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De la Eutanasia a la Solución Final

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Por NELSON RIVERA

En abril de 1933, tres meses después de haber alcanzado el poder, Hitler promulgó la Ley para la Restauración del Servicio Civil Profesional, que incluía disposiciones para destituir a los judíos de la administración pública. Ese fue el instrumento donde apareció, por primera vez, el “párrafo de la raza aria”, enunciado que excluía a los judíos y a los no-arios de la vida pública de Alemania.

El 31 de marzo los médicos judíos de Berlín son expulsados del ejercicio profesional en los servicios sociales. El 25 de abril, es aprobada la Ley Contra el Congestionamiento en las Escuelas y Universidades, que limitaba el número de judíos que podían ingresar a la educación pública. El 14 de julio, la Ley de Nacionalización revocaba la nacionalidad a los judíos nacionalizados.

Ese mismo mes, Hitler aprobó otro instrumento: la Ley de Esterilización. En noviembre, le siguieron la Ley Contra los Delincuentes Habituales Peligrosos y la Ley de Medidas de Seguridad y Reforma. En septiembre de 1935 aparecieron las conocidas como las Leyes de Núremberg: la Ley de Ciudadanía del Reich (que establecía la existencia de un ciudadano superior, que definía a quienes tuviesen “sangre alemana o afín”), y la Ley para la Protección de la Sangre y el Honor Alemán (impedía los matrimonios y las relaciones sexuales con judíos; convertía en delincuente a cualquier judío que contratara empleadas domésticas de sangre alemana; y, fundamental, prohibía a los judíos usar la bandera o los colores del Reich: también en lo simbólico quedaban expulsados de la comunidad nacional alemana). En octubre de 1935 apareció la Ley de Salud del Matrimonio, que evitaría que los señalados como portadores de “degeneración hereditaria” pudiesen contraer matrimonio. Copio aquí las palabras de Wilhelm Frick, ministro del Interior del gobierno nazi: “Ningún judío puede convertirse en ciudadano del Reich, porque la sangre alemana es un prerrequisito en el código de ciudadanía del Reich. Pero lo mismo vale para los miembros de otras razas cuya sangre no guarda relación con la alemana como, por ejemplo, los gitanos y los negros”.

En los meses y años siguientes, la fabricación de normas y leyes raciales y de exclusión no se detendría. Entre 1933 y 1939, el nazismo produjo más de 400 decretos, que no dejaban intacto ni un resquicio de la vida de los judíos, dentro o fuera de sus hogares. Esto se producía en Berlín, pero también en las jurisdicciones regionales o en pequeños pueblos. Eran ordenamientos eficaces: impedían, denigraban, desposeían, humillaban, prohibían, expulsaban, negaban, empobrecían, borraban. La feroz maquinaria racial se había puesto en movimiento.

Los hombres no son iguales

Las definiciones contenidas en la Ley de Ciudadanía del Reich —sobre los judíos y las clasificaciones de los mestizajes— habían sido precedidas de la numerosa y variada literatura producida por los “científicos de la raza”, que se actualizaba continuamente. Por más de medio siglo, no solo en Alemania —también en Estados Unidos y en países de Europa—, hombres de ciencia, pensadores que habían alcanzado notoriedad y audiencia, habían estado diseminando argumentos —por la prensa, en libros o en revistas científicas— en contra de la igualdad de los hombres.

La afirmación de la no igualdad no se limitaba a destacar las diferencias humanas (de color de piel, de rasgos físicos, de configuración corporal, de capacidades intelectuales): su principal objetivo era establecer una jerarquía, que primaba al hombre ario: “La élite burocrática, profesional y científica alemana proporcionó la legitimidad que el régimen necesitaba para desplegar sin problemas esta política”.

Explica Henry Friendlarder: los descubrimientos de Charles Darwin fueron la plataforma que sirvió para dotar de bases biológicas a los supremacismos, punto de partida para asociar la tendencia a la criminalidad, por ejemplo, a causas raciales. Aunque tanto se haya repetido, quiero recordarlo: Cesare Lombroso, médico y criminólogo italiano, llegó al extremo de afirmar que había delincuentes que habían “nacido para el mal”, por lo que no quedaba otro camino que eliminarlos. Dijo que la epilepsia era un claro síntoma de la personalidad criminal. De los gitanos, esto: “Son vanidosos, como todos los delincuentes, pero no tienen miedo ni vergüenza. Todo lo que ganan se lo gastan en bebidas y adornos. Se les puede ver descalzos, pero con ropas de colores brillantes o con encajes, sin medias, pero con zapatos amarillos. Presentan la imprevisión propia del salvaje y del criminal”. Lombroso había anticipado el lenguaje que los nazis usarían en contra de judíos, gitanos y personas con discapacidad.

Luego de que Francis Galton, matemático inglés, acuñara el término ‘eugenesia’, el estadounidense Charles Davenport la definió como “la ciencia del mejoramiento de la raza humana mediante una mejor crianza”. Un amplio movimiento eugenésico se extendió a los dos lados del Atlántico. En lo crucial, querían determinar cómo se transmitían las conductas indeseables, bajo la premisa de que la biología podía aportar soluciones a los problemas sociales. Pronto llegaron a la conclusión de que había paquetes hereditarios mejores que otros, y que había una relación entre baja capacidad mental y delito, o entre enfermedad psíquica e inmoralidad. Inevitablemente, atribuyeron “la degeneración” a la raza y al grupo étnico. Aupados por la reputación de los científicos, políticos y legisladores incorporaron el tema racial a sus agendas.

Una mayoría de los eugenistas pensaban que la esterilización debía ser una especie de política pública. Si los individuos inferiores, discapacitados o genéticamente enfermos constituían un peligro para la sociedad, entonces había que impedir que se reprodujeran. En Alemania, después de la Primera Guerra Mundial, se estimuló la eugenesia positiva: aumentar la natalidad de las “poblaciones superiores”. Durante la República de Weimar, todos los partidos políticos apoyaban la eugenesia. Se fundaron centros de investigación especializados en lo racial. Categorías como higiene hereditaria, higiene reproductiva e higiene racial circulaban de todos los modos posibles.

La idea de una comunidad basada en la fortaleza y la pureza raciales encontró el terreno abonado en las clases profesionales, frustradas y resentidas por la derrota militar sufrida en la Primera Guerra Mundial, la debacle económica y la conflictividad social que, a diario, se experimentaba en las calles. Que un libro como Autorización para la destrucción de la vida indigna de la vida, de Karl Binding (jurista) y Alfred Hoche (siquiatra), encontrase acogida da cuenta del ánimo y las mentalidades vigentes. “La definición de vida indigna que dictó Binding no era muy precisa, pero dejó claro que se refería a los inferiores que debían ser asesinados”. Sostenía que el Estado debía tener la potestad de autorizar la muerte.

Eugenesia y nazismo

Mientras el movimiento eugenésico de Estados Unidos se apagaba, con Hitler vivió su más poderoso auge. “En enero de 1933 el Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (NSDAP) se hizo con el gobierno alemán. Esta toma del poder por parte de los nazis, el movimiento völkisch más radical, hizo posible la implementación de la utopía de la higiene racial. Los nazis habían prometido preservar ‘la pureza de la sangre alemana’, es decir, estaban decididos a limpiar el acervo genético alemán. Para lograr este fin, el régimen nazi introdujo una ingeniería social radical diseñada para crear una sociedad racialmente homogénea, físicamente resistente y mentalmente sana”.

Al adquirir el estatuto de política de Estado, la exclusión institucionalizó la desigualdad. En una primera etapa, personas con discapacidad, alguna malformación, mentalmente enfermos o “perturbados” debían neutralizarse o eliminarse. También los que eran considerados antisociales o criminales: mendigos, vagabundos, personas que vivían en las calles, prostitutas, alcohólicos y delincuentes habituales. Aunque el enunciado sostenía que todas las razas no arias serían excluidas, en realidad, las dos “razas extranjeras” a las que se dirigía la política oficial del gobierno alemán eran los judíos y los gitanos.

Comenzaron por reducir el gasto de los discapacitados que vivían internos en hospitales y centros de reclusión: menos alimentos, menos medicamentos y menos apoyo para “los defectuosos”. Apenas se produjo el inicio de la guerra se instauró un régimen de hambre y precariedad: causar la muerte lentamente. La minoría de negros alemanes (hijos de mujeres alemanas y soldados negros franceses) fueron esterilizados para impedir que aumentara el número de alemanes de piel negra. “Ya en 1933 se internó en campos de concentración a individuos antisociales, que fueron enviados a los campos en cantidades cada vez mayores a partir de 1937”. El lineamiento de regenerar la raza, erradicando a los factores inferiores y extranjeros, había entrado en fase de ejecución.

Muerte al discapacitado

La Ley para la Prevención de la Descendencia con Enfermedades Hereditarias se promulgó en julio de 1933. Autorizaba al Estado a esterilizar a toda persona que, de acuerdo con los médicos nazis, pudiese tener hijos con daños físicos y mentales. Incluía una lista de afecciones: retraso mental congénito, esquizofrenia, psicosis maníaco-depresiva, epilepsia hereditaria, Corea de Huntington, ceguera hereditaria, sordera hereditaria, deformidad hereditaria y alcoholismo grave. Apenas el tribunal tomaba la decisión se producía la intervención quirúrgica, incluso contra el deseo del señalado. En 1934 fueron esterilizadas más de 62.000 personas, casi 72.000 en 1935, casi 65.000 en 1936. Se estima que, antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, la política afectó a unas 300.000 personas. A partir de 1939, se sumarían, al menos, otras 75.000.

A las semanas de haber sido aprobada, vinieron las enmiendas a la ley: ordenaban la interrupción del embarazo de las parejas donde uno o los dos formasen parte de la lista de quienes debían esterilizarse. Friedlander narra casos en que el fanatismo esterilizador de los médicos nazis fue impedido por tribunales que comprobaban la falsedad o el error de juicio del promotor: se pretendía llevar al quirófano a personas sanas, solo por haber respondido con lentitud a las pruebas que se aplicaban para determinar la existencia de retraso mental.

El asesinato de niños con discapacidad

Hitler había anunciado al director médico del Reich, Gerhard Wagner: apenas se iniciara la guerra, arrancaría el programa de eutanasia. Todo tenía que estar preparado. Dos funcionarios, Brandt y Bouhler, con atribuciones plenipotenciarias, fueron encargados del programa de eutanasia infantil, que debía mantenerse en secreto. En agosto de 1939 se aprueba un decreto que obliga a médicos y comadronas a informar de niños afectados de las patologías listadas. No solo: también debían informar de los menores de 3 años que las padecieran. En distintas provincias se establecieron los centros para las ejecuciones. Un flanco del programa estaba dedicado a convencer a los padres de apoyar estas medidas.

Los internaban en centros hospitalarios. En algunos los mataban de hambre. “Para mí, como nacionalsocialista, estas criaturas obviamente representan solo una carga para nuestro sano cuerpo nacional. No matamos con veneno, inyecciones, etcétera, porque eso solo proporcionaría nuevo material para una campaña difamatoria de la prensa extranjera y ciertos caballeros de Suiza. No, nuestro método es, como pueden ver, mucho más simple y natural. Mientras pronunciaba estas palabras, una enfermera de la sala sacó un niño de la cuna. Mostrando al niño como si fuese un conejo muerto, pontificó con aires de conocedor y una sonrisa cínica: Este, por ejemplo, aún tardará dos o tres días” (testimonio de un soldado alemán, que presenció esta escena en centro donde asesinaban a niños discapacitados).

Distribuyeron pabellones en distintos lugares de Alemania. La inanición era solo un método. El preferido fue el uso de medicamentos. Se los administraban de forma continua durante días, hasta que el cuerpo colapsaba. O provocaban la aparición de enfermedades, como unas potentes neumonías, que causaban “muerte natural”. El rendimiento de los médicos y enfermeras era premiado con dinero. Los profesionales que habían aceptado participar en el programa se quejaban: no les enviaban suficientes niños. Salvo excepciones, se cumplía un mismo procedimiento: Observación, Evaluación, Asesinato y Disección.

Cuando los niños ya estaban internados, la eliminación ocurría de inmediato. Cuando vivían en sus hogares, se convencía a los padres de hospitalizarlos, con la promesa de que serían curados. Si los padres se resistían a entregar a su hijo, se les amenazaba: el Reich les quitará el derecho a custodia. Durante la guerra se crearon las condiciones favorables para cumplir con las metas establecidas: mientras el padre estaba destinado a un frente, a la madre se la llamaba a un trabajo diario de muchas horas: estaba obligada a encomendar el cuidado al hospital/centro de exterminio. Otro mecanismo utilizado fue el de la falsa intervención quirúrgica: se anunciaba la aparición o descubrimiento de una dolencia grave, se pedía la aprobación urgente de los padres para hacer la intervención, el niño moría en el quirófano. La burocracia nazi produjo un instructivo sobre los contenidos de la carta de cuatro párrafos que las autoridades debían enviar a las familias informando de la muerte de sus hijos.

La eutanasia de niños nunca se detuvo, hasta el final de la guerra. Con los datos que Friedlander disponía en 1994 —cuando terminó de escribir su libro— se estimaba que más de 5.000 niños discapacitados fueron asesinados por el hitlerismo. 25 años después, la estimación ha cambiado: se sabe que fueron más de 7.000.

A continuación, los adultos

En el texto de la acusación de Estados Unidos, durante los juicios de Núremberg por el Caso Médico, se dice en relación con el programa de eutanasia de los adultos: “Consistía en la ejecución sistemática y secreta de ancianos, dementes, enfermos incurables o niños deformes y otras personas mediante gas, inyecciones letales y otros medios diversos en residencias de ancianos, hospitales y asilos”. Cuando Hitler activó el asesinato de adultos con discapacidad, a mediados de 1939, sabía que el nuevo objetivo multiplicaría las exigencias operativas. Tan apetitosa resultaba la responsabilidad de matar, que se producían luchas entre facciones nazis, por ocupar los altos cargos de la operación. Y así comenzó el estructurado movimiento que los obligó a crear organismos para ocultar el programa de exterminio (se crearon cuatro), definir los lugares, reclutar los médicos (y convencerlos de que su actividad quedaría impune), establecer los procedimientos y disponer de los recursos técnicos y logísticos necesarios para emprender la tarea. Los altos cargos crearon seudónimos y códigos para encubrir sus tareas.

Los aprendizajes organizacionales del asesinato de niños constituyeron la base de la planificación de la nueva etapa. Se instruyó a los gobiernos locales: antes del 15 de octubre de 1939 debían enviar listados (con sus direcciones) de “los pacientes mentales, epilépticos y retrasados mentales”, no importa en qué tipo de institución se les atendía o se encontraban (privadas, religiosas o benéficas). En los formularios aparecieron nuevos elementos a indicar: pacientes sin ciudadanía alemana, pacientes que no sean de “sangre germánica o afín”. Los médicos debían informar sobre la ciudadanía y la raza, así como las categorías raciales a las que pertenecían: judío, judío mestizo de primer o segundo grado, gitano, gitano mestizo, negro, negro mestizo.

La cuestión económica gravitaba sobre la decisión de si los pacientes debían morir o no. Los que no podían trabajar o hacían trabajos rutinarios estaban condenados a morir sin mayor consideración. Cuando una persona era seleccionada, no había escape posible: la buscaban como al más peligroso criminal. “Como los asesinatos debían mantenerse en secreto, los traslados a los centros de exterminio debían realizarse sin la aprobación de los parientes o tutores. Se disfrazaban de reubicación debida a la emergencia de la guerra (…) Solo se informaba a los familiares después de los hechos”. En esta primera fase, el número de asesinados superó los 70.000, de acuerdo con Friedlander.

La industrialización: el asesinato con gas

Los expertos que plantearon a Hitler las distintas opciones para masificar los asesinatos sentían fascinación por las implicaciones tecnológicas de su método. En Brandemburgo construyeron una primera cámara de gas: de tres de largo por tres de alto, revestidas de azulejos. De las paredes surgían unos bancos donde los pacientes se sentaban, creyendo que serían duchados. Las tuberías por donde salía el gas estaban a diez centímetros del piso. El lugar quedaba aislado por una gruesa puerta de metal, que tenía una pequeña ventana para mirar al interior.

En el invierno entre 1939 y 1940 se hicieron las primeras pruebas. De forma simultánea, otro equipo experimentaba con inyecciones. Buscaban comparar la efectividad de uno u otro método. Las inyecciones no funcionaron, por lo que aquellos conejillos también fueron exterminados en la cámara de gas.

Tras el éxito del proyecto, de inmediato comenzó la construcción de varias cámaras de gas. Al lado se construían los crematorios, hornos que se alimentaban de gasóleo. Cuando se percataron de que el olor de la carne humana resultaba insoportable, los trasladaron a zonas alejadas de los centros urbanos. Trabajaban para perfeccionarlos. Les añadieron las llamadas alcachofas de ducha para escenificar de modo más veraz el engaño a las víctimas.

“La creación de la cámara de gas fue un invento singular de la Alemania nazi, pero el método desarrollado para atraer a las víctimas a las cámaras, meterlas en una línea de montaje y procesar sus cadáveres fue una creación aun más importante (…) que la Alemania nazi legó al mundo”.

Los propios nazis se referían a las escabrosas escenas que se producían cuando se recogían a los pacientes para subirlos a los buses que los conducirían a los centros de exterminio. Había rumores, pero también la intuición de las víctimas que se resistían. Entonces se optó por sedarlos. Durante la revisión previa, se ponía especial atención en la dentadura: aquellos que tenían piezas de oro, los marcaban con una x en la espalda, para que los responsables de extraerlas de los cadáveres supieran dónde buscar. Muchos pacientes creían estar cumpliendo con un procedimiento para ingresar en una institución hospitalaria.

Aunque hubo médicos nazis que defendían que estas muertes se producían sin sufrimiento, testimonios de custodios y militares afirman lo contrario: se producían dantescas escenas de sufrimiento y desesperación inenarrables.

Los destinos de los cadáveres eran diversos: unos, previamente escogidos por médicos, se utilizaban para realizar autopsias con estudiantes de medicina o para extraer órganos que se enviaban a centros de investigación; otros pasaban por los procedimientos de saqueo; los llamados fogoneros los arrastraban hasta los hornos. Un investigador de la Universidad de Estrasburgo obtuvo un permiso para armar una amplia colección de esqueletos, para su estudio sobre la conformación craneal de “los comisarios judío-bolcheviques”.

A continuación se producía el asesinato administrativo: se iniciaba una compleja cadena de trámites para certificar la muerte, mentir sobre las causas, la fecha, el lugar y otros aspectos, al tiempo que se documentaba y archivaba todo lo ocurrido. “Para ser creíble la causa de la muerte tenía que ser natural y plausible, y había que evitar los errores”. A los diez días se enviaba la carta de información y pésame a los familiares (“murió tranquilo y sin dolor”). El segundo párrafo contenía estas palabras: “Pero como la naturaleza y la gravedad de la enfermedad de su esposo no alentaban esperanzas de mejora, y por tanto ya no había ninguna expectativa de que pudiera ser dado de alta de una institución, puede entenderse su muerte como una liberación, ya que lo libró de su sufrimiento y lo salvó de estar hospitalizado de por vida. Que este pensamiento sea un consuelo para usted”.

Esos extendidos escrúpulos burocráticos han hecho posible que los investigadores puedan reconstruir aquella monstruosa política. Entre 1940 y 1941, de acuerdo con la propia documentación nazi, 70.273 personas fueron “desinfectadas”, Los informes señalaban que, gracias a esta productiva actividad, Alemania había ahorrado casi 13,5 millones de kilos de carne y salchichas.

Pausa y continuación

En agosto de 1941 Hitler ordenó poner fin al programa de eutanasia para adultos. Los rumores sobre el asesinato de enfermos y discapacitados configuraron una resuelta y creciente opinión en contra. Las iglesias católica y luterana tuvieron que despertar de sus políticas de tibieza hacia el nazismo y expresar su rechazo. Además, entre los asesinados había personas cuyas familias tenían vínculos con altos jerarcas nazis. En los tribunales había decenas de demandas incoadas por familiares de las víctimas.

Pero el cierre de los centros de exterminio no detuvo las matanzas. Continuaron en los hospitales, cárceles y en otros lugares. “A medida que las operaciones de matanza se ampliaron para incluir a judíos y gitanos, la experiencia de la eutanasia obligó a los asesinos a cambiar sus procedimientos. Trasladaron al este los campos de exterminio. Para limitar la oposición de los parientes cercanos (…) deportaron no a individuos judíos y gitanos sino a familias nucleares enteras”.

Desde 1939, los Einsatzgruppen (grupos itinerantes de exterminio, integrados por policías, funcionarios y miembros de las SS) habían ejecutado a personas discapacitadas en Polonia. En 1941, actuando de forma simultánea al avance militar del ejército, lo hicieron en Rusia, donde asesinaron a miles de pacientes que encontraron a su paso, la mayoría internos en hospitales siquiátricos. Las maneras de matar se multiplicaban. Este apogeo constituye el preámbulo de la Conferencia de Wannsee (20 de enero de 1942), donde se acordó la Solución Final a la cuestión judía.

De la eutanasia a la Solución Final

A medida que la práctica de asesinar a gitanos y a judíos se masificaba —y la guerra se intensificaba—, médicos y científicos nazis incrementaban sus provechos: disponían de cuerpos vivos para experimentar y de cadáveres para diseccionar, a gusto. Auspiciados por el propósito de investigar, recorrían los campos y seleccionaban ‘sujetos antropológicos’. La guerra, las políticas raciales y de exclusión, el credo nazi de que había razas que debían ser borradas de la faz de la tierra, les abonaba el terreno. La investigación científica nazi, asociada a los programas y realidades del exterminio, se encontró ante un nuevo estatuto: carecía de límites éticos y humanitarios. Podía experimentar con personas por encima de cualquier consideración.

Estas son las condiciones que hicieron posible que un médico y antropólogo, Josef Mengele —primero fue miembro de las tropas de asalto de las SA (1933-1934); más adelante ingresó en las SS (1938) y en 1943 alcanzó el rango de capitán—, fuese destinado a Auschwitz como director médico.

Interesa poner el foco en Mengele, porque su historia —la del activo profesional que decidía quiénes irían a las cámaras de gas y quiénes serían esclavizados mientras silbaba canciones del folklore alemán; la del psicópata que sometía a los recluidos a experimentos de dolor incalculable; del extravagante que coleccionaba pares de ojos que recogía de los cadáveres; que mantenía vivos a niños a los que regalaba caramelos que llevaba en su bolsillo para luego quitarles la vida y descuartizarlos; el psicópata que inyectaba cloroformo en el corazón de judíos para observar cómo morían; el presuntuoso que enviaba órganos a sus colegas para que pudiesen avanzar en sus respectivas investigaciones— es reveladora de la atmósfera moral prevaleciente, de las complicidades con las políticas del hitlerismo, de que hicieron del ejercicio profesional de la medicina y de la investigación científica un subproducto indisociable del exterminio.

Lo que el minucioso estudio de Henry Friendlander ordena, de forma simultánea a la narración del proceso por el cual las prácticas iniciales de la eutanasia derivaron hacia la Solución Final, es cómo se desarrolló una amplia estructura burocrática, una cultura profesional altamente competitiva e inescrupulosa, y unos procedimientos de gestión y supervisión —cadenas de mando—, que implicaron la participación de decenas de miles de profesionales cualificados, de la más varia formación y especialidad, para construir una maquinaria hiper centralizada, tentacular y de altos rendimientos, que diseñó, ejecutó y perfeccionó los métodos necesarios para matar a unos 200.000 discapacitados —alemanes y de otras nacionalidades—, alrededor de medio millón de gitanos y 6 millones de judíos.


*Los orígenes del genocidio Nazi. De la eutanasia a la solución final. Henry Friedlander. Traducción: Borja Folch. Ediciones Cinca y Comité Español de representantes de personas con discapacidad. España, 2021.

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