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“Así de cerca estaba de Venezuela, y ahora metida en un viaje estético influido por la noción de lo internacional y el arte contemporáneo que clama por concretar su presencia en el espectador a través de sus diversos y, muchas veces, extraños relatos”

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Llegué al cierre de la Carnegie International 57th Edition 2018, en la ciudad de Pittsburgh (PA), un gran acontecimiento en el Carnegie Museum of Art que sucede cada cuatro años; llegué para su cierre, cargada, sin embargo, de la calamidad de Venezuela. Apenas pude tomar uno de los últimos vuelos regulares de AA el martes 5 de marzo entre el arribo de Juan Guaidó a Maiquetía, luego de su socorrida gira, y que amenazaba con su detención, y el trágico apagón de Venezuela el jueves 7 que aún hoy, a mitad de marzo, no se resuelve a plenitud debido a la destrucción de la infraestructura del estado venezolano. Así que no me perdí la última visita guiada el sábado 9; pero, claro, entré forzada con el alma en vilo y la certeza a flor de piel del sufrimiento en mi casa que tenía para esa hora dos noches y casi tres días en la penumbra amarga de un país visceralmente agredido. Así de cerca estaba de Venezuela, y ahora metida en un viaje estético influido por la noción de lo internacional y el arte contemporáneo que clama por concretar su presencia en el espectador a través de sus diversos y, muchas veces, extraños relatos. Ingrid Schaffner, la curadora, insiste en que la búsqueda de nosotros-visitantes debe hacerse mediante la palabra ‘internacional’ que se ha convertido en un “término presionado” por preguntas materiales pero íntimamente existenciales para cualquier venezolano: “¿cómo te localizas a ti mismo en relación con los asuntos urgentes de fronteras, estados naciones dentro de las naciones, nacionalismos y nuevas nacionalidades?”.

Nunca pensé que para mí, que siempre había sido como una mata de mango sujeta a mi terruño, estas preguntas pudieran activarse allí en esa exhibición que hace del Carnegie Museo “el sitio de lo Internacional” a partir de la reunión de 32 artistas y cinco compañeros de la curadora, otros cinco curadores de nacionalidades diversas. Se lee en The Guide: The Carnegie International es la exhibición internacional estadounidense más antigua. Su origen data de 1896 y en ese año atrajo más de 300 mil visitantes –número de la población de Pittsburgh, entonces y ahora. Pero, claro, es solo a partir de la edición de 1991 que este proyecto comenzó a prorrumpir en la ciudad, a promover espacios crudos, a convertir dimensiones industriales en relatos visuales, a poblar con expectativas contemporáneas casas embrujadas y abandonas. Desde entonces –se comprende con The Guide en la mano y leyendo la breve historiografía de estas iniciativas– “los artistas han exhortado a sus espectadores a efectuar más de una odisea fuera del museo para trabajar con comunidades locales”. Por una parte, pues esta 57th Edition busca referir la historia intrínseca del Carnegie International, teniendo lugar, por ejemplo, una instalación titulada 10,632 rejected titles que funciona a partir del archivo del museo y esa memoria de las bóvedas ominosas donde yacen las piezas que fueron refutadas. 57th Edition 2018 se concentra entonces con apremio en el museo como un lugar de edificación de la cultura de la contemporaneidad. O sea, de un lado, un motivo sobresaliente es la institución en sí misma, el Carnegie Museum fundado en 1895 como museo de arte e historia natural, biblioteca pública y salón de música. Del otro, la muestra insiste en el feedback eventual que exige lo ‘Internacional’ en su inmediatismo como ente viviente: un mudar incesante de cifras que está “activamente comprometido con el trabajo creativo de la interpretación”.

Y allí entramos los espectadores emancipados, que al pasearnos por la instalación de la artista Dayanita Singh, autora de los museos del azar, de los archivos y de los derramamientos (India), fotógrafa periodista, quisiéramos no solo sentarnos a percibir la historia en los taburetes de su metódica instalación y que ofrece una metáfora del tiempo prohibido, de las décadas consumidas por anonimatos sofocados en telas ensangrentadas que como sudarios engrapan lo que nunca se supo y se fue con el absurdo de los subterfugios; quisiéramos, además, encontrarnos con nuestros propios surtidores y, bajo el estímulo del imaginario archivista, producir lo que la misma Dayanita llama casa museo. La casa del migrante que pueda exhibir como un espejo de las resistencias aspiraciones, apetencias, deseos que devoró el monstruo del tiempo pasado pero cuyas figuras, no obstante, nos acompañan promisoriamente.

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