En el mundo de los libros fotográficos y en concreto en los fotolibros y ensayos fotógraficos, palabra e imagen mantienen una relación tensa, más de enfrentamiento que de exploración conjunta de un lenguaje híbrido todavía por descodificar.
Lejos de representar el vínculo original que unió al lenguaje visual y al verbal como una suerte de gobierno de fuerzas afines para el progreso humano, siendo el primero innato y el segundo heurístico, creado a partir de una necesidad; su relación en el ámbito editorial es cuanto menos autolimitadora.
Sostiene Sagrario Berti en este bello y concienzudo estudio sobre la historia del libro fotográfico en Venezuela que en este tipo de libros palabra e imagen pueden funcionar como “vectores de polinización del sentido”. Esta forma de definir la compleja relación existente entre ambos lenguajes por mucho que parezca un arrebato poético es una definición plenamente operativa. Su potencia evocativa permite acercarnos a los fenómenos lingüísticos que operan sobre estas obras, habilitando a la poesía como una herramienta de conocimiento, como un medio afín para analizar y entender su mecánica comunicativa.
Estas palabras siguen esa misma senda, son resultado de una síntesis de ideas, pero sobre todo de una experiencia profesional desarrollada a lo largo de los años en diferentes ámbitos de la edición y producción editorial de fotolibros y de su enseñanza.
Decía Ulises Carrión que nada existe aisladamente, que todo es a un tiempo estructura y elemento componente de otra estructura. Decía también que para comprender algo es necesario comprender la estructura de la que ese algo forma parte.
Para comprender un libro no basta con analizar el objeto, poder desmontarlo en la mente como un artefacto, replicar su armado, ver cómo las tapas se trabajan por separado, cómo los papeles, cartones y telas son manipulados para acoger y proteger las tripas; cómo los cuadernillos de papel son hendidos, plegados y alzados, luego cosidos y pegados. No basta tampoco con entender que proviene de una reflexión y práctica continua a lo largo de los siglos, que es un mecanismo depurado, conectado al ser humano de la forma más íntima posible: a través de sus manos extendidas y abiertas.
El libro es un objeto delicadamente pensado, construido a partir de materiales que responden a tensiones diferentes de las que animan su contenido, aunque a menudo igualmente inflamables. Su conexión con el ser humano es de naturaleza umbilical. Al libro lo agarras por el lomo y lo abres por la boca, de par en par, dejando sus tripas al aire, sosteniendo su peso entre las manos, siempre consciente de su gravedad tirante, como quien sostiene un bebé. Nombrar sus partes es enunciarse: cabeza, pie, boca, tripas, mano, lomo, cajo, cejas… cada palabra, cada término, es una replicación poética.
El libro se ha vuelto el más común de los soportes: hemos crecido rodeados de ellos, a través de ellos, los hemos estudiado, copiado, transportado, heredado… nos rodeamos de libros como quien se rodea de plantas, buscando sentirnos conectados a algo que transmite vida.
Mirar al libro de esta manera, como Darwin nos hizo mirar a los primates, supone proyectarse hacia un tiempo remoto, buscar en el origen trazas componentes de uno mismo, reconociendo que hay mucho de ti en ese algo del que hablaba Ulises.
Pero todo esto no basta para comprender un libro. Una cosa es entender su forma, poder replicarla con los ojos cerrados, ver cómo se articula frente a ti anticipando su función; y otra bien distinta, atender a la ocupación del espacio que delimita, a su gestión, a su gobierno.
Decía también Ulises que el espacio existe fuera de la subjetividad, que si dos sujetos comunican en el espacio, este es un elemento de la comunicación que impone sus propias leyes.
La interpretación del formato del libro por parte de un diseñador gráfico es como la labor de un agrimensor que mide la tierra para delimitar un espacio de cultivo. Antes de que sea libro ha de ser maqueta, diagramación; el espacio ha de ser parcelado tomando el pliego como medida última.
El libro desplegado como un mapa sobre una pantalla es descompuesto en dobles páginas foliadas, que una vez exportadas habrán de ser impuestas. En poco menos de un metro cuadrado de papel se encuentra la matriz común de los libros. De ella surgen los cuadernillos que al embucharlos arman las tripas, que metidas en tapas terminan el libro.
El espacio ha sido plegado sobre sí mismo por los gráficos, el mapa se ha convertido en discurso. Así entendemos que a la estructura libro-objeto le corresponde otra estructura potencialmente complementaria: la de libro-discurso. No se piensa el objeto por separado del discurso, el uno se hace con el otro, por el otro, al tiempo del otro, réplica contrapuesta de cómo autor y lector se encuentran también en el acto de la lectura, en ese diálogo dislocado, en su intimidad compartida.
En el caso de los fotoensayos, el discurso se arma a través de un trabajo de conceptualización sobre un cuerpo de fotografías que son editadas, secuenciadas y puestas sobre la página. Por mucho que la secuencia fotográfica pretenda ejercer su autonomía en la creación progresiva del sentido, el pensamiento lógico nunca deja de intentar aprehender el significado que encierran las fotografías por separado y en su conjunto. La palabra está siempre presente, aunque no sea de forma manifiesta.
Cuando leemos un fotolibro es como si nuestro lector verbal se disociase del visual y fuese literalizando lo que vemos en un recitativo que busca ordenar lo que pensamos o sentimos, como un mediador al que habilitamos para traducir nuestra experiencia. Interpretamos las fotografías con palabras y las vamos enlazando buscando construir una narrativa que nos acerque a la intencionalidad del autor, anhelantes de una correspondencia unívoca entre palabras y fotografías.
Para comprender un fotoensayo es necesario trascender el objeto libro, el soporte, para contemplarlo como un dispositivo, un mecanismo articulado pensado para un fin, con un propósito y unas especificaciones que determinan su uso y su ocupación. Para comprender el diálogo dislocado que encierra su lectura es necesario atender no solo a la interpretación discursiva de la secuencia, sino también a aquello que no puede ser definido ni acotado por las palabras, a un curso visual que cuenta con su gramática, su morfología, su léxico e incluso su semántica.
Toda fotografía puede ser portadora de sentido, pero es en la secuencia editada y dispuesta en las páginas donde encuentra un desarrollo y puede realizarse en una estructura comunicativa superior. El autor de fotolibros toma un espacio contenido entre planos de papel, limitado por un lomo y las cubiertas, y construye una secuencia visual cuya primera instancia puede ser de naturaleza física, pero que en el ejercicio comunicativo pasa a ocupar un espacio mental y emocional dentro del lector.
A partir de la edición y el diseño, la secuencia establece un régimen de tensiones y afinidades visuales que articulan la intención en el espacio libro, sostienen el discurso y lo proyectan a través de un curso visual.
Este recorrido sinuoso que atraviesa el libro es una cadencia de percepciones puntuales que han sido pautadas por la vista y conectadas por la intención. Los ojos registran de acuerdo a su campo de visión, parcelándolo en grados y estableciendo puntos de atención en las páginas, fijaciones sobre el papel impreso que saltan a nuestros ojos imponiéndose, secuestrando nuestra atención, ganándose nuestro interés.
Superponer estos puntos a nivel perceptivo, sintáctico y narrativo e ir conectándolos poéticamente, como si dibujasen las coordenadas de un itinerario, implica poner en relación la ergonomía del libro con las leyes de la percepción visual y la necesidad de transmitir experiencias de forma elocuente. Para ello se ha de atender al formato, los materiales y las técnicas de reproducción, pero sobre todo se ha de ejercer un gobierno efectivo sobre el color y la forma. La impresión de fotografías necesita de un flujo de trabajo continuo: desde la toma y digitalización, hasta su reproducción, solo así, de forma regulada puede asegurarse que el resultado obtenido se acerque al proyectado. Ya sean impresas en gama de grises, con negros que trabajan en duotonos, tritonos o bajo la síntesis de una cuatricromía; ya en una gama de color cuyo espectro de reproducción se expande según sumamos colores a la mezcla, en estos libros las fotografías tienen peso no solo sobre el discurso, sino también sobre el lenguaje mismo, sobre lo que se puede decir y cómo.
Edición y diseño trabajan de forma coordinada y simultánea, interviniendo no solo en la secuencia, sino también en su puesta en página, en el tamaño de la mancha impresa de cada fotografía y en los equilibrios que entre ellas se sustentan.
Todo libro tiene al menos una distancia ideal de lectura, determinada por la diagonal imaginaria que une las esquinas de las páginas enfrentadas. Esa línea levantada y proyectada hacia el lector es el tiro, la distancia que abarca el arco de su mirada: casi 180 grados en la horizontal por 100 grados en la vertical. El campo visual es delimitado por el formato y gestionado por la puesta en página, cuando se asigna un tamaño a una fotografía se está interviniendo sobre su percepción, lo que reposiciona los puntos de atención de nuestro campo de visión. Al hilar estos puntos en la secuencia se establece un curso de atención visual que avanza cargada de intención por las páginas.
Así, a la lectura lógica de la secuencia le corresponde una lectura emocional. La primera es una navegación; la segunda, un fluir. Cuando la secuencia fotográfica es verdaderamente leída, los procesos que se activan no son exclusivamente lógicos, verbales, discursivos, sino que también nos afectan a diferentes niveles perceptivos, convocando a otros sentidos como el tacto o el olfato, invitándolos a participar de una experiencia que se consuma por la disponibilidad del lector a abrirse a ella. Es entonces cuando la secuencia fotográfica se realiza, cuando deja de imitar a la vida para trabajar como ella.
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Referencias
Ulises Carrión (México, 1941 – Holanda, 1989). Citas adaptadas a partir de la recopilación de su obra en El arte nuevo de hacer libros, Tumbona Ediciones, 2016.