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Cruz-Diez y la obra de arte transformable

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Por BÉLGICA RODRÍGUEZ

La obra de arte como transformable puede considerarse  un resultado inédito de la actitud creadora que un significante grupo de artistas  comenzó a mirar la producción plástica desde mediados de los años cuarenta y fuertemente a mediados de los años cincuenta. Esta nueva mirada, resultado de serias investigaciones visuales y cromáticas en lo plástico, lo estético y usando tecnologías propias de la época, producirá gran impacto en la escena del arte europeo de estos años, asumiendo  que el objeto artístico está sujeto a su transformación como razón de ser, así transformación deviene en forma, contenido y concepto. Entre protagonistas como Yaacov Agam, Pol Bury, Jean Tinguely, Vasarely, Calder, están los venezolanos Jesús Soto y Carlos Cruz Diez.

Es necesario (…) hacer obras que se modifiquen como la naturaleza se modifica. Antes que una forma, una composición, una estructura, una obra moderna es esencialmente una metamorfosis. Esta declaración de Carlos Cruz-Diez fue una convicción consistente a lo largo de su vida, demostrando un rasgo de madurez creadora luego de transitar la figuración con temática del realismo social durante un importante primer período de su vida de artista. Buscando pistas a fin de establecer líneas conductoras como antecedentes importantes, en estas pinturas el color es protagonista, fuerte y esplendoroso presenta personajes locales en formas casi geométricas que definen las figuras. Esto pudo observarse en el conjunto de pinturas de este período expuesto en la grandiosa retrospectiva Carlos Cruz Diez, Color in Space and Time, Museo de Bellas Artes de Houston. Aquí muestra ya su inclinación hacia la manifestación del color como el centro de la pintura figurativa que luego lo definirá como artista cinético. El carácter transformable de la obra de arte fue resultado de un largo proceso de investigación y reflexión sobre el hecho creador y sus resultados vistos a la luz de una formulación artística que implicaba el cambio de valores de los plásticos tradicionales. Carlos Cruz-Diez busca un lenguaje plástico-visual que lo aleja precisamente de lo tradicional, sin embargo, reconoce los aportes de las vanguardias históricas de finales del siglo XIX y principios del XX, como honrosas y poderosas fuentes de inspiración para “inventar” lo nuevo, “yo he tratado de inventar, de poner en marcha unas ideas nuevas, de modificar pensamientos precedentes”, y sin ningún rechazo se declara ser “hijo directo del Impresionismo y del Cubismo. Nadie lo creería, pero es así. Lo que pasa es que yo he tomado de ellos lo que me interesa para ir más lejos, para crear algo nuevo. Todo arte válido es el desarrollo de una tendencia y no su repetición, yo creo que sin la enseñanza de esas escuelas no se hubiera llegado a la pintura de hoy. Con el impresionismo se comienza a aplicar sistemáticamente conquistas científicas en el quehacer artístico. La pintura impresionista puede considerarse como premonitoria de la pintura actual al aplicar las teorías aditivas y sustractivas del color. Por otro lado, las artes gráficas, a principios de siglo, contribuyeron enormemente a la sofisticación de estos procesos. Desde el punto de vista de la percepción se ha producido  una intensificación en la investigación plástica. El cubismo, por otra parte, al plantear la idea de la transformación continua, la idea de la pintura en un espacio mutante, me proporcionó la idea no de pintar un espacio mutante sino de crear el espacio mutante. Era el camino que yo buscaba, no para trasponer una realidad sino para presentar esa realidad en sí misma. El cubismo, creo, es la última etapa del mecanismo transpositivo de la pintura. El código de transposición se supera, y ya una mano no es una mano o una puerta, sino un elemento mutante dentro de la superficie plana de la pintura. La pintura cubista representa un espacio dentro de otro espacio que a su vez incluye versiones diferentes del espacio real, por lo tanto nos enfrenta con la noción de que el espacio es mutante. Los cinéticos nos proponemos a hacer ese espacio realmente mutante y presentar una situación real que nos enfrente a un fenómeno espacio-temporal donde cada elemento se está modificando, cambiando, es decir una realidad autónoma. Las Fisicromías no presentan un tiempo pintado”, sino el tiempo en su dimensión real, el espacio en acción. El presentar la relación espacio-tiempo en acción es el aporte fundamental de la corriente cinética a las artes plásticas.

¿Y el constructivismo? ¿No ha sido acaso fundamental en la génesis del cinetismo?, continúa Cruz-Diez. (…) Por supuesto. El constructivismo nos plantea la definición de que un plano debe tratarse como tal, idea que para Mondrian fue fundamental. Y este plano es una realidad. Si este plano es bidimensional se trata entonces como una realidad bidimensional, las formas se tratan, entonces, como espacios planos, sin seguir el código de transposición, de imitar las tres dimensiones, ya que la situación plástica planeada es un todo en sí y es precisamente allí donde encontramos el elemento constructivista en el arte cinético. El constructivismo es una corriente pura, que va a la esencia de las cosas y si el artista quiere modificar un pensamiento tiene que seguir este ejemplo, es decir, ir hacia lo verdaderamente puro y elemental para poder ser claro en el discurso plástico”.

Cruz-Diez se plantea el constructivismo no como método de organización de la superficie de la Fisicromía y de toda su obra que gira sobre la misma propuesta e igual planteamiento plástico cambiando solo el formato y la estructura, además del entorno donde se realiza la obra también cambia, gracias al desarrollado de varios “mecanismos de acuerdo con el mismo  sistema o código plástico”, tampoco habla de la “belleza” de una obra, sino “de la eficacia de una evidencia plástica real”. Le interesa desde el principio la obra incorporada a la arquitectura, de allí que Fisicromía sea un título genérico  que da a una producción artística basada en un sistema de valores cromáticos, solo que se valora como Fisicromía aquella única  que está encerrada en un marco como cualquier otra pintura y colgando de una pared.

Cruz-Diez, al igual que Jesús Soto, nunca se desligó de Venezuela. En una visita a Caracas en 1975, el reconocido escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza le hace una larga entrevista publicada en el Papel Literario del diario El Nacional donde presenta el Cruz-Diez pintor de antes y el Cruz-Diez cinético después, el que trabaja y vive con su familia en París desde 1960; han transcurrido 15 años. Así describe el encuentro con el artista: Pequeño, pausado, con unas soberbias patillas que le florecen en las mejillas y hacen pensar en un personaje de Dickens o en un cochero jacobino, Carlos Cruz-Diez no se parece al que años atrás conocí en Caracas. Entonces era un dibujante tímido, discreto, bien afeitado y vestido con la pulcritud de un vendedor de seguros. Trabajaba como director artístico de la revista El Farol”. Ningún demonio cinético lo habitaba en aquel momento: pintaba postales típicas del folklore venezolano y hacía dibujos publicitarios para una marca de gasolina. Ahora es uno de los más cotizados y atrevidos pintores cinéticos de París. En la tarea de  documentalista me encuentro, del mismo 1975, con un Miniforo del periodista Emilio Santana en el diario El Nacional, quien con su buena chispa de humor inicia una conversación informal con Cruz-Diez y escribe, “de camino al periódico me tropiezo en la calle con Carlos Cruz-Diez, con la misma cara de loco que ya todo el mundo conoce, rostro oculto bajo la pelambre. Anteojos gigantes haciendo equilibrio sobre la nariz”, estas patillas asombraron a todos sus amigos y admiradores. Y en un ambiente de cordialidad le pregunta si en su obra subsiste el amor, el sentimentalismo, el romanticismo, la respuesta es sencilla, lo que te puedo decir es que mi obra se realiza en una atmósfera de afecto y amor. Cuando trabajo en París me ayudan mi esposa, mi madre y mis hijos. Todos participan en la construcción del mundo en el que se generan mis obras.

Movimiento y transformación

En el prólogo escrito por Henry Miller a la Historia del Arte de Ellie Faure, aún vigente, leemos que “(…) de lo único que estamos necesitados es de ser sensibles a la presencia del arte, de poder reconocerlo en cada momento, en cada estado, en cada fase, en cada aspecto de la vida, y más todavía de saber que la vida por sí misma es el gran arte  y que el arte supremo es el de vivirla. La tragedia de nuestro tiempo consiste precisamente en el hecho de que sabemos o damos la impresión de saber muchas cosas, mientras apenas si ponemos en práctica nuestros conocimientos”, esta cita de Miller puede aplicarse al desarrollo de la obra de arte transformable en dos sentidos: en primer lugar por la relación que tiene con el espectador y su vida considerándose un arte para vivirlo, y en segundo lugar que el artista se ha involucrado tan intensamente en la creación de una obra dinámica destinada a completarse como objeto sensible solo con la complicidad del espectador o receptor, quien la carga de sentido social y emocional.

Hacia principios de la década del cincuenta un buen número de artistas de diferentes países coincidencialmente se dieron cita en París e hicieron de esta ciudad el centro de un movimiento plástico que más tarde se conoció como arte cinético. La preocupación fundamental de sus investigaciones apuntaba hacia la incorporación del “movimiento” en la obra de arte, bien en forma real o en su presentación virtual, en ambos casos con la participación activa del espectador. Una importante consecuencia fue la obra de arte “transformable” en la que muchos factores se conjugaron a fin de demandar del espectador no solo el placer visual sino también una posibilidad de reflexión ante el misterio sensible, también un razonamiento intelectual y su intervención física y emocional relacionada con lo lúdico y la imaginación. Se planteaba así un nuevo escape a la naturaleza espiritual del hombre, donde lo infinito, lo fluido, lo inconmensurable, la sorpresa, lo misterioso, lo accesible y lo inaccesible entraba a formar parte de su vida dentro del arte y del arte dentro de su vida. En este contexto se ubica el trabajo de Carlos Cruz-Diez desde la invención de la “fisicromía” en la que explora el comportamiento del color  como propuesta cinética y la obra de arte transformable, así como la reacción del espectador ante un “extraño fenómeno visual”, considerando que esta pasa por una metamorfosis que la hace ser siempre diferente, bien por el desplazamiento del espectador o por la potencia y distancia de la fuente lumínica.

Tiempo y color en acción

Fisicromía, nombre genérico que le dio Cruz-Diez a su obra desde la primera realizada en 1959 en Caracas, y luego numeradas, es más que una obra adosada al muro, es un sistema constructivo y  cromático con unas características particulares que para él es el tiempo en acción, es el tiempo en sí mismo, no es el tiempo pintado, porque yo podría pintar un cuadro abstracto, entonces yo pintaría esa serie de rectángulos más matizados, menos matizados, pero en un solo tiempo, aquí, en la Fisicromía está el tiempo en sí mismo, cosa que no había pasado antes.  El color no es simplemente el color de las cosas que nos rodean, ni el color de las formas. Es una situación evolutiva, una realidad que trata sobre el ser humano, con la misma intensidad que el frío, el calor, el sonido, por ejemplo.

A su primera Fisicromía Cruz-Diez no llega vacío de conocimiento. Una larga trayectoria en el mundo de la imprenta y la publicidad le precedía. Para él, cada impreso, cada afiche, debía ser un “acontecimiento” y es esta sensación fenomenológica que lo lleva a  generar este “acontecimiento” en su obra través de la expresividad cromática de diferentes temperaturas de acuerdo a la luz que incide sobre su superficie y el desplazamiento del espectador. Basándose en el comportamiento del color como fenómeno físico manipula las laminillas de color, primero de cartón, luego de plástico o aluminio, de manera que se combinaran los tres fenómenos que pueden producirse: aditivo, sustractivo y reflejo para que se proyecte hacia un espacio objetivo una atmósfera coloreada a ser percibida como fenómeno visual fuera de la superficie de la obra. En realidad el color aquí posee una presencia tan poderosa que transforma el espacio que lo encierra en espacio físico animado por medio de la interacción de los colores seleccionados. La disposición de las laminillas le indica el color de la atmósfera cromática que se formará  fuera de la superficie de la obra, la selección del color no es aleatoria, ni accidental, todo es controlado físicamente por el artista y sus operarios de acuerdo a un sistema mecánico que marca en computadora. En sus inicios este sistema respondía a las necesidades emocionales del artista, pero continúa siendo igual aun cuando el proceso se mecaniza, entonces visual, poética y plásticamente es un “acontecimiento”. Y en verdad lo es, es la experiencia emocional, mental y hasta física, que deviene en un “algo”, que aunque no sea comprendido intelectualmente será sentido y experimentado en sí mismo fuera del contexto de la cotidianidad doméstica.

La paleta abierta y la idea de lo humano y lo mutante

Cruz-Diez explica en qué consiste su “paleta abierta”: En algunas Fisicromías quise poner en evidencia un plano dado por dos aspectos de color y esto planteaba una relación plástica ambigua. Por un lado presentaba la pintura ‘pintada’ y por otro la pintura ‘evolutiva’. En las Fisicromías lo importante no es el color pintado sino el color cambiante. Aquí no hay una lectura tradicional de la pintura sino la lectura de un código formado por un sistema plástico creado, esto es una invención y como tal no se agotará, permitiéndome infinitas variantes. Cuando la Fisicromía sufre su fase metamórfica, una sombra coloreada  se proyecta para formar una atmosfera de color con la cual el espectador se enfrenta. Después de 1962, abandono el rigor científico del uso del verde y el rojo, para pasar a una gama de colores que llamo “paleta abierta”. Esta gama la he ido modificando con el tiempo. Para una Fisicromía establezco un código de treinta y seis, cuarenta o cincuenta colores. De colores, digamos primarios, elaboro derivados de primer, segundo, tercero, cuarto o quinto grado. Todas esas gamas se permutan cuando entran en acción los fenómenos de color aditivo, sustractivo y reflejo. Cuando amplié la gama de colores ya la experiencia con el rojo y verde estaba bien definida, entonces se planteaba el problema no ya de lograr con esos dos colores una gama amplia sino la idea de la transformación misma por la acción de otros colores. La idea de la mutación, de la transformación del color en el espacio, era lo fundamental. La idea fundamental fue la metamorfosis del color dentro de la tendencia cinética como un “arte de la realidad”. El cinetismo no es un arte de testimonio de la realidad, la realidad está en la obra que se produce, está en ella misma. Es un arte que crea situaciones reales. Y esto es justamente lo que coincide con mi idea del color, de que el color es una realidad, es el enfrentamiento con una realidad “real”. Esta realidad comprende la noción del tiempo y espacio en mutación. Lo que nos interesa no es la idea física de desmaterialización de esa realidad, sino la idea perceptiva. Por eso en la obra cinética existe una diferencia entre el mundo de las ideas y el mundo de la representación. Yo trabajo definitivamente, concretamente, en el mundo perceptivo. El color en mi obra es tratado como una situación mutante. El mundo, las ideas, los hombres, no somos eternos. Tenemos que considerarnos como una situación mutante. La idea de lo eterno ha desaparecido, esto es fundamental. Todos sabemos que nada es eterno. Que todo es mutante, que todo se codifica, todo evoluciona, y todas las situaciones a las que nos enfrentamos y el ambiente que nos rodea es mutante también. Por eso considero a mi trabajo revolucionario porque la idea del color cambiante aplicado a una superficie obedece a una idea de perennidad. Si pinto un muro de blanco él siempre estará blanco. Pero yo no lo pinto de blanco porque ese muro debe ser mutante, lo pinto entonces con un color que sea cambiante como la vida misma, como nuestra noción de las cosas. El artista es un testigo de su tiempo y como tal es producto de su tiempo. La plataforma plástica del cinetismo se basa en la dialéctica del siglo XX y representa el lenguaje con el que nos podemos  expresar”.

Para Cruz-Diez, “la obra cinética impone ataduras muy poderosas y reales en relación con nuestra filosofía con relación al mundo que vivimos. Estas relaciones obedecen a otro código que no es el código de la lectura interpretativa tradicional. Estas relaciones entre obra y espectador obedecen a una situación, a un enfrentamiento con una realidad, como podría serlo  con cualquiera de los fenómenos naturales que suceden diariamente, es una revelación. Cuando el espectador se enfrenta a una Fisicromía, por ejemplo, no necesita de explicaciones, puesto que está participando de un acontecimiento. Nadie necesita que le expliquen la lluvia, por qué cae una hoja de árbol, simplemente es espectador de un acontecimiento que puede desatar nuestra mitología interior. Y de hecho la desata. Esta mitología parte de una mitología elemental: lo bello, lo feo, el éxtasis, que a su vez viene de situaciones fenomenológicas elementales: la gota de agua que cae sobre un lago y produce ondas, el crepúsculo que tiene determinado color, el viento que mueve los árboles; y de allí, precisamente, de esa fenomenología elemental es de donde el hombre ha formado su universo metafísico.


*Este texto formó parte de la tesis de Bélgica Rodríguez para obtener el Master of Art en el Courtauld Institute of Art de la Universidad de Londres. Todas las citas provienen de largas entrevistas a Cruz-Diez por BR durante los años 1975-1977 en París.

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