Hasta el primer tercio del siglo XX la población de Caracas carecía de servicios hospitalarios especializados para atender cualquier emergencia que requiriese de urgente atención, bien sea por una patología (infarto, pancreatitis aguda, etc.) o por heridas (una caída, un balazo, etc.). Es que no existía lo que hoy se llama clínica. Hasta el siglo XIX se entendía por hospital lo que describe, exagerando un poco la nota, el ministro de entonces Laureano Villanueva:
“Hasta 1888, los hospitales de Caracas eran casas inmundas, en donde se hacinaban los infelices que no tenían donde morir. Eran lugares de depósitos para proveer los cementerios, pues todos estaban mal servidos en la parte facultativa, sin administración, higiene, ni recursos de ninguna especie, sucios, hediondos y con edificios en ruinas” (1).
Luis Mata Illas y Eustoquio Gómez, dos connotadas figuras de los círculos gobernantes, fueron heridos por armas de fuego en lances personales y murieron, aunque cupo la posibilidad de una sobrevivencia si hubiesen existido clínicas o servicios estables de emergencia. Vamos con el primero.
El lunes 28 de enero de 1907, el diario oficialista El Constitucional inserta en su última página, en la sección dedicada a los sucesos del cierre, la noticia de que ha sido llevado, herido de gravedad, hace unas cuantas horas, a la oficina de la jefatura civil de la parroquia Santa Rosalía, Luis Mata Illas, gobernador de la sección occidental del Distrito Federal. Alrededor del herido lo están atendiendo los siguientes médicos: Pablo Acosta Ortiz, Luis Razetti, Víctor Rada, Lino Arturo Clemente, Adolfo Bueno y A. Minguet. Llegan a la jefatura, atraídos por la noticia, el general Avelino Uzcátegui, comandante de armas; el prefecto Domingo Antonio Carvajal; Hipólito Acosta, el sempiterno y archiconocido jefe de la policía; Santiago Hernández, otro policía; y los jefes civiles de Santa Rosalía, San Juan y Candelaria. Más atrás, se agregan diplomáticos, congresantes y personalidades como Rafael López Baralt, Simón Barceló, Manuel Revenga, Francisco Gutiérrez, Vicente Emilio Velutini, Antonio Iturbe, Lorenzo Mercado, Alberto Fombona Palacio, el ministro de Chile. Por último, un grupo de amigos íntimos.
El diario da una escueta versión del suceso: al llegar a sus oídos la noticia de un altercado en las afueras de la ciudad, el gobernador se encaminó a restablecer el orden, y en el lugar recibió varias heridas de gravedad. Es trasladado de urgencia a la jefatura mencionada, recibe los primeros auxilios y es trasladado a su residencia para continuar atendiéndolo.
Al día siguiente, martes 29 de enero, El Constitucional suministra la infausta noticia, escrita en tono de profundo pesar y con abundancia de datos biográficos, bajo el título “Funeraria”, y acompañada con una fotografía del gobernador. El herido ha fallecido. Un decreto firmado por el presidente Cipriano Castro, a la sazón postrado en cama en Macuto y próximo a ser operado de los riñones, y un acuerdo del Concejo Municipal de Caracas ordenan honores al gobernador extinto, a quien colocan en capilla ardiente en la sede del Cabildo. Le hace guardia la oficialidad del Cuerpo de Artillería del Ejército y, durante el sepelio, desfila un batallón con uniforme de gala y banderas enlutadas. Son disparadas siete salvas de cañón, redoblan los tambores a la sordina, y la Banda Marcial interpreta una marcha fúnebre.
El diario no agrega ninguna explicación acerca de las circunstancias de la agresión al gobernador Mata Illas. ¿Quiénes lo mataron, cómo, por qué?
Poco a poco, se van conociendo los detalles del suceso. En síntesis, el autor fue el general Eustoquio Gómez, joven de 39 años en aquel entonces, primo de Juan Vicente Gómez, compadre de Castro y sibilino aspirante a sucederlo. Luego de beber varias botellas de licor, de escandalizar un poco en su casa y de dispararle a un gato, Eustoquio se fue, en compañía de sus amigotes, Eloy Tarazona y Elías Nieto entre otros, a Puente de Hierro, al bar Bois de Boulogne, el sitio preferido de los bohemios y altos dignatarios para parrandear. Fue tal la bebezón que la queja de muchos vecinos y clientes de los bares cercanos por el escándalo obligó al gobernador Mata Illas a apersonarse en el lugar y meter en cintura a los borrachos, apechugados con prostitutas y hasta bailando hombres con hombres. Al intentar desarmar a Eustoquio Gómez, recibió varios disparos. Es conocida la suerte de Eustoquio: fue enjuiciado, sometido a una condena que no cumplió, adoptó un nombre supuesto, Evaristo Prato, y liberado cuando su primo Juan Vicente derrocó pronto a su compadre el Cabito. Era época de crasa impunidad: en 1909, en plena esquina de Carmelitas, el antiguo administrador de las rentas municipales, Eleuterio García, familiar del dictador Gómez, asesina de un balazo al concejal Enrique Chaumer al denunciar este las múltiples irregularidades en el manejo del tesoro edilicio.
Trasladémonos a diciembre de 1935, Eustoquio tiene más de 60 años, sufre de hemiplejia, pero tiene intactas, al parecer, sus ansias de poder.
Cuando su primo presidente estaba moribundo, no se separó de su lecho. Desde el 10 de diciembre se instaló en la capital aragüeña, vivía frente a los Telares de Maracay y montó una oficina en el hotel Jardín. Su apoyo principal descansa en familiares del presidente fallecido (la hermana solterona Regina Gómez, entre ellos) y en Eloy Tarazona. Ha encabezado, vestido de pumpá y paltó-levita, el cortejo del entierro del dictador, desde la Catedral al cementerio, el día 18. A los dos días, recibe un telegrama del presidente encargado, general Eleazar López Contreras, llamándolo a una entrevista en Caracas. En Miraflores, conversan durante la mañana del 21 de diciembre y, al parecer, López le ha pedido a Eustoquio que abandone el país por un tiempo, tal como se lo había recomendado a Dolores Amelia Núñez de Cáceres y a los hijos de esta. Al terminar la conversación, Eustoquio se dirige a una casa suya, de Marrón a Cují, llama por teléfono al gobernador Galavís, pero como nadie atiende, se dirige a la Gobernación, estaciona su carro en el costado sur de la plaza Bolívar y sube al despacho. Lo acompañan su hermano Fernando Gómez y su yerno Leopoldo Briceño. También, allí habían concurrido el general Santiago Briceño Ayesterán, Gustavo Manrique Pacanins, Miguel Márquez Rivero, Nicolás Perazo, Alfredo Acero Galavís, Antonio Pineda Castillo, Humberto Mondolfi, Carlos Arriaga Medina, Eloy Montenegro, su eterno secretario; y Jesús Corao, prefecto de Caracas.
Se entera de que están incendiando su automóvil. Le reclama a Galavís con frases muy duras. Este le da la orden de arresto, pero el viejo Eustoquio empuja a Galavís, los ánimos se caldean, intervienen varias de las personas presentes en el despacho, hay un forcejeo y suena un disparo, luego otro, y Eustoquio cae al suelo. Lo recuestan de un sillón, lo llevan a una salita de baño cercana. Son llamados los médicos Enrique Tejera, Salvador Córdoba y Antonio José Castillo. Pero nadie piensa en llevarlo a otro sitio, pasan unas horas y el herido muere.
Todavía se podía ver, hace 20 años, el sillón donde lo mantuvieron sentado.
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Notas
(1) Antonio García Ponce. Los pobres de Caracas, 1873-1907. Un estudio de la pobreza urbana. Caracas: Empresa Editorial Doy Fe, 2005, p. 120.
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