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Crónica del salitre: Fita, si estuviera muerto, ¡no te lo negara!

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Por EVARISTO MARÍN

Las pintorescas historias de cada pueblo andan en nuestra Isla de Margarita de lo más realengas, nunca perdidas ni jamás olvidadas. A veces extravagantes, otras, pura risa. “¡Qué sería de estos pueblos sin sus locos!”, expresaba en el Valle de Pedro González, con aire de filosofal reflexión, Tomasito Lazarde y  ni él mismo, tan ufano de sus lecturas, sabía darse una mejor respuesta que esta: “¡No me lo puedo imaginar!”.

¡Qué pueblos más aburridos son  aquellos que no pueden contar las genialidades de sus locos! El maestro Luis Beltrán Prieto solía decir que en La Asunción “los locos decían cosas capaces de poner a pensar a los más cuerdos”.

Jobino, el más famoso de los locos que tuvo La Asunción de comienzos de siglo XX, se plantó un día frente a la puerta de los Prieto y cuando la dueña de casa, Fita Figueroa, le preguntó en muy chusca expresión: “Por Dios, Jobino, ¿y tú no te habías muerto?”, se la quedó viendo y exclamó: “Fita, si estuviera muerto no te lo negara…”.

Cheva lista muy moza salió corriendo de una casa para otra en San Juan  Bautista, y de repente se tropezó con Mateíto, el loco, a quien por poco hizo caer. El loco se echó  a un lado y le dijo, perplejo: “Carajo, muchacha, mayor susto me acabas de dar…”. Asombra que esto lo expresara Mateíto, quien fue, por largos años, con su fiereza para lanzar piedras y cuanto objeto contundente tuviera a mano el terror de los muchachos de San Juan y de muchos otros pueblos. Cheva se ufanaba en decir: “Yo asusté un día a Mateíto”, y contaba la historia de aquel inesperado tropezón.

De los tiempos de su infancia, en Santa Ana del Norte, monseñor Andrés Márquez Gómez recoge en su libro Árboles, Pájaros y Niños las andanzas de Rosa, la ciega, Juan Pablo, el mudo Marcelino y otros personajes, quienes, “con sus buenas y malas cualidades, sus extravagancias y sus locuras, eran la sal de la vida  en medio de una existencia monótona y aburrida…”.

Altote, negro, de gruesos bigotes, Ño Félix, único policía de Santa Ana, le metía duro a la fábula. Los muchachos se extasiaban en los bancos de la plaza oyéndole historias muy antiguas, de las cuales, a veces, se presentaba como hipotético protagonista, obviamente sin haberlo sido. Cierta vez,  Ño Félix contó que “para engañar a los españoles, el general Arismendi hizo traer más de cien sombreros de cogollo, desde San Juan y los colocamos sobre los cardones camino de Juangriego. Asustados al ver tantos hombres entre el cardonal, los españoles se regresaban…”, y por ahí se iba, hasta decir que “la familia Rosas tuvo un esclavo tan ladrón, que hasta lo regalaron varias veces, pero siempre era devuelto, porque tenía muy ‘malas mañas”.

Contaba Ño Félix que cuando el cólera llegó a Margarita, apenas el negro dijo que le dolía la barriga, lo envolvieron en sábanas dentro de un ataúd y lo enterraron vivo. “Fue la única manera de salir de él”, se regocijaba de contar entre las carcajadas de sus párvulos oyentes.

Antonio González, poeta popular de Santa Ana, era mordaz improvisando versos. En su vejez, casi vivía de la caridad. En el Registro del Distrito Gómez, le pagaban un real por documento para firmar como testigo. Cierto día firmó tres documentos, pero el jefe civil, en vez de tres reales, le dio uno. Salió muy malhumorado y cuando alguien hizo alusión despectiva a su pobre vestimenta, no se contuvo y exclamó, en voz alta, como para que el jefe civil lo oyera :

“Si vengo a la Jefatura

no perjudico a ninguno,

de tres reales, solo uno,

ha visto esta criatura”.

Rosa, la ciega era para los niños de Santa Ana, un pozo de sabiduría. Sus historias hechizaban la imaginación. El propio Márquez Gómez recuerda de su época escolar haberle escrito estos enternecidos versos:

“En un mundo de amor y fantasía,

de sus labios brotaban a porfía

hadas, gigantes, genios, hechiceros,

Alicia en el país de la quimera

Gnomos cargados de oro y pedrería….”.

Don Romo, en cambio, era el hombre de los oficios más rudos: sepulturero, matarife, con fama de ordinario. “Es más bruto que Don Romo…”, se dijo por años en Santa Ana, en alusión a quien hacía algo con rudeza…

Con el mudo Marcelino, los muchachos gozaban un mundo cuando lo veían gesticular, con ambas manos y su larga lengua para “enamorar a cuanta mujer soltera se le cruzaba en su camino”.

Largo, enteco, semi inválido, describe Márquez Gómez a Pulinga —Apolinar Brito Caraballo— y afirma que éste tenía unas cualidades innatas para periodista. Lo que ocurría en el pueblo Pulinga lo sabía al instante, pero, en especial, era notable por las exageraciones con las cuales solía narrar las cosas que le ocurrían o que tenían como protagonistas a gente de su confianza. Pulinga era en El Norte un hombre hecho para la risa, para el chiste, para el humor espontáneo.

Cierta vez a Pancha Guerra, una anciana  vecina suya, octogenaria, sin hijos, se la llevaron de urgencia para el Hospital Luis  Ortega y cuando a Pulinga le preguntaban: “¿Por qué hospitalizaron a Pancha?”, él decía, de lo más serio, “¿por qué?”. “Los médicos descubrieron que Pancha está preñá  y le harán una cesárea…”.