Catástrofe en la cocina
El silbato de las hirvientes jarrillas
rompe el silencio oloroso a cebolla
en las limpias y pacíficas cocinas
que se llenan de su música arcaica
de viejo ferrocarril en miniatura.
Las jarrillas de silbato
han sido hechas para aquellos
que olvidan siempre
apagar la hornilla, como yo,
para preocupación tuya.
Hoy, estrené la jarrilla
esmaltada de rojo y asa negra
que confiados compramos ayer
para evitar catástrofes frecuentes
por mis constantes olvidos.
Al principio fue solo su “gor-gor”
suave como ronronear de gato
el que cautivó embelesada.
Luego, fue su agudo silbato
–imperioso y mágico–
el que hizo irrumpir en mi cocina
sobre los rieles del ensueño,
oloroso a caña y cintronela,
el verde campo de la costa
con sus sembrados de milpa y banano.
El paisaje parpadeó veloz
por las ventanillas
del ruidoso tren
de negra y humeante locomotora
que me llevó
–adolescente en vacaciones–
entre campanas, banderazos
y olor a petróleo
hasta la vieja estación
del pueblo de mi abuela.
Y así, sobre la locomotora
roja y negra de mis sueños
alucinada por el silbato
de mi nueva jarrilla
me olvidé, otra vez,
–para desesperación tuya–
de apagar la hornilla.
**
La duda
Este herir y ser herida
este crear en zarza desmesurada,
este afilar las uñas en la sombra,
este clavar los dientes en los otros,
este encender venenos en las voces,
este enlodar los días claros,
y corromper las sombras,
este enturbiar el aire con blasfemias
y desgarrar la música con gritos,
este vivir y desvivirse,
este amar y desamar constante,
este odiar sin descanso y sin motivo,
esto, dime ¿será estar vivos?
**
Cabellos largos (carta a Schopenhauer)
Querido mío, Schopenhauer:
Ya no importa nada
el candente sello
con que nos marcaste el anca,
porque, hoy día, las mujeres
tenemos los cabellos
largos o cortos
y las ideas, quizás,
más largas que las tuyas.
Sin duda, yo comparto,
mi querido Schopenhauer,
mucho de lo que tú, sabio,
acuñaste como verdades dogmáticas,
y lo que es más, las uso
–con maestría de ti aprendida–
para demostrar lo contrario,
o sea: que animales de cabellos
cortos han tenido, también,
cortas las ideas,
que pontifican irónicos
contra nosotras las mujeres.
Porque, ahora,
maestro insigne Schopenhauer,
si pudieras enterarte,
te sorprendería saber
que a nuestros largos cabellos
–al perfumarlos– anudamos
ingeniosas frases contra ti
y los jerarcas del sexo que
valoran más su corto pene
que todas las ideas,
–cortas o largas–
que les crecen
en sus calvas cabezas.
**
La primera palabra
Y
el llanto fue nuestra primera palabra.
El primer grito de llamado
al ausente y cálido refugio conocido.
La terrible expresión
de la primera soledad del cuerpo,
expatriado
de su mundo visceral y
palpitante.
Y
el frío fue nuestro primer encuentro.
El frío, el dolor y la sangre.
Nacimos entre sangre y llanto;
cortados a raíz y tajo
de la única patria
intransferible
de hueso y carne.
El llanto fue nuestro primer idioma.
La sonrisa vino después,
quizás,
nacida entre sueños,
al recuerdo de días anteriores al exilio,
junto al calor de un cuerpo,
o de la tibia lana,
que fingen el dulce clima
del sitio antiguo que añoramos siempre
y al que volvemos,
efímeramente,
entre el sueño y el orgasmo.
El llanto fue también
nuestra primera protesta,
el primer canto de denuncia
contra
la miseria, la inermidad,
y el desamparo descubiertos.
Primera y perenne palabra,
el llanto
ha de ser, también,
la última.
Sin sonido, quizás,
al despedirnos.
Entre las dos:
La vida.
La vida, ahí,
sin que sepamos
si ha sido algo más
que esta primera
y última palabra.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional