá allá en sordina, como Mariano Picón Salas, “con ese instinto de campesino que nunca me quitaron los libros sentí siempre la patria en los poros; se confundía con las horas de mi sangre (…) De su sol y sus lluvias, sus árboles y sus pájaros, de las cosas que las gentes dicen por las calles con un acento que no se parece a ningún otro, estaba [está] necesitada mi nostalgia” (6).

*De la Pequeña Venecia a la disolución de las certezas. Asdrúbal Aguiar. Texto Liminar: Rafael Tomás Caldera. Editorial Jurídica Venezolana Internacional. Panamá, 2020.


NOTAS

1. Dies. Citado por A. J. Festugière, Contemplation et vie contemplative selon Platon, París, Vrin, 3ª ed. 1967, p. 374.

2. “Y en cuanto al fracaso de Platón en política, habremos de buscarlo donde seguramente no lo encontraremos: en su inmortal República. Porque ésta fue la política que hizo Platón.”

3. Cf Manuel García Pelayo, “Sobre la significación de la historia para la teoría política”, introducción al libro de F. E. Adcock, Las ideas y la práctica política en Roma, Caracas, Instituto de Estudios Políticos, 1960, p. II.

4. Cf Aristóteles, Política, I, 2.

5. Lo afirmativo venezolano, Caracas, Dimensiones, 3ª edición aumentada y revisada 1980, p. 254.

6. “Regreso de Tres Mundos”, en Viejos y Nuevos Mundos, Caracas, Biblioteca Ayacucho 101, 1983, p.599.

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