Por ADOLFO CASTAÑÓN
I
Pocas semanas antes del fallecimiento de David Huerta, Malva Flores le escribió una carta-reseña para saludar en Literal Magazine su libro El viento en el andén, recién publicado por Monte Carmelo Ediciones, de Francisco Magaña, en Tabasco. En ese saludo, que ahora parece un obituario, dictado por sus antenas premonitorias, la poeta de Casa nómada habla de la necesidad de la poesía, la belleza, la enfermedad y la muerte… La carta era y es un diálogo con la inspiración del autor de Cuaderno de noviembre, Versión, Huellas del civilizado, y de otros poemas memorables como “Historia”; es un diagnóstico desde adentro de la ballena, desde el fondo de la noche leída, arrancada al olvido por la decisión de no hacerse a un lado. Cito el final de la carta:
Bien sé que la belleza ya no le importa a nadie. Quién sabe qué es, quién sabe quién la dicta; la caza del culpable de adorarla es ya lugar común en la carnicería donde las moscas están hartas del festín. Esa persecución también me está matando, pero ¿y el ritmo? ¿También el ritmo es culpable? Ese toc toc del corazón ¿se va a las rejas?
“Subir las escaleras del Metro fue esa mañana una forma de la redención, el acto de un pecador en busca de los signos salvíficos que lo depositarían en la otra ribera de un río”. Subí las escaleras del Metro Panteones contigo. Tumbada en esa alfombra, salí poco a poco como si fuera Eurídice y hubieras tenido la enorme gentileza de no volver el rostro y permitir, así, que yo saliera.
Efraín Huerta decía: “Una verdad como un puño es que los poetas no salvarán al mundo. Nunca lo han salvado, ni jamás lo salvarán”. Por suerte, yo no soy el mundo. Sin metáfora: El viento en el andén me ayudó a ponerme de pie y te lo quería contar (1).
La carta cayó del cielo como un fruto que nadie pedía, pero era y es un reconocimiento anticipado de ese “nosotros” que se entrelínea en el poema y que David tuvo tan presente siempre en su soliloquio, donde el arco de la libre asociación y de la incurable “logoterapia” va dibujando la cartografía del presente que se evapora en nuestras manos.
II
Conocí a David Huerta en 1974 gracias a Paloma Villegas. Fue él quien me presentó a Jaime García Terrés y luego a Carlos Monsiváis. También a Federico Campbell y a los amigos del Consejo de Redacción del suplemento de Siempre!: Jorge Aguilar Mora, Héctor Manjarrez, Héctor Aguilar Camín, José María Pérez Gay, José Joaquín Blanco, Carlos Pereyra, Rolando Cordera y Jorge Ayala Blanco, quienes se reunían irregularmente en casa de David en la Colonia del Valle para armar las páginas de esa publicación. Dos años antes apareció su primer libro de poesía, El jardín de la luz. Aún no había dado a la luz Versión (1978), ni su intenso poema-paisaje, mapamundi y autorretrato abismal Incurable (1987).
Tuve la fortuna de estar cerca de él en esos años. Gracias a David, conocí a Efraín Huerta, el autor de sus días, el amigo de Octavio Paz, y a sus hermanas, Eugenia y Andrea y, de paso, a su entonces cuñado, Eduardo Lizalde. David sabía quién era y que estaba gestando una vasta obra innovadora, fiel a sus obsesiones y a su sentido mineral de la perfección. No era, como Jorge Luis Borges (se sabía de memoria muchos poemas del argentino), Octavio Paz o José Emilio Pacheco, de los poetas que se encarnizan reescribiendo un poema. Él prefería afanarse en su alfaguara de otro modo.
Había leído a José Lezama Lima de manera intensa y desaforada. Conocía como pocos su poesía, sus ensayos y cada rincón de la novela Paradiso. Sabía reírse y no le faltaba el sentido del humor, de la ironía, y cultivaba un arte de la simplicidad, hasta la carcajada. Decía que era chimpleto, voz que en Zacatecas refiere a alguien “loco”, o que se hace. Me presentó a un amigo, Víctor Kuri, lector y corrector, quien me avisó de su fallecimiento, como hacía días me había llamado para avisarme de la muerte de la poeta Elsa Torres. Otros amigos poetas a quienes David me presentó fueron Jaime Reyes, el autor fulgurante de Isla de raíz amarga, insomne raíz, Premio Xavier Villaurrutia, 1976, así como Ricardo Yáñez, quien acaba de recordar que al joven David le gustaba tocar la guitarra y cantar. También era un lector de W. H. Auden, uno de sus modelos secretos.
David tenía a un antiguo maestro de filosofía de la Prepa 5. Se llamaba Ariel Ortega. Se había retirado a una cabaña en la Presa Brockman, en El Oro, Estado de México. Lo fuimos a visitar varias veces a ese lugar.
Un día, los tres —Ariel, David y yo— hicimos una excursión en burro por las rancherías. Regresamos tarde. Durante el camino, en algún momento, David me habló del poema mayor que tenía en mente escribir y que luego supe se titularía «Incurable». Un detalle curioso: yo me había enterado de que el filósofo Norman O. Brown había nacido en El Oro. David no me creía, hasta que le enseñé la edición de El cuerpo del amor, en Sudamericana, cuya cuarta de forros afirma que nació ahí. No logré convencerlo de ir a buscar la casa donde había nacido el filósofo, amigo y lector de Octavio Paz. Además, recuerdo que uno de los orgullos editoriales de David fue la corrección y diría la salvación de El surco y la brasa, la antología de traducciones preparada por Marco Antonio Montes de Oca en la que él tuvo que trabajar en forma anónima para el FCE, editada en 1974.
Uno de los grandes amores literarios de David —y, diría yo, uno de sus modelos o antimodelos— es Pablo Neruda. Justamente, uno de los libros que, alrededor, paralelo y allende su poesía, me han acompañado a lo largo de los años es ese breviario polinizador en torno al chileno, donde David recoge sus conferencias dictadas en el marco de su centenario en La Casa del Poeta y la Sala Manuel M. Ponce: El correo de los narvales, publicado en México en 2006. En ese libro entra y sale como por la puerta de su casa Luis de Góngora, en cuyos secretos lo iniciaría su maestro Antonio Alatorre. David Huerta muestra ahí cómo el español del Siglo de Oro y el chileno forman parte de una misma cadena del ser poético hispánico.
Las amistades están tejidas de coincidencias. Hace algunos años me encontré con David en un restaurante que ambos frecuentábamos. Ya no nos veíamos mucho. Llevaba años viviendo con la narradora Verónica Murguía, con quien contraería matrimonio y quien, creo, lo hizo conocer la fuerza de la amistad amorosa. Hacía mucho que no nos veíamos y no nos habíamos dado cita. Ambos llevábamos cargando el libro de Edward M. Said, Musical Elaborations, de 1991. Nos reímos. Otra coincidencia: el día en que me enteré de que David tenía un padecimiento renal irreversible, acababa de comprar el libro de Ana Clavel, Por desobedecer a sus padres, novela-reportaje inspirada en Darío Galicia. No sé por qué me pregunté si David había conocido al autor de La ciencia de la tristeza, admirado por Isabel Fraire. Tal vez porque en ambos el motivo del balbuceo y de la intermitencia de la voz recorre, como en San Juan de la Cruz, el cuerpo hecho sintaxis del poema que se abisma en su espiral.
III
La desaparición de David Huerta deja sembrado un indecible luto en la lira mexicana. En una de sus conferencias dictadas en el marco del centenario de Pablo Neruda escribió que… las odas nerudianas son de una sencillez aparente y engañosa. Cristalinas, aéreas, juguetonas, fluidas y resonantes, suelen también asumir tonos graves, como si fuera imposible escindirlas de su origen remoto en el Mediterráneo de los clásicos antiguos: son alabanzas de algo o de alguien… (2).
IV
Con la partida tajante de David Huerta Bravo se desprende una rama fuerte de la poesía mexicana e hispanoamericana contemporánea. Carlos Monsiváis decía de David que su oído era capaz de advertir el silencio del silencio. No le faltaba razón.
Su inteligencia como lector y su olfato para sentir de lejos las heridas de la “piel azul del cielo”, para citar a su imprescindible Pablo Neruda, lo llevaron a dar voz a lo que no la tiene: “No hay lenguaje de la mirada: un balbuceo es”. El motivo del balbuceo, del entrecortamiento de la voz, del asma y de la alternancia del aliento y del desaliento recorre como un nervio el sistema órfico de sus versos ensimismados.
V
En hebreo, el nombre de David significa amado; el apellido Huerta remite a un espacio dedicado al cultivo de árboles frutales. Llevaba bien su nombre éste nuestro David, a quien las páginas de todos los periódicos nacionales de México dedicaron planas enteras y a quien saludaron, además de las instituciones, sus amigos y discípulos, lectores y compañeros de vida. Recuerdo de memoria El jardín de la luz (1972), Cuaderno de noviembre (1976), Huellas del civilizado (1977), Versión (1978), Incurable (1987), La música de lo que pasa (1997) y la antología reciente El desprendimiento (2021).
En su poesía, construida con el pausado pulso del versículo que le venía de Lezama Lima y de José Carlos Becerra, se abren representaciones donde el gesto y la idea están en continua tensión. Entre todos sus libros se destaca, como un estandarte, el vasto poema titulado «Incurable». Ahí se da la intermitencia de la verdad y del “simulacro” que da título al capítulo I, un continuo sumergirse en la experiencia propia y a la par en el juego con las intemperies. El poeta cubano Eliseo Diego decía: “Oído fino: corazón inteligente”. La inteligencia de David Huerta lo llevaba instintivamente a explorar en la enredadera de la libre asociación tanto al Sí Mismo como al Otro. Parecía un encantador de serpientes capaz de hechizar a sus lectores con el zumbido de su mirada. Al despertar del sueño inducido por la lectura, el lector regresaba feliz y reconciliado con su condición reptil.
El tema del zumbido y del balbuceo, del ruido y de la música, formaron parte del repertorio interior de este alto poeta heredero de otro alto poeta en quien la raza lírica de México se afirmó durante varias décadas.
En La literatura mexicana del siglo XX (1995), escrita por José Luis Martínez y Christopher Domínguez Michael, en el capítulo correspondiente a “Poesía contemporánea de México”, el joven crítico rescataba una página de Aurelio Asiain, quien recalcaba que, a diferencia de los poemas extensos como «Piedra de sol» o «Muerte sin fin», en «Incurable» sucede “un despliegue de terminología ensayística… Huerta parece… un fabuloso devorador de teorías a la manera de ese gran maestro suyo, José Lezama Lima” (p. 253).
A su quehacer poético habría que añadir una discreta y solvente higiénica tarea periodística, ensayística y crítica. Yo tenía la costumbre de recortar sus colaboraciones semanales en su sección periodística Libros y otras cosas, en la que iba polinizando con su pluma alerta el espacio de nuestras letras.
Su última colaboración, publicada esta semana, está dedicada a Nuevos gorgoremas de Antonio Carreira, el estudioso de don Luis de Góngora y de sor Juana Inés de la Cruz. La cadena que va de Góngora a Lezama Lima y a Neruda, de Carlos Germán Belli a José Carlos Becerra y a David Huerta se tiende como un eslabón de platino. No la podemos perder.
VI
David Huerta tuvo la oportunidad de verse crecer a sí mismo como poeta. Nunca fue un entusiasta desaforado. Publicó muchos libros y pudo reflexionar en torno a su evolución como poeta. Pasó desde la opulencia frondosa de «Incurable» hasta los descarnados y precisos poemas finales. En una entrevista realizada recientemente afirmó que:
La poesía se escribe de una manera a los 18 o 20 años, y de otra manera cuando uno es un adulto. Y a esta edad que es la que recomiendan los Salmos, con la visión de lo que debe tener una vida humana, se ven las cosas con una larga experiencia, y con una visión un poco desencantada de la actualidad que se vive.
No pudimos leer ya el diálogo entre el joven David y el maduro Huerta que se acercaba a la muerte. La última vez que lo vi fue el sábado 2 de abril de este año en el Colegio de San Ildefonso, en el marco de “Octavio Paz de vuelta a San Ildefonso”, evento que le había tocado organizar. Al final de la lectura pudimos hablar un poco y me preguntó si podía localizarle los lugares donde Octavio Paz habla del poeta Miguel Hernández. Al llegar a casa le envié el correo con la información que me pedía.
Notas:
1 Malva Flores, “Carta a David Huerta”, Literal Magazine, 29 de agosto de 2022, en línea: https://literalmagazine.com/carta-a-david-huerta/
2 David Huerta, “Notas sobre las odas elementales”, en El correo de los narvales, Ácrono / Umbral, México, 2006, p. 58.
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