Sobreviviente del campo nazi de Buchenwald, David Rousset (Francia, 1912-1997), periodista y político, fue autor de El universo concentracionario (1946), así como de los tres volúmenes de Los días de nuestra muerte (1947), la obra de la que Octavio Paz dijo que había leído con “frío en el alma”
Por NELSON RIVERA
En el verano de 1945 David Rousset escribió El universo concentracionario. Dos meses atrás había sido liberado, tras sobrevivir en el campo de exterminio de Buchenwald. Tenía 32 años, el cuerpo esquelético —pesaba menos de 40 kilos—. Ha perdido parte de su memoria. Sus amigos le proponen que narre su experiencia. Pero Rousset se resiste a recapitular los horrores padecidos. Maurice Nadal y Maurice Merleau-Ponty insisten. Le bastaron nueve semanas para escribir y depurar su breve, pionero y magistral libro (en realidad, el primer borrador lo dictó a su esposa). Finaliza en agosto de 1945. Lo publica en tres entregas, entre diciembre de 1945 y febrero de 1946, en la Revue Internacional. De inmediato le reconocen con el premio Renaudot 1946 (Celine, Malaquais y Peyrefitte, lo habían obtenido en ediciones anteriores; Perec y Glissant lo ganarían más adelante).
Le habían detenido en octubre de 1943, tras lo cual lo trasladan por los campos de Porta, Westphalica, Neuengamme, las minas de sal Helmstedt y Buchenwald. Nacido en el seno de una familia protestante, es miembro de la Resistencia francesa, destacado militante y dirigente de organizaciones de izquierda, vinculado al trotskismo y un atento seguidor de la política internacional.
A pesar de los padecimientos y la extenuación, Rousset observa y toma notas en su mente. Se interesa por la maquinaria de aniquilación y la política de los campos: la articulada operación deshumanizadora, la burocracia de las SS, los métodos de la violencia, las rivalidades y luchas entre los detenidos, las recompensas que el sistema de los campos concede a sus criminales.
Los 18 breves capítulos de El universo concentracionario no se limitan a testificar los extremos del dolor padecido (“en la Plaza Mayor de las heladas de Buchenwald, hombres sin convicciones, famélicos y violentos; hombres portadores de creencias destruidas, de dignidades menospreciadas; todo un pueblo desnudo, interiormente desnudo, despojado de toda cultura, de toda civilización, armados de palos y piochas, picos y martillos, perforador de sal, limpiador de nieve, fabricante de hormigón; un pueblo destruido por los golpes, obeso por paraísos de alimentos borrados por la memoria; preso inseparable de la degradación”). Rousset mantiene encendidas sus capacidades analíticas y recoge, —acaba de salir vivo del infierno—, episodios cargados de sustancia para su mentalidad de escritor político, aun cuando al salir del campo su memoria presenta zonas insondables que recuperará parcialmente con el paso del tiempo.
Ante quienes subrayan el talante testimonial, me dispongo a sugerir: El universo concentracionario es, sobre todo, un ensayo. Ensayo cuya primera indagación —salta a los ojos del lector desde el primer párrafo— consiste en dar forma a una lengua apropiada para su pensamiento: modo limpio y sugestivo, contenido y revelador, metafórico y analítico de recoger su experiencia y las conclusiones que derivan de ella: “Esta vida intensa en los campos tiene sus leyes y razones de ser. Este pueblo de concentracionarios tiene propósitos que le son propios y poco tienen que ver con la existencia de un hombre en París o de Tolosa, de New York o Tiflis. Pero que ese universo concentracionario exista no deja de ser importante para el significado del común de la gente, de los hombres en su estricto sentido. No basta con tener una especie de contacto físico con esta vida, separada de tal manera de las estructuras del siglo XX. Sino que resulta imperativo conocer las reglas y penetrar el sentido”.
A pesar de su urgencia y brevedad, Rousset no es un mero enumerador. El universo concentracionario hace sentir su densidad temática. Es un libro cargado de ideas. Página a página construye paulatinamente una red de observaciones: la bufonería trágica; la vida mental de los presos paralizada por el hambre; la indiferencia que alcanza el estatuto de lo sepulcral; la espera insoportable de la muerte (que producía una erosiva incertidumbre, donde nada alcanza su final); la presencia feroz e impoluta de los SS; la lucha rabiosa entre detenidos por diez gramos de pan; los azotes, las venganzas y la horca en el paisaje; las corruptelas y los pequeños negocios: pan por cigarrillos; las categorizaciones de los que matan y de los que saben que van a morir; la actividad de los espías entre los mismos presos: el mundo aparte de los campos de concentración.
Rousset: “El destino del universo concentracionario es asombrosamente lejano. En inmensos espacios de leyes y oficinas, en corredores sin fin, en montones de relaciones, donde todo un mundo de funcionarios pálidos y ajetreados vive y muere, máquinas de escribir humanas aíslan el campo y no permiten conocer el terror espantoso y confuso de esos lugares inhumanos. En el centro de ese imperio, por siempre invisible, el cerebro que unifica y manda todas las policías del Reich y de Europa controla con una voluntad omnímoda todos los aspectos posibles de los campos, y se llama Himmler y sus allegados. De estas oficinas parten las órdenes sobre la vida y la muerte de los concentracionarios, una simple firma”. La metafísica del castigo: castigo por existir.
Denuncia del Gulag
Rousset (1912-1997), lector de literatura y filosofía, periodista y escritor, es, como señalé antes, un político de izquierdas. En algún momento conoció a León Trotsky y quedó cautivado por el filo intelectual del judío y revolucionario, nacido en Ucrania y uno de los dirigentes fundamentales del bolchevismo. En Rousset subyacía una crónica desconfianza hacia el estalinismo —aunque sus compromisos con el trotskismo nunca fueron regulares—, pero no escondía su admiración por la disciplina y las capacidades organizativas de los comunistas en Buchenwald.
En 1944, todavía interno, Rousset escuchó relatos que hablaban de campos de concentración en la Unión Soviética. Creía percibir inquietantes semejanzas, pero nada de esto podía ser confirmado bajo el confinamiento. Además, rumores e historias falseadas circulaban a diario en el campo. En una ocasión, tuvo noticias de un sindicalista polaco que había estado dos años en el GULAG, y que había sido entregado por los comunistas a los nazis, en el periodo en que estuvo vigente el pacto entre Hitler y Stalin. Rousset no olvidaba estos avisos dispersos de que el estalinista se había constituido en un régimen del terror.
Liberado, Rousset pasó de escuchar casos aislados a la comprensión de que el GULAG era sistémico y fundamental para el régimen soviético. En noviembre de 1949, en una acción que lo enfrentaba a muchos de sus amigos, defensores del régimen soviético, publica un llamado a los sobrevivientes de los campos de concentración nazis, a sumarse a la denuncia de los campos del estalinismo. Cuenta Klaus Meyer-Minnemann que “desde finales de 1944 o, dicho de otra forma, desde el final de la ocupación alemana en Francia, se ha conocido un número cada día mayor de noticias y testimonios sobre la existencia de campos de concentración soviéticos que reclaman ser tomados en cuenta por los antiguos presos de los campos de concentración alemanes. Rousset establece un paralelo explícito entre sus propias experiencias como superviviente de los campos de concentración alemanes y los campos de concentración soviéticos. Señala que desde 1934 los campos de concentración de la Unión Soviética están subordinados al N.K.V.D. (Comisariado Nacional de Asuntos Interiores) y que es posible ser deportado a estos campos sin juicio previo”. Y levanta una interrogante en términos rotundos: “¿Qué habríais dicho vosotros, antiguos camaradas de los campos, si de igual manera se hubiese pretendido excusar al nazismo?”.
Rousset expone una serie de similitudes y correspondencias entre ambas estructurad totalitarias. En los soviéticos también hay jerarquías entre los presos, y los designados para controlar a sus compañeros obtienen privilegios, como por ejemplo, el de elegir mujer entre las presas, forzadas a prostituirse como requisito de sobrevivencia. Además, central en la visión de Rousset, los campos constituyen el factor determinante —la nuez, la voluntad crucial— del sistema, puesto que “no hay ni un solo sector de la economía soviética en el que los trabajos forzados no jueguen un papel importante. Así se ha formado una inmensa red de campos más allá del círculo polar, en las lejanías siberianas, desde el Mar Blanco hasta el Mar Báltico, incluso en las mediaciones de Leningrado, Moscú, Kuíbishev y Bakú, que no tiene precisamente carácter patológico, sino que pertenece a la normalidad soviética” (el fragmento es también de Meyer-Minnemann).
El contrataque comunista
Días después (noviembre de 1949), Pierre Daix, entonces alto funcionario del Partido Comunista y sobreviviente del campo de Mauthausen, acusó a Rousset de falsificar datos y estructurar un conjunto de argumentos para golpear el prestigio de los soviéticos. La acusación de Daix —más adelante se convertiría en un reputado crítico de arte, estudioso de Picasso— iba más lejos: Rousset habría utilizado testimonios recogidos en campos nazis y los habría adjudicado a los campos comunistas. A continuación, Rousset fue a los tribunales, donde demandó a Daix y a la revista Les Lettres francaises por difamación. Y ganó: tuvieron que indemnizarlo. En la sentencia, el tribunal dictaminó como ciertos los soportes de las denuncias de Rousset (una de las testigos que asistió al tribunal fue Margaret Buber-Neumann quien, el año anterior —1948—, había publicado sus memorias, Prisionera de Stalin y Hitler, abrumador testimonio de sus padecimientos en campos de concentración de Stalin y Hitler).
*El universo concentracionario. David Rousset. Traducción: Michel Mujica. Anthropos Editorial, España, 2018.
*Artículo “Octavio Paz, David Rousset y el universo de los campos de concentración”. Klaus Meyer-Minnemann. Revista Literatura Mejicana. Volumen 13, Número 1, 2002.