Papel Literario

Cruz-Diez: arte, ciencia y tecnología

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Por HUMBERTO VALDIVIESO 

Disertar sobre Carlos Cruz-Diez y la relación de su obra con la ciencia y la tecnología nos ubica al borde de dos caminos posibles. Uno de ellos atraviesa las prodigiosas técnicas e invenciones desarrolladas por el maestro a lo largo de su vida, las cuales han sido explicadas por él y los críticos de arte con bastante precisión. El otro conduce hacia problemas teóricos y vincula la condición tecnológica de los últimos cien años con su trabajo. Tomaremos el segundo, aunque sea agreste y deje más preguntas que respuestas.

Los artistas Naum Gabo y Anton Pevsner escribieron en el Manifiesto realista de 1920: “El espacio y el tiempo hoy renacen para nosotros” (1). Esta idea, que latía en el corazón del arte moderno, reafirmaba la actitud de las vanguardias y conectaba los discursos plásticos del momento con los hallazgos de la relatividad especial y la mecánica cuántica. Era un anuncio de la transición del mundo hacia una mayor complejidad técnica y conceptual. Se trataba de una revelación de lo que posteriormente hizo a Paul Valéry afirmar en Pièces sur l’art: “Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son desde hace veinte años lo que eran desde siempre” (2).

El cinetismo apareció en el contexto de semejante transformación. Surgió de una vorágine donde la estructura conceptual y física del mundo conocido hasta el siglo XIX comenzó a colapsar. Sus propuestas contribuyeron a la descentralización de la experiencia humana con el espacio y el tiempo, a la aparición de la virtualidad en la obra de arte, a la integración regular de procesos técnicos en el trabajo del artista y a la incorporación de lo inestable en la percepción del mundo.

El sofisticado tejido estético de la propuesta cinética donde arte, ciencia y tecnología se corresponden entre sí es producto de la incursión de los artistas en los territorios habituales del científico. Esa exploración interdisciplinaria del arte en la ciencia es la que nos permite preguntarnos en qué medida Cruz-Diez tiene una dimensión científica imposible de objetar. Pudiésemos decir que en el estudio de la física del color, en el carácter experimental de su trabajo y en el rigor propio de la obra programada. Sin embargo, prefiero atribuirlo a que parecía haber compartido con Albert Einstein la convicción de que la imaginación es el punto de partida para comprender la estructura de todo cuanto existe: «Soy lo suficientemente artista como para recurrir libremente a mi imaginación. La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación rodea el mundo” (3).

Para este cinético venezolano proponer un nuevo discurso significaba ir más allá del saber acumulado hasta sus días: “Cada generación inventa la pintura. Como cada generación inventa la ciencia, inventa la poesía, la música. Es decir, la historia empieza conmigo y termina conmigo, eso ha sido siempre así” (4). Era necesario crear un nuevo lenguaje con sus propios signos y una gramática ideada por él. Partir de las condiciones de su tiempo para resolver los dilemas de un arte indiscernible de la experiencia del instante. Si bien algunas ideas estaban en el contexto desde el impresionismo, sabía que eso no era suficiente. Un nuevo lenguaje estético le obligaba a elaborar conceptos coherentes capaces de ser transmitidos a través de experiencias sensoriales. No porque estuviese buscando comunicar una información concreta o describir matemáticamente algún fenómeno de la realidad. Su obra estaba centrada en la investigación de los límites de la percepción humana del color en las condiciones variables del espacio y el tiempo. Por lo tanto, su problema no era elaborar tratados o monumentos —aunque tuvo la disciplina de teorizar sus búsquedas en el libro Reflexiones sobre el color—, sino generar inquietud y retar a la sensibilidad.

Su obra revela que el color es un acontecimiento, el cual logra tensar hacia situaciones límites gracias a “conductas cromáticas difíciles” generadas en el proceso de investigación. De la yuxtaposición de acontecimientos hizo emerger lo invisible y provocó la inestabilidad del espacio y el tiempo. Indagó en las posibilidades del color y recurrió a tecnologías —a veces diseñadas en su taller— indispensables para lograr una precisión que le permitió provocar esos acontecimientos. Los objetos visuales diagramados con líneas o planos de color impresos, trabajados con el corte preciso de los materiales o proyectados en el espacio con luz eran, finalmente, unas máquinas. Unos artificios estéticos, unas tecnologías cromático-cinéticas y unos procesos conceptuales que el cuerpo del usuario debía activar para hacer aparecer la verdadera obra. Con todo, la interacción o participación a la cual llaman esas máquinas puede verse como una metáfora plástica de la interpretación de Copenhague en la mecánica cuántica: el observador transforma el sistema.

Cuando Lewis Munford escribió sobre “la máquina” apuntaba a todo un complejo tecnológico donde saberes, habilidades, procesos industriales, aparatos, herramientas y técnicas novedosas estaban imbricados. Los mecanismos suponen sistemas complejos que han integrado múltiples procesos técnicos con conocimientos especializados. Incluso, en la actualidad, con una inteligencia cada vez más autónoma. El cinetismo de Cruz-Diez es en este sentido una máquina poética, una tecnología estética y una metodología sustentada por procesos múltiples. No solo porque cada propuesta depende de un sofisticado entramado técnico e intelectual sino porque tiene la capacidad de producir “complementos del mundo” como pedía Umberto Eco. Complementos que a diferencia de los resultados de las máquinas industriales no son objetos sino experiencias efímeras, gestos del instante presente, indicios de la existencia de lo invisible en el universo.

Las búsquedas científicas y las soluciones tecnológicas realizadas por este maestro a lo largo de su vida no tenían el propósito de probar el medio técnico en sí mismo. La incorporación de máquinas mecánicas o electrónicas a su trabajo buscaban enriquecerlo, conducir su propuesta cinética hacia nuevos límites y asumir riesgos. Era quizá un modo de afirmar que “Solo en la técnica hay imaginación” (5). Y es en ese proceso, capaz de activar la fuerza de la imaginación en el vórtice del nexo entre ciencia, tecnología y arte, donde el artista científico deviene en el artesano cósmico de Deleuze y Guattari: una figura que genera nuevos vínculos, abandona las figuras románticas y engendra mundos futuros.

Cruz-Diez el investigador, el científico, el tecnólogo, el artista, es en realidad ese artesano, esa figura contemporánea cuya pasión por el saber le ofrece la certeza de que todas esas disciplinas participan de: “La misma aventura y las mismas dudas y las mismas incertidumbres y los mismos mecanismos, simplemente por otras vías y con otros instrumentos (…) El paralelismo más fundamental es la aventura de lanzarse hacia lo desconocido y tratar de descifrar y de detectar cosas invisibles que sus contemporáneos no puedan ver, o simplemente detectar las cosas existentes y que están a tu lado y que pasan sin que tú las observes” (6).

Referencias

1 Gabo, Naum, y Pevsner, Anton. “The Realistic Manifesto”. En Art in Theory. 1900-2000. An Anthology of Changing Ideas, editado por Charles Harrison y Paul Wood, 298-300. Oxford: Blackwell Publishing, 2007.

2 Valéry, Paul. Pièces sur l’art. Paris: Gallimard, 1946.

3  Sylvester, George. “What Life Means to Einstein”. Saturday Evening Post. 1929.

4 D´amico, Margarita. Conversación con el artista en su taller de Sarría. 1982.

5  Deleuze, Gilles, y Guattari, Félix. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos, 2010.

6  D´amico, Margarita. Conversación con el artista en su taller de Sarría. 1982.