Papel Literario

Data portátil, 8: sobre la obra de Nelson Garrido

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Por CAMILA PULGAR MACHADO

El arte de impulso archivístico, precisa Hal Foster, es un arte cuya expresividad necesita espacios. En muchos sentidos es un arte de la teatralización de materiales y favorable a las arquitecturas disruptivas de las instalaciones. Esos espacios escenográficos, productores de espectáculos, exhibiciones, montajes, artefactos, laboratorios, suelen proponer incursiones documentales, pero “donde la información histórica” además de estar físicamente presente, asimismo, aparezca “perdida o descolocada” (Foster, An Archival Impulse). Mi ensayo es sobre el artista venezolano Nelson Garrido, al que no voy a llamar artista deliberadamente porque rechaza la palabra. Él es un “operador/investigador/editor”.

Aludo a otro texto fundacional del asunto del archivo: The Body and the Archive, del crítico y artista Allan Sekula, cuando este estudioso define al fotógrafo mecánico (monteur) del XIX. Cuyos itinerarios capturaban un materialismo expresivo, que iba desde las idiosincrasias de los detalles, los detalles que cuentan historias, hasta las escenas del crimen. De esas digresiones fotográficas y sus monumentales archivos institucionales es que deviene, en gran medida, la imagen general de un cuerpo social complejo y acomplejado, entre la honorabilidad de la foto, y la represión del sistema policial, que la fotografía facilitó. Socialidad que se impuso en Occidente, más allá de las policías de París, Londres. Y también, más allá de los diversos catálogos museísticos, bibliográficos, enciclopedistas, basados en los poderes de la fotografía y capaces de reflejar un conocimiento cronológico blindado. Garrido entra a estos índices gráficos, territorios fértiles, a causar trastornos.

Así, quiero fijar que nuestro artista a pesar de ser premio nacional en artes plásticas, como no es tal –seré literal–, es un productor de espectáculos, me refiero a sus fotos-escenas en series como La balsa de la Medusa (2017), donde Garrido aprehende una parodia del cuerpo social venezolano. Leo entonces a Foster: en este sentido el arte archivístico es tanto preproducción como postproducción, preocupado menos por los orígenes absolutos y mucho más por las huellas obscuras.

Garrido ha tenido la fuerza expresiva para proyectar, a partir de su excéntrica forma de investigar, un imaginario del cuerpo social asociado a territorios como el de la Venezuela actual, y que se sostiene enérgicamente como una lectura audaz y profunda de una realidad in-documentada.

Así, lo que he hallado en su activismo y en sus distintos altares y escenas fotográficas teatrales y pictóricas es un materialismo carnavalesco.

E invoco la palabra carnaval gracias al poderoso libro de Bajtín sobre la historia de la risa en Rabelais y su estudio cardinal del carnaval medieval donde, creo, se mueve Garrido. Quien trae a escena más de un acervo de la cultura popular venezolana mediante estrategias festivas y radicales, concretamente libertarias: Bajtín puntualiza que el carnaval es una fiesta radical y tan importante como que mediante ella el hombre medieval pudo encarnar la libertad. El hecho, además, de que fuera permitida anualmente por la cultura oficial lo testifica. A estas alturas de la historia, hemos perdido esta significación que era tan aguda como que con el carnaval y su “huida provisional de los moldes de la vida ordinaria (es decir, oficial)” se alcanzaba el “reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y la abundancia” (Bajtín). Y es lo que Garrido recupera en sus laboratorios, “a través de mutaciones de conexiones y desconexiones”, y de “nuevos órdenes de asociación afectiva” que, en sus espacios, contraculturales y anti-jerárquicos (Foster), se ritualizan.

Por ahora, me concentro en los objetos de su imaginario que no son estáticos a pesar del escáner: cuerpos humanos desnudos, grupos nutridos de gentes entre los 20 y los 60 años, con máscaras de gas, de Chávez, de la bandera de Venezuela, de cerdos, tigres, cuervos, cascos de las fuerzas de exterminio del terrorismo de Estado, máscaras de la muerte, con consignas como “libertad”, del Grito, máscaras del Miss Venezuela. Esto solo para indicar la mascarada.

A lo que debo de añadir la presencia de un santoral singularizado por la potencia extraordinaria de su imaginario.

Contemos, además, sus imágenes apropiadas como la de American Gothic de Wood, en su obra Gótico americano, La pareja como base de la violencia social (2008), y los simulacros que dirige –como director de escena que es– de referentes que sustrae de la memoria universal como La Virgen de CaracasLa nave de los locos, Hombre Bola, La Apocalipsis, La auto-crucifixión, su homenaje a Ofelia, Saturna devorándose a su Hijo y Adano y Evo. Y no busco ser exhaustiva en el contaje de aquello que Garrido ingresa en sus espacios de un archivismo popular, violento y espectacular.

Me detengo, sin embargo, en La gruta de la Virgen (2009), serie que archiva insectos, cruces, manos, como una piñatería alegórica de imágenes profundamente codificadas en torno al sexo de “la virgen” y que Garrido somete al principio cómico, que de acuerdo con Bajtín, “preside los ritos carnavalescos”, y que “los exime completamente de todo dogmatismo religioso o eclesiástico”. “Más aún, ciertas formas carnavalescas son una verdadera parodia del culto religioso. Todas estas formas son decididamente exteriores a la religión. Pertenecen a una esfera particular de la vida cotidiana”, donde están las “fuentes populares” y “la cultura específica de la plaza pública” que fascinaron a Rabelais. Y esta es la esfera que atrae a Garrido dado su magnetismo intrínseco: político (comunitario) y lúdico (transgresor), diría yo, y que le ha permitido agenciar más de una ONG. Donde también, creo, opera más de una pulsión archivística pero sin régimen aparente o archivos sistemáticos.

Pudiéramos decir que allí en sus ONGs se aplica todo menos un “pensamiento único” (nombre de una de sus series en que la familia venezolana viste máscaras de Chávez). Porque se trata de agenciar condiciones vitales para hacer o posibilitar las metáforas que este autor, capaz de vivir en el regocijo de su cosmogonía, intenta inducir en aprendices.

Así, si Garrido tiene una conexión privilegiada con las fiestas políticas y violentas del carnaval criollo, sus escenas y contenidos, se debe, creo, a más de una razón de los registros que funcionan en el aparato psíquico de su materialismo: primero, no solo fue por años fotógrafo antropológico –de los mejores que hayamos tenido– de las tradiciones festivas venezolanas; también tiene un itinerario en las tablas que se traduce en haber conocido a César Rengifo y trabajado para Levy Rossell, el Grupo Teja y Román Chalbaud, y de tal forma haber palpado ese “principio cómico” que rige sus formas propiciadoras del espectáculo teatral.

Aunque Bajtín puntualiza: el carnaval “no es tampoco la forma puramente artística del espectáculo teatral, y, en general no pertenece al dominio del arte… En realidad es la vida misma, presentada con los elementos característicos del juego”. “En el curso de la fiesta solo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir, de acuerdo a las leyes de la libertad”.

Este es, según escucho, el gran anhelo de los espacios “vacíos” y pedagógicos de la Organización Nelson Garrido: concretar prácticas de libertad.

Pero, además, el caleidoscopio de su perspectivismo, le permite responder a la desgarradora pregunta sobre el porvenir de Venezuela, de la siguiente manera: “yo no creo mucho en sueños… Para mí una Venezuela mejor sería una Venezuela que aceptara la sexualidad, que aceptara la muerte como parte de la naturaleza… si es un sueño es un cambio de mayor solidaridad, y donde haya mucha más comprensión y entendamos y respetemos lo diferente a nosotros, donde se pueda convivir desde muchas maneras sin necesidad de la imposición… Y a veces veo que los sectores populares van a terminar jodidos, porque no hay una compresión. Es el problema del poder… Hay una estética de lo popular que me parece a mí totalmente contemporánea. Y si yo me imagino otra Venezuela es una donde esa estética de lo popular se respete con el nivel con que se tiene que respetar. Yo aprendo más en un altar de María Lionza que en un museo de arte contemporáneo. El manejo de los colores en los cementerios, como pintan las casas en los pueblos, yo tengo una gran esperanza en el pueblo venezolano y para mí esa es la apuesta que habría que hacer”.