Con este espacio quisiera continuar tras las huellas de esos jóvenes que he tenido la fortuna de educar. Estudiantes venezolanos que, así como por el golpe de la desdicha de una patria, sintieron en carne viva eso que Juan Liscano llamó “el horror por la historia”. Y entonces de las clases sobre el barroco y aquello de la expresión americana en función del sentimiento moderno llamado horror vacui, pasamos todos a estar en ese abismo de la historia cuando los andamiajes de una sociedad se han vencido y el techo cae todos los días como una lluvia de piedras hiriendo la cabeza. Ya no era el relato libresco de una época en el pasado de Latinoamérica. Mis estudiantes un día dejaron de tener a la mano los libros, las carpetas con materiales para fotocopiar a la brevedad, útiles para jugar, vehículos de transporte, perdieron los equipos en el camino hacia la universidad, no pudieron comprar más chucherías, ni el cafecito de entre clase y clase, tampoco les fue posible reponer la laptop y menos aún imprimir los pdf. Comenzaron a desfallecer en las clases y yo a notar en medio de estas que era falta de comida. Dejé entonces de reclamarles que no vieran tanto el celular con sus pantallas quebradas pues descubrí que allí muchas veces guardaban las lecturas que había asignado y hacían lo humanamente posible por seguir. Así, un día todos en vez de recitar el célebre soneto de Quevedo, nos recostamos con auténtico dolor en “los muros de la patria nuestra, si a un tiempo fuertes ya desmoronados”. Allí, además, estando en la Ciudad Universitaria de Caracas, sólida expresión arquitectónica del poder económico del Estado venezolano.
Y claro, mis estudiantes comenzaron a huir de Venezuela como si hubiera que salir desmadrados, como si estuviera alcanzándolos la peste, y comencé a escuchar historias inéditas de diáspora perentoria que implicaban la urgencia de graduarse; o a recibir emails con la noticia de “tuve que salir del país”, dejando el semestre en ascuas. Comencé a graduar jóvenes migrantes, y a entender lo que estudiábamos en clases en relación con sus dramas, que pronto también sería el mío pues me fui del país con ellos. Así, de uno de mis últimos seminarios que ofrecí junto a la plataforma de arte digital Backroom Caracas y que titulamos “Micropolíticas de creación, archivo y ciudades del porvenir”, de mi inquietud por el arte de archivo y los imaginarios urbanos, fui pidiéndole a estos migrantes inminentes que orientáramos la reflexión hacia esas valijas digitales que nos llevaríamos a cuestas. Mi objetivo: inducir a la creación de archivos singularizados que den cuenta de aquello que el migrante enchufaría en el nuevo escenario de vida, haciendo hincapié en la imagen de Caracas, en los trozos de ruinas vívidas desde las que íbamos a producir artísticamente. ¿De qué formas se manifestaría nuestra ciudad universitaria –de luz exuberante y calles destruidas, de sensualismo vegetal, arquitectura tropical y eventos criminales– en las necesidades expresivas de estos jóvenes desplazándose hacia nuevas temperaturas, lenguas, psicologías sociales, espacios propios desconocidos y proyectos por venir?
En este espacio me propongo referir esos puntos de información que recojo de la deserción de estos tránsfugos que sigo atenta en las redes sociales donde muchos fantasean; y donde me encuentro a mí misma con nuevas y viejas lecturas, con exposiciones, arte, películas, con series y personajes que nos clonan, con ciudades promisorias o infames, con viajes sin descanso, con compatriotas que siguen en Venezuela bajo nuevos mapas cuyos territorios ahora conectan con estos archivos diaspóricos cargados de expresión. Porque el archivo no es solo un asunto del pasado sino también se inclina a iluminar el futuro como una caja de resonancias que nos conectan subjetivamente, muchas veces, para abrir el paso hacia nuestras ontologías digitales.
Tú lector, mi cómplice, mi semejante, búscame para saber de tu país o data portátil que estaré atenta a tus incursiones y materiales.