Papel Literario

De cómo conocí a Octavio Armand: la novela de una elipsis

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Por VÍCTOR CARREÑO

Cuando uno se encuentra en un viaje de vacaciones en un hotel todo puede pasar. Hace tiempo me encontraba de viaje en Caracas, cuando recibí por la mañana una llamada inesperada que interrumpió lo que estaba haciendo. “¿Quién es?”, dije desconcertado en la habitación del hotel. Era Johan Gotera. Sin mucho preámbulo, me soltó una invitación como un relámpago: “¿Quieres conocer a Octavio Armand?”. Yo había leído en 1997, un poco antes de irme a vivir a Nueva York, algunos poemas de Armand y había quedado fascinado. Luego no volví a leer su poesía, aunque conservaba el placer de su lectura. Regresé a Venezuela y el recuerdo de Armand había quedado, junto a muchas otras cosas, envuelto en las brumas de una memoria dispersa. El reencuentro con Armand fue algo mejor de lo que esperaba, porque me permitió terminar mi novela Cuaderno de Manhattan, en cuya escritura me encontraba estancado desde hace muchos años, antes de volver a marcharme a Estados Unidos. Para ser sincero, son muchos los factores que hacen que uno pueda escribir un libro. La voz que habla es, si a ver vamos, una voz coral. Tengo que recordar que sin Johan Gotera no hubiera llegado a Armand. Él fue el artífice del redescubrimiento de Octavio Armand para la ciudad letrada en Venezuela, que en estos últimos años le ha dedicado merecidos homenajes y publicaciones. Quiero contar cómo conocí a Armand y cómo me ayudó a terminar mi novela.

No fue por voluntad propia que llegué a su poesía. Era estudiante de Letras de la UCV en la Caracas de la última década del siglo XX y estaba preparando junto con Leopoldo Iribarren la edición de su revista literaria Criterion, que ya había dado a la luz varios números con artículos polémicos, entrevistas y textos de creación firmados por las mejores plumas de Venezuela. Leopoldo me consultaba sobre los autores que pensaba publicar y yo aprobaba o sugería otros. Así que cuando me dijo que pensaba publicar poemas de Armand, y me dio alguno de sus libros de poesía para tener una idea de él, aprobé inmediatamente su presencia. Pensé incluso que iba a dar mucho brillo y prestigio a ese número de la revista. Lamentablemente la revista se quedó sin presupuesto del CONAC —unas siglas que significaban Consejo Nacional de la Cultura, nombre pomposo que había olvidado y al buscar por la internet se me confundió con la Corporación Nacional del Cáncer y con Coñac. Estábamos muy entusiasmados con la revista, y hasta Leopoldo, si mi memoria no me falla, me había propuesto encontrarnos con Octavio Armand. Recuerdo el proceso de edición de la revista como un recorrido festivo por la ciudad. En uno de esos recorridos Leopoldo y yo nos reunimos una noche en el Hotel Ávila que está en San Bernardino, donde yo alquilaba un cuarto para estudiantes. La noche era fría y sentíamos desde las alturas del hotel el magnetismo del cerro Ávila que rodea el valle de Caracas y que puede verse desde sus habitaciones. Fue construido en 1942 durante la presidencia de Medina Angarita, a la mitad de ese siglo XX de desarrollo modernista sostenido por el petróleo y que aún no había llegado a su clímax. Lo que había sido esplendor ahora lentamente se encaminaba a su ocaso. Pero en ese instante no lo sabíamos o no queríamos saberlo: había muchos signos de mala administración del Estado y fatal descontento de la gente hacia la democracia que anunciaban un giro copernicano en nuestras vidas. A los pocos años yo me fui a Nueva York y Leopoldo luego se fue a París.

Hago esta digresión para resaltar lo inestable que han sido nuestras vidas en estos años en Venezuela. Escribir ha sido crear en medio de imprevistos, una cotidianidad a menudo desordenada, interrupciones, caos. La violencia de la historia. Un escritor ha sido a menudo un brujo postergado.

Cuando Johan Gotera me invitó aquella mañana a encontrarnos con Octavio Armand, sentí que el tiempo rebobinaba. El pasado se repetía en el futuro pero en una situación diferente. Íbamos a vernos en la pastelería Danubio, al final de Las Mercedes, en Santa Rosa de Lima. Armand vivía y vive por esa zona, así que era ideal para él que nuestra cita fuera allí. Si mi memoria no me falla, era el sitio donde Leopoldo me había propuesto para vernos con Armand. Ese efecto de rebobinar el pasado iba a influirme más de lo que podía imaginarme. Me sacó de mi bloqueo. Era un regalo de los dioses. Una alegoría del trabajo del tiempo sobre los seres. Esa lenta modificación hecha de azares y olvidos que se transforma luego bajo el impulso libre de la ficción.

Sentí una conexión inmediata con el poeta cubano. Él había vivido en Nueva York, huyendo como muchos de nosotros de nuestros países, pero él pertenecía al exilio cubano y eso significaba ya una distancia respecto a mi experiencia que me inspiraba respeto. Yo había podido regresar a Venezuela y en aquel momento hubiera podido marcharme si quisiera. Armand se había ido de Cuba el 24 de diciembre de 1960 y no había vuelto nunca más. Por las vueltas de destino, había conocido a muchos amigos en Venezuela, donde también conoció a su futura esposa, y después de una temporada en Nueva York se mudó a Caracas, donde nos conocimos la tarde de un domingo caraqueño.

No quiero contar lo que el lector puede encontrar en mi novela Cuaderno de Manhattan. Pero debo llamar la atención sobre dos cosas. A diferencia de lo que suele ocurrir con la mayoría de los escritores, mi contacto con el mundo de Armand fue en principio más oral que textual. Había leído algunos de sus poemas en los 90 pero habían pasado diez años y recordaba poco de sus versos aunque quizá sí esa tipografía que jugaba con las formas de las letras y los espacios en blanco. El Armand que entonces conocí era también lúdico, pero con una fuerza oral que se desataba en anécdotas, retruécanos, historias conmovedoras o que daban paso a carcajadas. Había un poeta detrás de sus palabras pero también un narrador. En cualquier escritor, por más diverso que sea, todos los caminos se encuentran. Yo llegué a la poesía de Armand a través de su prosa hablada y escrita. Después comprendí que hay en su obra un “contrapunto” entre poesía y prosa, entre escritura y oralidad, entre visualidad y sonoridad (1), todo siempre es susceptible de ser experimentado y recubierto por la inmediatez, por el azar: “Escribir es cubrir”, cubrir de imágenes o sonidos no siempre claros (2).

Recuerdo que Armand me autografió su libro de ensayos El aliento del dragón, que había publicado un año antes, en 2005, y pude reconocer esa veta narrativa que sin embargo era expuesta tímidamente bajo una prosa plástica y reflexiva, donde las ideas eran expuestas y desarrolladas entre agudezas y juegos de palabras. Había algo festivo en Armand pero también un dolor, el dolor del exilio, al que sin embargo no se resignaba. Creo que en su sonrisa de viejo veterano de las armas y las letras entreveo ahora una risa. Aquella que Cervantes nos describe cuando habla al final de su novela de la “risa de la profunda melancolía” de Don Quijote. Creo que detrás de las luces de la fiesta del arte, estaba también la noche, una noche que nos unía y que solo ahora después de unos años puedo intentar precisar.

No quiero racionalizar tanto, y prefiero que las imágenes hablen. Oigamos la presencia de la noche en el libro de ensayos de Armand Horizontes de juguete (2008):

Noche: cierro los ojos y veo, vuelvo a ver. La noche de la memoria y la noche de los párpados poco a poco recuperan restos de luz y sombra, horas que fueron instantes y ahora parecen siglos. . . La mirada así vuelve a recorrer el horizonte. La madeja urbanística de Nueva York o Venecia, captada desde una perspectiva fija, obsesiva. . . un azaroso pero centrípeto punto en cierta calle, desde donde se traza el arco medular del paisaje posible, como si se midiera la ciudad para reconstruirla en ese espacio fantasmal pero resistente, que es el tiempo. Un tepuy, el Ávila que separa a Caracas de la costa y la acerca al cielo. . . (p. 181).

He citado este pasaje fragmentándolo sin que pierda su fuerza. La prosa de Armand opera como un collage: como yuxtaposición aparentemente arbitraria y desordenada de imágenes que sin embargo van creando un ritmo, una nueva imagen, y nos ofrecen un sentido de la realidad que abarcan. La noche de la memoria: sumergirse en el tiempo, en ese pozo de la memoria que Thomas Mann consideraba insondable, es una imagen de mucha tradición. Pero resulta que Armand y yo teníamos unas coordenadas comunes: Nueva York, Caracas. En otras ciudades no coincidíamos, pero eso no importa. Estaba el viaje, la separación, la enfermedad.

En Horizontes de juguete, en el ensayo (y a veces los ensayos de Armand parecen poemas en prosa) que da título al libro, narra una experiencia límite: la de un infarto, la de la cercanía de la muerte:

Caminé hasta la sala de emergencia del Urológico. En la mirada del médico vi su alarma. Estaba en pleno infarto. Yo, por supuesto, no el galeno cuyos ojos azules sonaban como una sirena. Mientras me llevaban en camilla al quirófano recordé la Calzada de los Muertos. Por un instante volví a Teotihuacán y sus pirámides, aunque desde aquella tarde de 1977 nunca he salido de allá.

Lo que parece una antesala de la muerte se convierte en una antesala de la memoria. De los seres y lugares queridos. Todo en un solo viaje. La camilla que se dirige al quirófano también es el viaje de Ulises al reino de los muertos y la memoria. Frente a la muerte no cabe hacer trampas. Pero los escritores viven de hacer trampas, de crear máscaras, figuras, horizontes de juguete. Todo eso ha sucedido siempre, y sin embargo la máscara puede ser el momento de la verdad. Lo que parece juego termina convirtiéndose en algo más, en accidente, en error, en confesión, en revelación. El último ensayo de Armand es una evocación que avanza conjugando imágenes y preguntas incontestables hasta disolverse en el flujo de la conciencia que es el flujo del tiempo. Todo esto parece muy abstracto, pero hay rostros y lugares que atestiguan el paso por la tierra.

La noche de la memoria. ¿No es así como comienza En busca del tiempo perdido, de Proust? El narrador se extravía en la noche de los tiempos antes de llegar al límite de su orilla y sumergirse en su propia memoria. Si la escritura está llena de trampas, la memoria también. Trampas con las que a veces engañamos y sufrimos.

Armand es de los que advierten que el lenguaje no puede sino mentir. La literatura es una falsificación. El escritor puede llegar a escribir con un verbo apasionado, pero ninguna de sus palabras será la última palabra. ¿Cómo hablar entonces de una experiencia límite, que nos acercó a la muerte o la locura? No sé exactamente cómo lo hizo Armand, pero presiento que la clave está en juntar fragmentos de instantes desordenados de la vida o de la historia, latidos de tiempo que en su mismo desorden subrayen su carácter precario, inasible. Existe una escritura del fragmento que en la época moderna tiene entre sus mejores representantes a Nietzsche y a Kafka. Leer la prosa de Armand me conectó con esa tradición desde nuestro solar caribeño, en un momento en que yo necesitaba escribir una novela sobre la experiencia de los límites, ese viaje a un mundo laberíntico y oscuro, en el que, como Armand, uno puede salvarse de una operación de emergencia en el quirófano, pero sabe que aún fuera de la sala de operaciones nunca habrá salido de esa posibilidad de la destrucción. Pero esto no debe tomarse de un modo cien por ciento literal. Tengo ahora que tratar de hacer menos claro lo que desde la crítica intento aclarar. Bien ha dicho Johan Gotera que la obra de Armand ha eludido la confesión y la afirmación del sentido frecuentes en la literatura posterior a la Revolución Cubana, Armand es un escritor outsider (3). Creo que la experiencia de los límites, que es una experiencia existencial, empieza en Armand llevando el lenguaje a los límites, poniendo en entredicho la capacidad misma de decir:

Esto no está muy claro. [. . .] Pero esto sí dice lo que dice. Y hay que leerlo con el cuerpo. Fragmentos. No inteligibilidad, intensidad. Cero exposición, expresión. Relacionar sin relatar. Me digo: —Serás comprendido: te dirán idiota. Te comerán las manos, te llenarán las orejas de arena. Payaso loco delincuente. Esto no está muy claro. ¿Comprendes? (4)

Armand experimenta constantemente con el absurdo, el sinsentido, la visualidad arbitraria de la letra en la página que atenta contra el significado. Pero paralelamente va creando —aunque no consistentemente, como lo haría un novelista— un personaje alrededor de esa búsqueda, que en este caso se revela como el “idiota”, el “payaso loco delincuente”. Escribir una novela sobre un personaje con este perfil era lo que buscaba, o así, creo, lo intuí sin mucha racionalidad —solo lo digo a distancia— aquella tarde en que guiado por Johan Gotera conocí a Octavio Armand. Uno debe ser cortés con los lectores cuando le preguntan de qué tratan nuestros libros, pero nunca he sabido responder de qué trata mi novela Cuaderno de Manhattan. Podría responder: en ella no pasa nada, como me dijo uno de mis más apreciados lectores, que eso era lo que le gustaba, que en ella no pasaba nada. Pero en cien páginas siempre pasa algo. Cuando pienso en esa estrategia de la búsqueda de desaparecerse a sí mismo de Armand, me puedo reconocer en ella. En el viaje de un hombre que no existe. Algo socavó su existencia: perdió la memoria, contrajo una enfermedad, y ahora tiene que reinventarse un pasado. De eso iba mi novela Cuaderno de Manhattan, pero no podía terminarla. Hasta que conocí a Armand.

Desde el Quijote la novela tiende a construirse en torno a un personaje excéntrico, fuera de lugar, marginal, más un antihéroe que un héroe. Ulises, Dante o Arjuna estaban guiados por dioses, Don Quijote no, pensaba Lukács. A Dante no lo guiaba un dios, sino un poeta: Virgilio. A Don Quijote lo guiaba su extravío. Un fenómeno similar se encuentra en la poesía  del Siglo de Oro, si uno piensa en el peregrino de las Soledades de Góngora, un náufrago hecho más de retazos de metáforas que de psicología. Este tipo de personaje se hará más común a partir del Romanticismo y el siglo XIX, y no solo en la novela sino también en la poesía. En el Childe Harold de Byron, el Fabrizio de Stendhal, el Pepe Rey de Galdós, hallamos ese ingenuo que avanza en un círculo de soledad enigmática, sin asidero posible en el mundo (5). Pero mientras Don Quijote y el peregrino están solos en un mundo que intenta imaginar cómo vivir sin los dioses, los románticos han conocido la experiencia de lo sublime, el estar expuestos a lo desconocido de un mundo sin límites.

¿Pero no está también ese héroe solitario e invisible en el poema Un coup de dés, de Mallarmé? Palabras arrojadas al abismo y dispersas en el desorden visual de la página en blanco. El poeta ya ni se nombra, busca desaparecer, como diría Armand, pero sigue presente como un enmascarado, como un fantasma que organiza palabras bajo una fuerte presión centrífuga. Un Hamlet que ve y habla con fantasmas porque él mismo es un sueño fantasmático cuyo rostro es como un espejo roto lanzado en múltiples direcciones.

Si el lenguaje se ve enfrentado al silencio y al sinsentido se enfrenta entonces a la nada, a la muerte, aunque se lo hace desde la ironía y no desde el patetismo romántico. Quizá esta conciencia de la muerte sea más característica de los últimos libros de Armand, pues ya he dicho que su obra elude conscientemente lo autobiográfico, elude las trampas de la poesía íntima y la poesía política (6). La paradoja en todo esto es que la obra de Armand está atravesada por un sentido lúdico, una metafísica vitalista. En una comedia de Shakespeare, un personaje recibe un castigo: hacer reír a alguien en la cercanía de la muerte. A eso algunos lo llaman ironía. De ese sabor ambivalente y dubitativo pero también delicioso está hecha la obra de Armand. Como me dijo una vez: “Se me ocurre traducir la paralizante duda de Hamlet en términos tajantemente optimistas: ¡Cero no ser!” (7).


1 Al fondo destacan los antecedentes de Mallarmé, Apollinaire y otros poetas que experimentan con la pa- labra y la página en blanco con sus espacios como signos visuales. Otra sorpresa: en una visita al apartamento de Armand en Caracas, descubrí que también ha creado ensamblajes.

2 Título de nota de Armand publicada en el número Cuba otra: escandalar 17/18 (enero-junio 1982). Incluida luego en su libro de ensayos Escribir es cubrir (pulpo de ensayos), Caracas: El estilete, 2017.

3 Johan Gotera, Octavio Armand contra sí mismo. Madrid: Afory Atocha Ediciones, 2012, p. 117.

4 Octavio Armand, Como escribir con erizo. Mérida: Universidad de los Andes, 1982, p. 11. 13

5 Ver John Beverley, Introducción a las Soledades de Luis de Góngora. Madrid: Cátedra, 1995, p. 33.

6 Tanto en una como en otra subyace la posibilidad del Yo entronizado en su verdad. La poesía de protesta política corre los riesgos contradictorios de las buenas intenciones. No hay un “fuera de la política”, pero el acto de Armand de afirmación de la libertad del lenguaje es escéptico y crítico de toda tentación de convertir la voz del poeta en voz sagrada y autoritaria.

7 Comunicación por e-mail: 13 de agosto de 2010.