Por CAMILA PULGAR MACHADO
En el año 2013 se dio en Caracas un taller con Sven Spieker, especialista en arte de archivo y profesor de literaturas comparadas en la Universidad de California. Fuimos un grupo integrado por Carmen Alicia Di Pasquale, Rody Douzoglou, Cecilia Rodríguez, Luis Miguel Isava y algunos artistas como Efraín Ugueto. Y estaba la artista Ángela Bonadies, que junto con los profesores Juan Cristóbal Castro y Lisa Blackmore, coordinaban y proponían la actividad de acuerdo a las pautas del Proyecto Inventoria, fundado por estos tres, y cuyo postulado principal era el estudio y las actividades en torno a «un concepto de gran actualidad como es el del archivo». Ellos indicaban que «el pasado en los tiempos post-utópicos se ha vuelto una fuente de reflexión importante, no solo para recuperar espacios de solidaridad y justicia sino para proveer formas para repensar el futuro de una sociedad».
Para mí lo más inquietante de esa experiencia –que me permitió abordar mi propia investigación doctoral sobre la relación del archivista Sanoja Hernández con la literatura, con el arte– fue lo que traían tanto Spieker como la obra que comencé a observar, desde entonces, de la fotógrafa Bonadies: es decir, la realidad del arte en los márgenes explícitos de los archivos. Entendí que podía afrontar mi asunto desde la idea de «un arte de impulso o instinto archivístico» (título de un famoso artículo del crítico de arte norteamericano Hal Foster que trajo Spieker a las clases). Y aparte de Sanoja Hernández y su ensayo periodístico sobre los archivos culturales y políticos de Venezuela, me tomó la curiosidad por artistas como Bonadies obsesionados por la operación estética en los dominios encantados y, asimismo, tan difíciles y soporíferos de los archivos. Es decir, una exposición de fotos como la de Las personas y las cosas de Bonadies, implica, además de trabajar con la trama espesa de los objetos que gobiernan al ser humano, un resultado imaginario: la foto; y que en el caso de esta artista sorprende siempre gracias a su poder revelador, expositivo. Son fotos que hacen lectura analítica de los archivos y asimismo inventan un orden ilusorio no muy alejado, sin embargo, de la realidad documental en la que ingresaron. De hecho, Spieker habla de una «nueva forma de realismo documental», que oscila entre (1) las articulaciones del conocimiento estético que estos artistas vislumbran mediante “nuevas formas de hacer” en los archivos, en los pasados que traen al presente y proyectan hacia el futuro, y (2) una “desorientación” del material –de la foto de Bonadies en este caso–, que nos coloca ante las exigencias de esta nueva práctica estética archivística.
La misma Ángela se refiere a archivos ingresionistas. Y creo que es una imagen magnífica para aproximarse a su obra. La artista ingresa en estos órdenes personales e institucionales de donde extraerá su propia colección, su serie, para producir una referencia imaginal, una metáfora «literal», que nos permite tanto el disfrute de su arte como la comprensión del archivo referido, de los documentos en los que Ángela estuvo inmersa. No se produce así un tipo de invención que se base en la deformación total del material inspirador o en una ficción que no deje huellas de su propia hechura. Lo contrario, estamos ante un arte ostensible de la investigación. Y es que el vitalismo de Bonadies es luminoso –tal vez, debido a su pasión por la luz diurna y natural–, y cuando penetra a fondo esclarece, aunque invente. Dilucida algo de esos documentos, sentidos al tacto de la fotografía, para cualquiera que esté interesado en su lectura sea artista o no. Diría que su foto y su personalidad estética se mantienen muy cerca de los géneros del ensayo y la poesía, principalmente.
Por una parte, lo temático es fundamental: la exploración en ciertos tópicos y paradigmas que deciden su aventura intelectual y que suelen referir la realidad histórica y política de las cargas documentales donde su ingresionismo especula. Por ejemplo, el oeste de la ciudad de Caracas y, más allá, el oeste de acuerdo a su interpretación de este punto cardinal; asimismo, estructuras arquitectónicas a veces monumentales pero profanadas por la contingencia (como la Torre de David o el mural censurado del artista mexicano David Alfaro Siqueiros en Los Ángeles o la prisión mexicana de Lecumberri), y otras estructuras mínimas: «estructuras excepcionales», polvareda de las explosiones y restos de catástrofes de la modernidad; la misma noción de modernidad que Bonadies denuncia desde el ‘no’, («Nodernidad», dice); los archivos ajenos (como el del fotógrafo Tito Caula o el del pintor Armando Barrios) y las cosas de la gente y de los espacios, las cosas de la polis.
Es en este sentido que hablo de ensayo. Ángela es una lectora con lente fotográfico que va y actúa teatralmente sobre el material luego de haberlo palpado en sus recursos soterrados, en su desorden endémico, en su naturaleza muerta y acallada por el pasado que sepulta. Esta operación produce una lucidez sobre lo real o sobre lo que Foucault llamó el «a priori histórico del archivo» (y no el formal o teórico). Es, así, una artista en busca de materiales circunstanciales que la absorban y que si suelen representar una instancia de gran escala arquitectónica ella desencaja en ironías del monumento. Es decir, Ángela se topa con desperdicios de estas «cartografía del poder» que sin embargo son para ella «microcosmos», a pesar de encarnar desprendimientos «salvajes», espacios centrípetos: «periferia en periferias».
Estoy citando las palabras de un poema de Bonadies en un video artístico de su propia autoría titulado «Microcosmos» sobre alguna favela de Barcelona que se yuxtapone a los barrios de Caracas. Y que ya comprende una temática cada vez más presente en su hacer: la del viaje fuera de Venezuela, las migraciones globales de Ángela.
Entonces, a través de la exploración de archivos formales como el de Lecumberri o, lo contrario, de la indagatoria en acumulaciones informes, «lacustres», que ella demarca con la foto, pero que sin su lente se escurrirían, pues son un horizonte que «huye a la exposición» (sigo citando su poema «Microcosmos»), Bonadies produce sus fotos-metáforas. Diría que su experticia es las metáforas de los archivos y sus espacios políticos problematizados y en dispersión prolongada. Para ello usa la palabra, esta es un elemento fundamental de su propuesta, o sea, es una fotografía verbal en la que los títulos o las palabras que entran en ella van más allá del lema. Ver su producción me produce la fuerte sensación de que Ángela comenzará a escribir poemas.
Aunque, con esta breve aproximación, quiero indicar, más bien, cómo esta artista se mueve lúcidamente en ese terreno de la «nueva práctica archivista» que Spieker expone en su libro The Big Archive y en muchas de sus conferencias. Bonadies realiza investigaciones en las arquitecturas irónicas de los registros que culminan tentativamente en metáforas, un resultado lírico extrañificante que contribuye con la formación de los espacios aleatorios de esta nueva ordenación del saber donde importa más lo posible que lo real. Se trata de un arte con la capacidad de establecer laboratorios de significados sobre los archivos, facilitando muchas veces nuestro ingreso en rutas, laderas, sitios, locaciones, al mismo tiempo que en imágenes y escrituras que este hacer conecta, inventa y ejecuta, tal como explica Spieker.
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