Por EDILIO PEÑA
Primer Acto
La realidad de la víctima en Venezuela semeja a un espectro acorralado en el rincón de una cárcel oscura e invisible. Pero cuando aparece eso que es la luz de un sol incandescente, la víctima comprueba que ésta también lo tortura y castiga. Así, la individualidad de la víctima ha sucumbido a la idea de ser ella la única que padece en la magna tragedia que devasta al país. Su aislamiento la ha abstraído y separado del otro, del grupo o de cualquier organización política, bien por desencanto o desengaño. En Venezuela la víctima se rinde en la tarea de buscar cómo sobrevivir. No ha comprendido que está en medio de una guerra inédita, silente y mortal. El venezolano es una víctima que agoniza en medio de un mar sin esperanzas. Nada hacia la nada. Porque aún no ha prefigurado una estrategia certera (política, mística o militar) que lo conduzca no a la libertad de la nostalgia, sino a aquella libertad que debe fraguar también en el intenso proceso de su lucha rebelde. A fin de nunca más volver a extraviar la ansiada libertad que le corresponda.
La naturaleza de la víctima termina siendo más compleja que la del victimario. Quizá porque la conducta de aquella se define en el proceso del entramado que crea la férrea dominación del victimario. Pero a su vez, aunque parezca increíble, con la contribución de la propia conducta de la víctima que degradada, cede a consciencia en un espejismo de inconsciencia su aporte a la trama feroz. A menos que la víctima sea un ser despierto e irreductible difícil de vencer. Encargos e instrumentales científicos, de democracias inescrupulosas y dictaduras patentadas por la indiferencia del mundo, apuestan a reducir al ser a una expresión autómata y esclava, a través de medios sofisticados de tortura y envilecimiento individual y colectivo. Así los actos del victimario proyectan ante la víctima el alcance de su poder a través de los más diversos padecimientos que infligen en su víctima. Poder que por igual se multiplica incesantemente. La ideología política, como la pre política delincuencial, aspiran a lo mismo. Cunden en los débiles Estados oficiales los Estados paralelos. O en países donde se ha eliminado el Estado. El tiempo es para la víctima muy distinto al tiempo del victimario. Ambos tiempos determinan la jerarquía del ascenso o descenso existencial, en la trama en la que ambos están inmersos. El victimario acumula más poder en la expansión perpetua del tiempo. En cambio, la víctima le es anulada el ser en un tiempo que no parece terminar nunca.
La víctima en Venezuela abandonó hace tiempo la oportunidad de inventiva insurreccional, para oponerse a un victimario inescrupuloso y sanguinario. Justo cuando la polarización terminó con el señuelo de que había dos partes en lucha: una revolucionaria y otra opositora. El aceleramiento de la debacle económica propiciada por la corrupción en el país pareció despertar y unir al pueblo por un momento, pero no hubo conductores políticos con ingeniosas estrategias para aprovechar la oportunidad que presentaba la circunstancia o el destino. Eso significó un costo donde iba a comenzar una nueva tragedia con prisioneros, torturados y asesinados por parte de los victimarios del régimen. Esos que también terminaron por dividirse y repartirse, en luchas intestinas, el botín del erario público y las mesadas al narcotráfico, el oro, el diamante y coltán. Es tan atípica la dictadura en Venezuela que su propia policía secreta se ha dividido en bandos. Al saber que la policía secreta de una dictadura como tal termina por ser más importante que las propias Fuerzas Armadas. La historia del sostén de las dictaduras en el poder ha demostrado la eficacia de la policía secreta. Ahora ni siquiera son protagónicos los servicios de inteligencia, sino las guerrillas de las FARC que ha comenzado anexar el territorio nacional para su expansionismo. Lo más grave de este mural de consideraciones ha sido el alto porcentaje de anomia de la población condenada a buscar cómo sobrevivir. Es muy difícil luchar sin consumo de proteínas. Un ejemplo papable es la víctima en Corea del Norte. La victima sólo logra ensimismarse y quejarse en un ciclo de pensamiento corto. En ese estado, la víctima está condenada a la conducta reiterativa y obcecada. La dictadura en Venezuela ha usado la propia denuncia pública de sus desmanes y crímenes como forma de enajenación de la víctima. La abruma con ella a través de lo las redes sociales en una supuesta libertad del deshago. Para luego hacerla sucumbir en una dialéctica de expectativa, ansiedad, resignación e impotencia. Porque después en la acción real y concreta no ocurre nada puntual, contundente y fulminante. Se repite tanto la denuncia por todos los medios hasta hacerla sucumbir en el olvido, por otra y otra más. Mientras, otras víctimas se dedican a hacer plusvalía en el comercio de la escasez y la carencia. Por supuesto, a la sombra de generales que comercian con los medicamentos y alimentos de la población venezolana toda.
En el pasado cercano la víctima en Venezuela buscó liberarse a través del voto comicial y la resistencia de calle. Eso la extenuó porque su enemigo resultó ser más astuto y aprovechó para sí las opciones estratégicas que la víctima había esgrimido hasta entonces. Nunca pensó que el voto podía ser corrompible con la trampa, así como la resistencia con la fatiga y la impotencia de la voluntad juvenil. Una vez sacrificada la rebelión electoral y la resistencia pacífica que ha terminado con mártires y muertos, nadie previó otra forma de actuar en la desventura de una nación, arrasada por la peste del socialismo del siglo XXI. Ha habido sobreestimación del apoyo internacional. Probablemente porque buena parte de los líderes de la oposición han padecido de la incapacidad de arriesgarse a proponer una propia y novedosa estrategia de liberación. Y eso implica superar el paradigma de seguir haciendo política tradicional, como se hizo con la heredada del siglo XX, para crear en los inesperados hechos y circunstancias una nueva forma de hacer política en la guerra silente que azota al país.
Segundo Acto
Cuando no hay posibilidades de tener algo para comer, el cuerpo se vuelve una compañía inmerecida. No sabemos a dónde llevarlo a saciar su hambre, porque ya no tenemos ningún alimento con que nutrirlo. Y el que existe nos es negado en el lento calvario de la crueldad. A veces la comida se halla en la cima de una muralla o una torre petrolera muy alta que no podemos alcanzar. No tenemos escaleras ni alas, porque nunca las hemos tenido. La conciencia reconoce al cuerpo en su demanda capital, pero el cuerpo se niega y resiste a reconocer a la conciencia. En esos momentos tormentosos en que transcurre la existencia, la conciencia puede compadecer al cuerpo con una profunda tristeza, pero también a odiarlo y a buscar la manera de deshacerse de él. Llega al extremo de despreciarlo, pero también de amarlo con la rabia del dolor. Para el hambriento, el cuerpo ha de convertirse en el futuro cadáver que hay que arrastrar o llevar como un fardo hasta la agonía. Son como aquellos seres que se dedican a surtir, después de largas e insomnes colas, de gasolina a sus carros a cambio del hambre que los depreda física y existencialmente. El espanto mayor es cuando el hambre se hace progresiva y orilla a la conciencia en el abismo de la debilidad anémica. Te enfermas de una fatiga que comienza a minar tu respiración. Los ojos se desorbitan porque la vida se ha transformado en un asombro espantoso. No te queda otra opción que alimentarte de la luz incandescente que baja de la alta montaña o de la inmensidad del mar que nunca te abandona, así cierres los ojos para siempre. En ese umbral, la voluntad se ha perdido y no hay fuerza suficiente, moral o inmoral, para tomar decisiones extremas para saciar el hambre de ese recipiente donde estamos condenados a vivir a duras penas. En el padecimiento del hambriento, estalla una pregunta que retumba en el universo que se olvidó de nosotros. ¿Por qué tuvimos que haber nacido en un cuerpo y no en una piedra? Ya no se puede vender lo que queda del cuerpo para una esclavitud laboral o sexual, más cuando éste se desmorona en la gravedad del tiempo que asesina por igual en una sorda complicidad con el hambre. Ya no se puede pedir socorro al otro vecino de la hambruna porque éste decidió colgarse de la rama seca del único árbol que quedaba en la intemperie donde las palabras no dejan de llorar, menos a aquel que comercia con tu hambre o se siente poderoso ante ti porque puede comer en abundancia las exquisiteces que tú jamás has comido. El riesgo de la sobrevivencia en medio del desierto del hambre, es que pone en peligro no solo al cuerpo, sino, por igual, a la propia conciencia que se obstina en mantenerse despierta ante los acechos de la alucinación. En ese lunar territorio, donde una neblina azulada nos confunde, la conciencia puede comenzar a desvariar o a enloquecer. Porque toda sobrevivencia también se agota cuando desaparecen los últimos recursos de la poca y amarga proteína que ya no te reclama el estómago, sino el corazón a punto de estallar. El preámbulo final de la sobrevivencia es la fantasía de soñar y ensoñar qué comes. Simulas que comes moviendo las mandíbulas. Tragando la saliva que se agota porque tampoco hay agua que beber. Cuando sorprendes a alguien publicitando la fotografía del plato recién comido en vivos colores, le arrebatas el celular, no para robarlo sino para intentar comer ese plato delicioso que tu víctima ha puesto a orbitar virtualmente por el mundo
Tercer Acto
En las cárceles venezolanas, hay dos tipos de condenados a muerte: presos políticos que padecen en medio del olvido y la tortura sistemática; y presos comunes que en su hacinamiento y desesperación, no cejan en matarse unos a otros hasta que la carnicería es coronada por la Guardia Nacional, quien de manera intempestiva irrumpe convirtiendo las disputas de las bandas en masacre. Sin embargo, los pranes han tomado el poder en las cárceles, y los guardias se han convertido en sus víctimas o cómplices en el ejercicio del crimen desaforado. A falta de comida, algunos presos han comenzado a comer a sus muertos. En las ciudades, la muerte afila su guadaña. Los delincuentes y la FAES ya no van por un par de zapatos, un celular de marca o una moto, sino por la vida del otro. Matar en Venezuela se ha convertido en un goce frenético. Ahora se suman las guerrillas de las FARC, el ELN y los grupos terroristas del Medio Oriente. Quien sale de su casa no sabe si regresará. Teme hasta de sí mismo. El miedo fortifica su vivienda con alambradas electrificadas o barrotes de calabozos. Pero la muerte, siempre astuta, cuela su sombra mortal también en los más insólitos refugios. En Venezuela, todo ciudadano es un condenado a muerte, aun sin saberlo. Los inocentes no son excluidos, tampoco los culpables. Aunque ninguno imagina cómo podría reaccionar ante la sorpresiva y macabra sonrisa que se presenta como un cuadro medieval. Por eso la felicidad del venezolano es tan precaria. La tensa vigilia lo ha vuelto insomne, sufrido. Nadie sabe cuándo la puñalada, el disparo, la horca o lanzarse al vacío lo hundirá en la noche sin retorno. Las morgues abarrotan cadáveres desde que hace dos décadas el odio fue sembrado como sendero para empezar a matar sistemática e impunemente en Venezuela. En ese espectro, el amor ha resistido demasiado.
Cuarto Acto
Lo más terrible que acontece con los muertos de una dictadura es que los convierten en números, en estadísticas. En informes pormenorizados. Juntan los números de la pandemia con los que ejecutan silente o cruentamente. Los únicos que no habrán de impersonalizar al muerto, así le hayan arrancado su preciada vida, son sus deudos, aquellos afectos más cercanos que estarán condenados a vivir el calvario de llevar a cuesta, por toda su existencia, el perturbador y obsesivo recuerdo de una de las formas más crueles de la muerte: la tortura. Esa lenta agonía que desmiembra el cuerpo, la psiquis y el alma de un ser humano, con un devastador dolor que no se puede describir. Pero sí disfrutar hasta el frenesí, por los verdugos. Negociar con los asesinos de los muertos de una dictadura es más que un desafío ético, es un acto de impudicia existencial. A menos que el negociador político, en una despierta e inesperada estrategia, se presente en la mesa de negociaciones, con el cadáver de ese ser a quien le borraron los mejores recuerdos de la vida, justo antes de partir para siempre.
La encrucijada
La diferencia esencial entre el hombre rebelde y el revolucionario o terrorista es la pulsión racional y emocional que los moviliza. El hombre rebelde activa su existencia ontológicamente política y existencial desde el amor, el revolucionario o terrorista desde el estadio ideológicamente político del odio. En el primero priva lo mejor del espíritu humano. En el segundo, la destrucción de ése sentimiento sublime y benefactor. La razón motivacional del hombre rebelde es la liberación del individuo que forma parte del pueblo corrompido en masa. La del revolucionario, la destrucción del pueblo convirtiéndolo en una víctima oprimida, pero impersonal. Esta es la Encrucijada en que se debate el destino de Venezuela.
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