Papel Literario

De la experiencia sensorial a la experiencia numinosa. Del individuo a la Totalidad

por Avatar Papel Literario

Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA

¡Despierta! ¡Despierta, oh durmiente de la tierra de las sombras!

¡Despierta! ¡Expándete! Yo estoy en ti y tú en mí, unidos en divino amor”

William Blake

     Puesto que todo está hecho de Conciencia, no hay nada en la creación que no sea yo mismo

    Los Upanishads

La emoción que suscita en el lector el famosísimo pasaje de Por el camino de Swann, primero de los siete tomos de su monumental novela En búsqueda del tiempo perdido, conocido como la experiencia de la magdalena puede deberse no solo a razones estéticas —pues la belleza con la cual su autor, Marcel Proust, la narra es innegable— puede deberse también, y, sobre todo, a la íntima universalidad de la experiencia misma que acontece a Marcel, el protagonista-narrador, y que cada uno de nosotros puede reconocer, recordar o intuir como real.

Antes de iniciar un recorrido posible por los vastos senderos de esta experiencia, detengámonos en comprender los antecedentes de la misma, asomándonos a la personalidad de Marcel, tan detalladamente dibujada por su homónimo autor:

“Pero a mí, aunque me durmiera en mi cama de costumbre, me bastaba con un sueño profundo que aflojara la tensión de mi espíritu para que éste dejara escapar el plano del lugar en donde yo me había dormido, y al despertarme a medianoche, como no sabía en dónde me encontraba, en el primer momento tampoco sabía quién era; en mí no había otra cosa que el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva, tal como puede vibrar en lo hondo de un animal, y hallábame en mayor desnudez que el hombre de las cavernas; pero entonces el recuerdo, y todavía no era el recuerdo del lugar en que me hallaba, sino el de otros sitios en donde yo había vivido y en donde podría estar descendía hasta mí como un socorro llegado de lo alto para sacarme de la nada (1) porque yo solo nunca hubiera podido salir… en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, y la imagen borrosamente entrevista de las lámparas de petróleo, de las camisas con cuello vuelto, iban recomponiendo lentamente los rasgos peculiares de mi personalidad”.

Cuando Marcel refiere que al despertarse a medianoche no sabía quién era… y hallábame en mayor desnudez que el hombre de las cavernas está refiriéndose ya a una pérdida momentánea de su sentido de identidad individual, y a una desnudez, a un despojamiento respecto a todo lo que lo ha definido hasta ese momento. Insiste, además, que solo poseía el sentimiento de la existencia en su sencillez primitiva… Independiente de particularidades personales, como si solo fuera existencia, ser existente, como si perteneciera a la existencia sin más… Al agregar poco después que sobre él descendía el recuerdo, no del sitio donde se hallaba, sino el de otros sitios donde había vivido, y que en un segundo pasaba por encima de siglos de civilización, ¿está refiriéndose solamente a otros sitios donde había vivido hace poco, hace unos cuantos años atrás, o, más bien, en ese estado de abaissement de niveau mental —libre, por tanto, de los parámetros habituales de la vigilia— en el cual se encontraba al despertar a medianoche, le llegaban memorias más antiguas, de otros tiempos, y hasta cavernarias?

Y, más aún, el atribulado personaje se refiere a esos recuerdos como socorros venidos de lo alto para sacarme de la nada. La ayuda provenía “de lo alto”, desde esferas más allá del ámbito humano, para sacarlo de la “nada”, de la ausencia de formas definidas, atadas a un tiempo y a un lugar exclusivos. ¿A qué tipo de experiencias, entonces, era proclive Marcel mucho antes del célebre éxtasis con la magdalena mojada en té, que luego comentaremos?

Este párrafo parece mostrarnos, ya desde el inicio de la novela, que Marcel era propenso a experiencias extra-corporales, extra-temporales, que la realidad inmediata no era para él más real ni más importante que ésas otras que recordaba, y que trascendían el tempo y el espacio en los que se encontraba su cuerpo. Y como se cuida se aclara que todo esto ocurría al despertarse de un sueño profundo, parece referirse a lugares que su alma visitaba en la libertad del estado onírico y que, por lo tanto, al Marcel al que esa alma regresaba le costaba comprender lo que ésta había experimentado.

Adentrémonos ahora en uno de los más famosos pasajes de la novela, que es a la vez la experiencia culmen de Marcel —ésa que quizás ya había intuido y entrevisto a lo largo de su vida previa, como hemos señalado— que va a cambiar el devenir de su vida, y, además, el de la literatura:

«Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.

Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No solo buscar, crear».

Lo primero que llama nuestra atención en la minuciosa descripción que hace Marcel de su arrobadora experiencia es que dice sentirse estremecido y que un placer enorme hace que su atención se fije en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Así que aquello que le ocurre, además de ser algo inmensamente placentero, lo invade y aísla —¿de qué?, ¿acaso de la pequeñez individual?—, proporcionándole la sensación de que ¡las vicisitudes de la vida son indiferentes, de que sus desastres son inofensivos y de que su brevedad es ilusoria! De nuevo, todo lo que en la esfera de lo humano nos acorrala, desaparece en Marcel, al desaparecer momentáneamente ese pequeño yo, y al verse, en cambio, lleno de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo.

Esa esencia que reconoce como él mismo no es el Marcel que existía antes de tal experiencia. No es que la esencia estuviera en Marcel y le proporcionara ese enorme deleite, es que esa esencia era él, más allá de los confines de la personalidad, más allá de la mediocridad, contingencia y mortalidad meramente humanas. Marcel, más allá de la fugacidad de la experiencia asociada al olor y al sabor, y que pronto se diluye, se está refiriendo a la eternidad. Esa esencia eterna que somos todos, más allá de los yoes individuales. Tiempo fugaz y tiempo eterno.

Pero enseguida Marcel se pregunta de dónde proviene esa alegría que, aunque surgió mientras sorbía el té con los trocitos de magdalena, sabía que no procedía de allí, que su naturaleza era esencialmente distinta, y, sobre todo, quiere llegar a aprehenderla. ¿Es esta la irrupción, nuevamente, de lo humano en Marcel? Aunque parece volverse hacia su alma en busca de respuestas, de aclaraciones definitivas, más bien parece estar sumergido en las preguntas y en los juicios que habitualmente hace la mente humana:

“Ella (el alma) es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No solo buscar, crear».

Es Marcel, en su yo individual, quien se siente superado por la experiencia trascendente; es el yo humano quien se siente abrumado ante la incertidumbre; es el bagaje humano el que no sirve para comprender ni mucho menos para asir una experiencia tal. Es él quien se siente en un país oscuro, no su alma.

Luego del éxtasis suscitado al sorber el trago de té llega a la conclusión de que “…la verdad que yo busco no está en él (el té), sino en mí”. Sólo que ese donde cree Marcel que está la verdad que busca —ya que sabe que no reside en el ámbito sensorial que la suscitó— no es el yo individual, contenido en un cuerpo y expresado a través de una personalidad. La verdad está, en cambio, en esa alma que se reveló por un instante dentro del continente humano de Marcel, demasiado estrecho para tolerar por más de un instante tal vastedad. La naturaleza de la experiencia que lo deja tan arrobado y que hace que deje de sentirse mediocre, contingente y mortal meramente humano—, le revela la unidad subyacente a todo lo que es. 

La experiencia numinosa, pues consideramos que ése es su carácter, que relata Marcel remite a una experiencia transpersonal, universal. Aquí, la ficción literaria se vuelve metáfora ontológica. A Marcel le fue dada la revelación de algo tan magnífico que sólo puede compararlo con el amor: todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa. Y quizás se esté refiriendo al Amor. Quizás esté sintiendo lo mismo que San Juan de la Cruz cuando en otra noche, lejana y cercana, escribió, con el lenguaje que muestra lo oculto, que le da voz a lo mudo:

¡Oh noche que guiaste!

¡Oh noche amable más que la alborada:

oh noche que juntaste

Amado con Amada.

Amada en el Amado transformada!

Son innumerables los testimonios de personas comunes y de místicos (2) que dan cuenta de experiencias de expansión de conciencia, como la de Marcel, donde las fronteras mismas del yo se diluyen en la totalidad de la realidad.

Apoyémonos incluso en Hegel para comprender mejor lo que le ocurre a Marcel. Recordemos que el filósofo alemán asociaba el conocimiento con el movimiento de evolución de la conciencia que va desde el objeto separado del sujeto al conocimiento absoluto en el cual el sujeto cognoscente y el objeto conocido se vuelven uno y lo mismo. En esa conciencia que por unos instantes le fue develada a Marcel de que esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo, tuvo un relámpago de conocimiento absoluto, de la disolución de las fronteras entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido. Aunque luego toma las riendas nuevamente el sujeto cognoscente.

Este personaje querrá recuperar lo vivido, lo tan intensamente placentero y verdadero, a través del acto creador de la memoria, el pasado en el presente, y de la minuciosa observación de cada momento —como el más acucioso fenomenólogo— para captar, mostrar y nombrar lo invisible, para recuperar la eternidad en la fugacidad de cada instante, para transformar la realidad en arte. Esa será su empresa a partir de aquel sorbo inefable: ¿Buscar? No solo buscar, crear».


Notas

1 Todas las cursivas en los párrafos de la novela citados fueron agregadas para dar énfasis a las ideas que se comentan.

2 “Una calurosa tarde de agosto, mientras me sentaba con mis padres en la casa haciendo zazen, de pronto, me experimenté a mí mismo como una onda que se difundía infinitamente por todo el universo. Lo sé, no hay un universo aparte de mí, en ese momento todo se volvió radiante, y entonces vi y supe que yo soy el Único en todo el universo. ¡Sí, yo soy el Único!”.

Philip Roshi, Kapleau, (2005), Los tres pilares de Zen. Editorial Pax México.