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Cultura, razón y locura: a propósito de Armando Rojas Guardia

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Por JONATAN ALZURU APONTE

I

Se iniciaba diciembre. Abrí el Facebook y como la flor del mago apareció una respuesta de Iván Gómez agradeciéndole a Armando Rojas Guardia un post, donde el poeta celebraba la potencia poética del joven aprendiz; en su respuesta Iván reconstruyó su historia con Armando y de pasada mencionó un evento que fue muy significativo en mi vida; los «ejercicios estoicos» que ambos hicieron en distintos momentos. Durante años me dediqué a estudiar las prácticas de los estoicos para enfrentar el devenir y en 2015 decidí experimentar, recrearlos, haciendo una adaptación contemporánea, concentrados en días de silencio. Algunos amigos asumieron la aventura de realizarlos y tuve el honor, el placer, de dirigirlos. Armando Rojas Guardia recoge su experiencia de los «ejercicios» en su diario, publicado por Seix Barral, El deseo y el infinito (2015-2017). Lo cierto del caso es que aquel recuerdo fue un terremoto emocional que me condujo a releer algunos capítulos de la obra de Rojas Guardia.

Mi intención de lectura adquirió un sentido nuevo: encontrar algunas prácticas que me permitieran volver a sonreír; porque en su obra, él, pensando en su vida, realiza una revisión de la cultura occidental para desarticular las cadenas que lo oprimían y en ese ejercicio abre unas compuertas para experimentar la existencia con otro horizonte de sentido; asumiendo su tránsito en una cuerda floja, en la incertidumbre.

Pensé que allí podíamos encontrar algunas maneras, algunas claves, de abordar los asuntos gruesos como la cultura, las ideologías o la política venezolana. No se trata de buscar una receta o conseguir una metodología; más bien es una apuesta para ubicarse, es un momento de inflexión para pensarnos en el devenir. Las presentes líneas son un resumen, a manera de boceto, apuntes gruesos, pistas o prolegómenos, que comparto con los lectores.

II

Armando Rojas Guardia se atrevió a repensar la opresión de la cultura católica para encontrar dentro de ella, paradójicamente, las armas de su liberación; sumergido en un ambiente de fractura cultural y recomposición de los saberes que danzaban en la década de los ochenta; tres libros dan prueba de ello: Dios de la intemperie (1985), El calidoscopio de Hermes (1989) y Diario merideño (1991), escritos no desde un ámbito disciplinar, sino a partir de su cuerpo en tránsito. Su tarea fue atreverse a pensar el problema de occidente a partir de las heridas que la cultura le había imprimido en su cuerpo. Tal aventura la maximizó en 1996 con el libro El principio de incertidumbre (Qohelet y la moral provisional), donde desarrolla con propiedad de qué trata asumir la incertidumbre, exprimiendo la reflexión sobre el acontecer, cuya observación lo ha conducido a la virtud política por excelencia, la frónesis: sabiduría que se deriva de la atención al instante.

III

Armando Rojas Guardia, desde un nomadismo existencial, emprende la tarea titánica de reventar los muros entre Dios, la Razón y el Cuerpo; su reflexión es a partir de sus prácticas, valga un ejemplo:

¿Orar? ¿Caer en el ridículo de proclamar la vigencia de ese extraño anacronismo: la oración? ¿Irrespetar de tal manera los parámetros del universo mental del mundo contemporáneo, de la posmodernidad?

Sí. Si me atrevo a ser un mínimo objetante en mitad de ese universo, si tengo la osadía de decir que aquel tipo humano, el orante, tiene cabida en el marco de nuestra contemporaneidad desocupada por los dioses, es sencillamente porque la experiencia más importante de mi vida es esta: el Dios incómodo de la oración me hace salir desnudo a la intemperie, exige de mí niveles más altos de conciencia y libertad, destroza con su sola interpelante presencia el mecanismo de mis mentiras sutiles, la malla impalpable de los miedos recónditos, la urdimbre de mis inconfesadas neurosis. (Rojas Guardia, 1985/2006, pág. 21)

El planteamiento para cualquier desprevenido lo pudiese confundir con una vuelta al deber ser, al territorio religioso como refugio, como trinchera del pensamiento; pero de inmediato el imaginario lector queda pasmado con el reto que se propone al autor al confesar desde dónde aborda su interrogación y sus proposiciones.

Hay en mí una tensión existencial no resuelta. A medida que salgo de la culpabilidad, larvada sobre todo inconscientemente, que me causaba mi específico carácter homosexual, salgo también de una especie de luteranismo profundo y casi irreparable, vuelto clima moral de mi vida… La vida espiritual del homosexual se enfrenta, en el marco de la sociedad regida por la Norma heterosexual y patriarcal, a específicos peligros. Como no existen paradigmas positivos para el Eros homosexual, la existencia homosexual se gesta en las entrañas de una trampa mortal: la tácita vinculación que va estableciéndose en el inconsciente entre cuerpo, goce, vida de los sentidos, erotismo, por un lado, y, por el otro, satanismo, imagen bufonesca de la atracción hacia personas del mismo sexo, criminalidad latente, malignidad radical. (Rojas Guardia, 1985/2006, pág. 66)

El otro territorio desde el que interroga es otra cárcel que mina las relaciones intersubjetivas como una sombra, en el sentido junguiano, pero que se observa con toda transparencia en la experiencia del paciente psiquiátrico. Él escribe desde la desnudez carcelaria del paciente psiquiátrico:

Y, filtrándose por las rendijas de todo este discurso sobre la locura, mi experiencia:

-el patio de la clínica, la aguja hipodérmica, las pastillas («¿qué me están dando?». «Tómatelas, el médico la ordena») la camisa de fuerza, el llanto impotente en la oscuridad del cuarto, «la culpa» de «haber perdido la razón», la infantilización sádica, o tanto peor: benevolente, del personal de enfermería.

(…)

los gritos, ciertas conversaciones con compañeros esquizofrénicos: su lenguaje cargado de metáforas, un criptograma apasionante, mi desdén por todos al llegar pero después: «ese psicótico es mi hermano», mis amigos marginados ay, compañeros de ese viaje en las últimas fronteras de lo humano, almorzando conmigo, frente a frente la ternura aquí vamos, sultífera navis de amigos extrañísimos, navegando por el infierno de la conciencia, hacia el purgatorio y el paraíso (y yo miro a H, el psiquiatra, como Dante miraba a Virgilio, rogando para que él esté a la altura del terrible y majestuoso itinerario). (Rojas Guardia, 1985/2006, pág. 73)

¿Por qué su afán de reventar los muros? ¿Cuál fue su sentido? ¿Cuál ha sido su apuesta? En su caso no se trataba de un afán intelectual para construir un conjunto de conceptos que configuraran una teoría teológica, psiquiátrica o social, tampoco tenía la pretensión de la formulación de una teoría filosófica, mucho menos era capaz de asumirse como un ensayista ecléctico… Puesto que el horizonte de sentido no estaba en el reino de las ideas.  Más bien, usó conceptos, ideas y teorías (las que le parecían pertinentes) como herramientas para esculpirse, para encontrar su lugar en el mundo, para asirse de alguna manera en el río heteróclito de su existencia.

El trabajo fundamental del pensador es el ensayo como registro de su práctica política, a saber: hacerse responsable de su voluntad, de sus deseos, confrontando las prácticas institucionales que le domesticaban o pretendían domesticar con la finalidad de gobernarse a sí mismo. Su horizonte es el ensayo como una expresión ética, estética y política de sus prácticas en la vida cotidiana como experiencia de libertad. Quizás podemos leerlo dentro del horizonte de una formulación foucaultiana:

La libertad es, por tanto, en sí misma política. Y además conlleva también un modelo político, en la medida en que ser libre significa no ser esclavo de sí mismo y de sus apetitos, lo que significa que establece consigo mismo una cierta relación de dominio, de señorío… (Foucault M. 1999: 399)

En el ámbito de la psiquiatría, por ejemplo, plantea la transformación institucional desde lo microfísico, al desnudar testimonialmente la acción policíaca de la disciplina; en este sentido, sus trabajos sobre la práctica clínica tienen un efecto político, porque su escritura, su indagación, conduce a replantear el asunto del gobierno del paciente psiquiátrico al interior de la institución médica.

La experiencia de la oscuridad psíquica se constituye para el pensador en el crisol, fundamental, donde empieza a unificar terrenos aparentemente distantes. Él tejerá la práctica psiquiátrica, la práctica religiosa y la crítica a la modernidad, a partir de su vivencia. Su cuerpo será el laboratorio donde observará una amalgama ontológica; lo que San Juan de la Cruz llamará la noche oscura del alma, vocablo místico de la depresión. Es el mismo acontecimiento que arropa al cuerpo narrado en dos claves distintas. Una responde a la narración del cuerpo desde el reinado de Dios y la otra se corresponde con el reinado de la Razón, pero es el mismo acontecer. Lo fundamental para el pensador no es el método sino la vivencia, porque su ocupación fundamental es por su oficio y su oficio fundamental es el de vivir una vida en conformidad con el despliegue de su ser, allí reside el sentido de su oficio poético.

La vivencia de la proscripción, de la separación y encarcelamiento producto de la enemistad consigo mismo, es lo que configura la patología de la depresión. Tal asunto lo enhebra con la sabiduría mística que interpreta tal vivencia; la noche oscura, como un ámbito para el aprendizaje del cuerpo. La experiencia de orfandad, incluso de su razón, constituye la aventura, sustancial, para afrontar la vida en riesgo, en incertidumbre; porque allí el todo es una opacidad amalgamada de sombras; donde no hay terreno seguro, no hay concepto ni una palabra salvadora; porque en la penumbra todo es ambiguo. En esa liturgia del alma, como le llama Rojas Guardia, la lentitud cobra una plenitud en los terrenos del saber para afrontar lo cotidiano.

La lentitud acompasa el ritmo del hombre en la cuerda floja de su existencia y se transforma en la actitud, fundamental, frente al caos. Tal actitud es diametralmente opuesta al ritmo que impone la sociedad moderna, donde la velocidad se transforma en un valor. Allí, el autor acierta en el martillazo a la sociedad contemporánea. La ciencia y la técnica tienen como voluntad el ritmo de la velocidad que se reflejan en lo ordinario, para el común, en la utilización de los barbitúricos como uno de los motores para acomodar el cuerpo al ritmo del devenir. En contraste, el poeta propone otra armonía, otro ritmo, otro tempo: la lentitud como forma de vivir y aproximarse al devenir.

La lentitud trata de una cadencia del cuerpo, una comprensión del cuerpo en su noche, sumergido en las profundidades de la psique, para perdonarse a sí mismo y no avergonzarse como la experiencia fundamental: la contemplación de lo sagrado de la nocturnidad del acontecimiento y la comprensión del subterráneo, de la cloaca, como complemento indispensable de la claridad. La lentitud como el ritmo de la política de la intimidad del gobierno de sí mismo en medio de la incertidumbre. La potencia descubierta en la lentitud, lo abre a la comprensión de su situación de esclavitud y de las prácticas disciplinarias que lo encarcelan y de forma simultánea le permite romper el cerrojo de la cárcel y salir a la intemperie.

En la práctica cristiana del orar, en medio de la noche oscura, encontrará el diálogo como una experiencia de la audición que será sustancial para el ascenso de los infiernos. Simultáneamente será el hilo de Ariadna, para replantearse la práctica del psiquiatra, no como alguien que repara el cuerpo del otro y gobierna al otro, sino el terapeuta como el dialogante que escucha, indaga, explora, junto a su amigo, el paciente, formas tanto para él como para el paciente, de vivir asumiendo la tragedia como constitutiva de la existencia. El terapeuta como maestro en el arte de vivir que se transforma en el diálogo al escuchar los ruidos del silencio de la otredad; donde el paciente se vuelca sobre sí para observarse no como un domador de una fiera, sino como un ecólogo que en la observación descubre las virtudes de su naturaleza al escucharla. Se trata de la resemantización de la práctica clínica en clave de maestro y discípulo dentro de las tradiciones que se configuraron en el monacato primitivo con raigambre estoica. La escultura de los dialogantes es de una embriaguez trágica. El talante trágico se configura en el autor como la postura vital, dentro de la estética de la audición, para transitar la intemperie.

Mi manera espontánea, primigenia de percibir ese «totum» (yo-mundo) conformándose en y delante de mí, por lo general, el talante trágico, el cual pinta sentimentalmente la manera como lo real se me devela.

(…)

Para    el    hombre    trágico,    la    naturaleza    de    lo    real    es

inescapablemente ambivalente. (Rojas Guardia, 1989/2006: pág. 194)

IV

La Razón fue el otro Dios que se configuró en la modernidad cuya religión y templo fue la ciencia; su oración: la lucidez… Por ello, Rojas Guardia lanza un dardo en lo constitutivo del muro de la razón, propio de su talante trágico: no hay posibilidad de la lucidez sin la locura. Los vocablos lucidez y locura, dentro de la obra de Armando, dejan de ser palabras asumidas dentro del canon religioso de la ciencia psiquiátrica y los lanza como ámbitos del cuerpo, como Dionisio y Apolo dentro de la filosofía nietzscheana. Afinando la precisión, esos términos (lucidez y locura) están más próximos dentro de su obra a la mística; donde la locura, la oscuridad, la enfermedad, la lucidez, la iluminación, la sanidad, la santidad y el pecado son vocablos que aluden a los yoes que configuran al cuerpo y que tienen manifestaciones distintas en la interacción con la otredad. El ejercicio de observar y de escuchar los rumores de sí (los yoes) en el encuentro con el otro es la condición para reconciliar los seres que habitan en el cuerpo y será la práctica propedéutica para el ejercicio afable de comprensión de la alteridad (la otredad: rostros tramados por sus poliyó).

En la experiencia interior, la lucidez y la locura son las dos caras de la misma relampagueante moneda. Nadie puede ser radicalmente lúcido –hasta el punto de morir ciego como Bataille- sin optar de alguna manera por un cierto insomnio de la conciencia cuyos límites bordean la locura. Esta, en todos sus grados, habla un lenguaje muy extraño; es –viene a ser- una especie de criptograma. (Rojas Guardia, 1985/2006: 68)

El Dios de la intemperie de Rojas Guardia es un Dios concebido y vivido desde el subterráneo, desde una oscuridad que ilumina: oscura lucidez. Tal vez, solo tal vez, quizás exista alguna posibilidad de repensar nuestra oscuridad en el cuerpo socio cultural venezolano desde la práctica comprensiva descrita. Y quizás, entonces, sea posible, tal vez, iluminar nuestras prácticas sociales sin la negación, sin la derrota, sin la vergüenza, sin la violencia de considerar al otro como los únicos portadores del mal; tal vez, solo tal vez, quizás, podamos repensar nuestra historia cultural con otros lentes y reconciliarnos con nosotros mismos en nuestro tránsito como sociedad.

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