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Crisis de la corbeta Caldas desclasificada

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Por HUMBERTO CALDERÓN BERTI

El amigo Jesús Aveledo me ha concedido el grato honor de escribir el prólogo de su más reciente libro: Crisis de la corbeta caldas desclasificada. Me imagino que en su decisión privó mi condición de exministro de Relaciones Exteriores de Venezuela, aunque mi vida profesional la he dedicado al mundo del petróleo y de la energía.

Por esos avatares de la vida, el año 1992 del siglo pasado, a raíz del muy lamentable intento de golpe de Estado contra la democracia venezolana, del 4 de febrero, fui designado por el entonces presidente de la República de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, como ministro de Relaciones Exteriores. A pesar de ello, debo manifestar que no tengo estudios académicos en el campo de las relaciones internacionales.

Mi experiencia viene, fundamentalmente, de mis tiempos como ministro de Energía y Minas de Venezuela y presidente de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) durante el gobierno del presidente de Venezuela Luis Herrera Campins (1979-1984).  Esta aclaratoria viene al caso porque valoro mucho el gesto de Aveledo, quien seguramente pensó en mi persona para escribir esta nota introductoria a su libro por mi condición de exministro de Relaciones Exteriores. También debo aclarar, en honor a la verdad, que aun con esta última circunstancia no soy experto en cuestiones de asuntos limítrofes territoriales.

Al haberme solicitado escribir este prólogo he tenido la oportunidad de leer detalladamente este interesante libro. El mismo está muy bien escrito y juiciosamente documentado. Dejar para la historia el acontecer de hechos y circunstancias del quehacer nacional constituye un reto de gran mérito en estos tiempos de Venezuela. Es algo que hay que valorar como testimonio de gran importancia para nuestro país.

Las relaciones entre países limítrofes no suelen ser fáciles. Suelen estar plagados de incidentes y malentendidos que, en algunas oportunidades, han sido catastróficas y han marcado durante generaciones la vida de los habitantes de esos países. El caso de Venezuela y Colombia no ha sido la excepción, solo que, para la fortuna de nuestros países, no se ha llegado a las circunstancias extremas del enfrentamiento armado.

El caso de la corbeta Caldas, ocurrido en el mes de agosto de 1987 del siglo XX, ha sido profusamente estudiado por Jesús Aveledo para escribir este libro. Aveledo incursiona, con la minuciosidad de los hombres estudiosos, en la historia de ambos países desde los tiempos de nuestra independencia.

Colombia y Venezuela son hermanas gemelas. Tenemos muchas cosas en común: historia, lengua, cultura, costumbres e idiosincrasia. Más aún, estamos obligados a mantener una estrecha relación por el bien de nuestras naciones. Pero la historia en común ha tenido algunos sinsabores con los que nos encontramos desde tiempos de la independencia.  Cuando el Libertador Simón Bolívar llega a Colombia en el año 1819, con sus tropas de llaneros y junto a sus compañeros colombianos, dirigidos por el general Francisco de Paula Santander, logra la independencia tras la batalla de Boyacá el 7 de agosto de 1819, comienzan a surgir choques entre los venezolanos y los colombianos. Colombia era, para esos tiempos, un virreinato con una población culta y un acendrado espíritu civilista, lo cual iba a contracorriente con los niveles culturales de una gran parte de los integrantes de las tropas de Bolívar.

Aveledo, devenido en historiador, analiza las diversas circunstancias que, desde esa época, se han generado hasta llegar a la fatídica noche del 28 de septiembre de 1828, con el intento de asesinato de El Libertador. Los recelos, desconfianza y resentimientos se acentuaron hasta el inicio del destierro, en el propio territorio de El Libertador, hasta su muerte el 17 de diciembre de 1830; episodios estos descritos, y novelados, por el premio nobel de literatura Gabriel García Márquez en su magistral obra El general en su laberinto.  A partir de 1830, cuando se produce el rompimiento de la Gran Colombia, el tema limítrofe entre la península de la Guajira y el golfo de Venezuela ha sido motivo de controversia. El hecho histórico más significativo entre Colombia y Venezuela ha sido, lamentablemente, el fallido Tratado Pombo – Michelena. Aveledo hace un pormenorizado recuento de dicho tratado desde su elaboración en 1833 entre Lino de Pombo y Santos Michelena. Venezuela proponía que la frontera partiera del Cabo de la Vela en el oeste de la península de la Guajira, mientras Colombia proponía que fuese de Punta Espada, al este de la península de la Guajira en la entrada del golfo de Venezuela.

El Tratado fue aprobado por el Congreso de Colombia el 29 de junio de 1834. Venezuela lo rechazó el 7 de abril de 1835.  La descripción que hace Aveledo de las incidencias de dichas negociaciones son sencillas y aleccionadoras, para finalizar en una frase contundente: “El frustrado Tratado Pombo – Michelena es un triste y aleccionador recuerdo de los grandes daños que la injerencia indebida o externa, en un hecho o conflicto de política interna, le pueden causar a los intereses nacionales.  Por otra parte, se trata de un antecedente válido del incidente de la corbeta de la Armada colombiana Caldas porque, de haberse aprobado el tratado, Colombia no tendría costas en el Golfo de Venezuela, además de los efectos traumáticos que de él se han derivado para las relaciones entre ambos países”.

Después del rompimiento de la Gran Colombia en 1830, las relaciones entre Colombia y Venezuela estuvieron plagadas de desencuentros e injerencias en los asuntos internos de ambos países. Fue en el año 1881, cuando el entonces presidente de Venezuela Antonio Guzmán Blanco aceptó el arbitraje entre ambos países y firmó el Tratado de Arbitramento entre ellos y “se designa al gobierno de su majestad el rey de España, en calidad de árbitro y juez de derecho”.

La escogencia del rey de España como árbitro no fue una decisión feliz. Guzmán Blanco tenía una enconada relación con la iglesia católica, la cual tuvo su clímax con la expulsión de Venezuela de las congregaciones religiosas, integrada en su mayoría por ciudadanos españoles. Colombia mantenía, en esos tiempos, una estrecha relación con el rey de España. Muerto el rey Alfonso XII, en 1895, la reina regente produce el Laudo Arbitral del 16 de marzo de 1891, donde Colombia resultó francamente favorecida.

Posteriormente, se produce otro error por parte de Venezuela. El Congreso rechazó el Tratado Unda-Suárez, de 1893, y, para colmo, la comisión mixta colombo-venezolana firma el Acta de Castilletes, donde se ubica el inicio de la frontera entre ambos países “ante la imposibilidad de encontrar los accidentes geográficos mencionados en el Laudo Arbitral” y aparte, para colmo y como lo recoge Aveledo en este último libro, y  dijo el historiador venezolano Jorge Olavarría: “Los miembros de la comisión mixta no leyeron el Laudo, no lo aplicaron, no reconocieron la costa más al norte del paralelo 12 y, cuando fijaron el hito de Castilletes confiesan, en la propia acta, que no sabían  dónde estaban”. La Venezuela de esos tiempos era un país convulsionado, como lo fue casi todo el siglo XIX de su historia. Para desgracia de los venezolanos, las consecuencias  las estamos pagando hasta estos días.  Aveledo hace en este libro un magnífico recuento muy documentado de todos esos hechos.

Colombia, en todas las negociaciones planteaba hasta 1922 que su frontera empezaba en Punta Espada.

Otro hito de máxima importancia fue la firma del Tratado de Demarcación de Fronteras y Navegación de ríos comunes de Venezuela y Colombia, firmado en la villa del Rosario de Cúcuta, el 5 de abril del año 1941. En Venezuela surgió una reacción negativa por parte de prominentes venezolanos en su momento, entre ellos los doctores Rafael Caldera, Pedro José Lara Peña y Andrés Eloy Blanco.

Por otra parte, Aveledo hace en su libro una pormenorizada y muy detallada relación del incidente de Los Monjes, en el año 1952. Contrario a lo señalado por la mayoría de los conocedores del tema limítrofe, y que han considerado el manejo del asunto de manera adecuada y exitosa, en cuanto a los intereses de Venezuela, Aveledo señala lo contrario. Apunta que Venezuela no aprovechó las condiciones políticas y militares del momento para recuperar los territorios perdidos. Las propias Fuerzas Armadas de Colombia lo percibieron con mucha claridad. Aveledo señala que en el documento de la Fuerza Armada “se advierte el peligro para Colombia de llevar el caso ante un tribunal internacional ya que ello podría concluir en una revisión de la línea fronteriza de la Guajira y la pérdida para Colombia de extenso territorio. Las fuerzas militares colombianas no están en capacidad de respaldar una acción militar de ocupación de Los Monjes”.

En uno de los capítulos del libro, hay un subcapítulo, concretamente el tercero, denominado la etapa petrolera. Lo comentado por Jesús Aveledo respecto al tema lo he escuchado de viejos petroleros. El haber invitado Venezuela a los doctores Carlos Lleras Restrepo y Virgilio Barco Vargas (es oportuno mencionar aquí que años más tarde, en la crisis de agosto 1987, Barco era el presidente de Colombia) en octubre de 1965 fue un error. La versión que se ha escuchado es que la iniciativa partió de la antigua Corporación Venezolana del Petróleo (CVP), cuyo director general, en esos tiempos, era el abogado Rubén Sáder Pérez, y el ministro de Minas e Hidrocarburos, el insigne venezolano Manuel Pérez Guerrero. El haber tomado esa iniciativa significó en el fondo la petrolización del asunto limítrofe. Cuando los gobiernos de los presidentes Misael Pastrana Borrero, de Colombia, y Rafael Caldera, de Venezuela, se adelantaron conversaciones y se estableció el denominado condominio, que básicamente consistía en incorporar el tema limítrofe en un convenio sobre pesca y navegación, además la exploración y explotación de yacimientos de hidrocarburos que, eventualmente, pudieran existir en las aguas sujetas a la disputa.

Luego, en 1974, con la llegada al poder de Carlos Andrés Pérez, en Venezuela, y Alfonzo López Michelsen, en Colombia, se planteó la idea de la exploración y explotación de los yacimientos de hidrocarburos que pudieran existir en la zona en litigio. Nadie estaba, ni aún hoy en día, en la certeza de que en las zonas en litigio existan depósitos de hidrocarburos. Avanzar en el tema de la explotación conjunta fue otro error que, sin duda, traería efectos negativos en las futuras negociaciones que se pudieran adelantar.

En el año 1980, siendo presidente de Venezuela Luis Herrera Campins, se reiniciaron las negociaciones para delimitación de las áreas marinas y submarinas entre Colombia y Venezuela, situadas en el golfo de Venezuela.

El 20 de octubre de 1980 la delegación venezolana designada para adelantar las negociaciones, integrada por Gustavo Planchart Manrique, Luis Herrera Marcano, el almirante Elio Orta Zambrano y Pedro Nikken, le entrega al entonces canciller de Venezuela, doctor José Alberto Zambrano Velasco, una comunicación en la cual a través de su conducto le informaron al gobierno nacional  “que en la sexta reunión de la comisión negociadora para dicha delimitación celebrada en Caraballeda, litoral central de Venezuela, entre el 13 y el 17 del mes en curso (1980), se logró definir completamente una posible solución de la delimitación referida, la cual fue plasmada en un proyecto”.

A pesar de que las conversaciones se habían adelantado con máxima prudencia y discreción para no afectar ninguna de las partes, la información fue filtrada por el diario El Tiempo de Bogotá y se le dio la máxima divulgación, se llegaron a publicar mapas con la eventual delimitación.  Se informó incluso que la firma se llevaría a cabo el 17 de diciembre de ese año 1980, fecha de conmemoración de la muerte del Libertador. El doctor Pedro José Lara Peña, que había sostenido años antes la tesis de la costa seca para la porción colombiana, desató una intensa campaña en contra del acuerdo. Lara Peña era, para ese entonces, docente en los principales institutos militares de Venezuela y, por ende, tenía una importante influencia en los medios castrenses.

Tal como había sido prometido por el presidente Luis Herrera Campins, se inició un proceso de consulta en la búsqueda de un consenso nacional al respecto. Se descartaba así la propuesta de celebrar un referéndum. La idea del referendo había sido planteada por el editor venezolano Miguel Ángel Capriles. Era, sin duda, una postura tremendista. Capriles, y como él mismo lo reconoció, no era experto en el tema y llegó al extremo de referirse a una supuesta delimitación que no está planteada, señalando que, si Colombia reconocía esa supuesta delimitación, podríamos devolverle Los Monjes a ese país. Sin duda no era una postura responsable la sostenida por Capriles. Como lo recoge Aveledo en este libro, Capriles dijo: “Yo no sé si esto sería una barbaridad, porque no soy experto, e ignoro si Los Monjes son claves para nosotros, pero he solicitado que una vez consagrado el paralelo de Castilletes le devolvamos Los Monjes”. Sin duda era una gran barbaridad.

Una de las primeras consultas fue con las Fuerzas Armadas de Venezuela. El acto ocurrió en el Teatro de la Academia Militar de Venezuela el 28 de octubre de 1980 en Caracas. Allí estaba el canciller de Venezuela para la época, José Alberto Zambrano Velazco, y los miembros de la comisión negociadora. Todo ello bajo los auspicios del entonces ministro de la Defensa, general de división del Ejército de Venezuela Tomás Abreu Rescaniere. La asistencia fue masiva. Se estimaban unos 2.000 oficiales de nuestras Fuerzas Armadas en el recinto.

La reunión se realizó en un ambiente tumultuoso. Había una gran aprehensión que venía desde antes de la reunión. La intensa campaña desarrollada por algunos venezolanos, como el doctor Pedro José Lara Peña, al cual nos referimos en líneas anteriores, habían causado su efecto. La tesis de la costa seca, considerada por algunos como Jorge Olavarría como fundamentalista, se hizo sentir. El ambiente era hostil, al extremo de que el general Abreu Rescaniere tuvo que intervenir marcialmente ante todos los militares presentes y dar por concluida la reunión. Había un intenso ruido de sables durante esos días. El ambiente en el ámbito militar era en extremo pesado.

En los días siguientes se realizó una reunión del Consejo de Ministros del presidente Luis Herrera Campins. El canciller Zambrano Velazco intervino y explicó los alcances del proyecto de acuerdo. En mi condición de ministro de Energía y Minas, de ese entonces, estaba presente en dicha reunión. Después de la intervención del canciller Zambrano pedí la palabra y me manifesté en contra de la forma como se había manejado el tema de los eventuales yacimientos de hidrocarburos, lo cual estaba reflejado en el artículo cuarto del proyecto. Cuando se iniciaban las reuniones de la comisión negociadora, el presidente había solicitado la constitución de una subcomisión para que se asesorara en materia de hidrocarburos.

En mi condición de ministro de Energía y Minas designé a dos eminentes profesionales, el ingeniero Arévalo Guzmán Reyes como director general de hidrocarburos del ministerio y experto en el tema que técnicamente se denomina unificación de yacimientos, así como al geólogo Gustavo Coronel, técnico de primera línea y para esa época vicepresidente de Maraven; una de las empresas filiales de la petrolera estatal, también con dilatada experiencia petrolera. Cuando se instaló la comisión asistí al acto en señal de apoyo a las personas designadas por mí.

Para mi sorpresa, después me enteré de que no habían sido convocados para ninguna de las reuniones, donde se había tocado el tema de la explotación conjunta de los yacimientos de hidrocarburos que se hubiesen podido encontrar.

Durante mi intervención en la reunión de Consejo de Ministros señalé que, con referencia al asunto de la explotación de los yacimientos, estaban planteados de una manera impropia e inconveniente para ambos países. No me refería a otros temas porque no eran de mi especialidad.  En el artículo cuarto del proyecto de acuerdo se establecía que, indistintamente del volumen que cada país pudiese tener en los eventuales yacimientos, a cada uno de ellos les correspondería 50% de la producción.  Era un planteamiento carente de cualquier basamento técnico. Lo que es práctica común, en la denominada unificación de yacimientos de hidrocarburos, es repartir la producción con base en el volumen que a cada una de las partes le corresponda después de la de limitación, por la sísmica y la perforación de los pozos, del volumen de reservas que a cada parte le corresponda.  Es lo que se ha aplicado en Venezuela y en otras regiones petroleras del mundo, bien sea entre empresas o países; ese es el proceder a la unificación en función de las reservas.

Tal como señalábamos anteriormente, el reparto de la producción 50% por 50% era una pésima solución. Si alguno de los países tenía un volumen superior a 50%, entregar al otro la diferencia era una muy mala solución para ambas partes. Nunca entendí las razones para haber tomado el camino propuesto. Era comprarse, con toda seguridad, un conflicto seguro en el futuro. Tanto el canciller Zambrano Velasco como el ministro del fondo de inversiones, Leopoldo Díaz Bruzual, respondieron a mi intervención con acritud. El presidente le puso término a la discusión señalando que si él le había prometido al país que el proyecto de acuerdo se sometería a su consideración, así se haría la consulta y ésta empezaba dentro del propio gobierno.  Al terminar la reunión del Consejo de Ministros, se me acercó el ministro de la Defensa, el general Tomás Abreu Rescaniere, para invitarme a hacer una presentación en la Escuela Militar, donde había acudido con anterioridad el canciller Zambrano. Le manifesté al ministro que yo debía consultar con el presidente, cosa que hice de inmediato El diálogo con el presidente fue corto y concreto. Le dije: presidente, el ministro Abreu me ha invitado a exponer mi opinión en la Escuela Militar. Necesito su autorización; su respuesta fue: puedes ir. Recuerdo haberle preguntado: ¿cómo manejo el asunto? Su respuesta fue exactamente como lo dijiste aquí.

A los pocos días atendí la invitación de ir a la Escuela Militar, como estaba planeado.  Entré solo al teatro. Era el único civil frente a un auditorio lleno de militares. Me escucharon con atención y con respeto. Al finalizar mi intervención recibí un aplauso en señal de conformidad.  Salí satisfecho con la labor cumplida.

Con los años he reflexionado mucho sobre ese tema.  Nunca entendí las razones que llevaron al canciller Zambrano Velazco para no invitar a los técnicos designados por mí, a las reuniones donde se trataría el tema del petróleo. La verdad es que en esos tiempos mis relaciones con el entonces canciller Zambrano Velazco no eran las mejores.  Con el tiempo, he llegado a pensar que tenía cierta molestia por mi actividad internacional.  El presidente solía enviarme a misiones delicadas en algunos países de la región Centroamericana y el Caribe. Creo que ello se debía a que en esos años tenía el petróleo un gran peso en la política internacional del país, sobre todo a raíz de la caída del Sha de Irán, ocurrido a principios del año 1979, cuando fui designado hasta 1983, como ministro de Energía y Minas de Venezuela.

Algunos meses más tarde, en noviembre o diciembre de 1980, fui a una visita oficial a Colombia.  El presidente de Venezuela Herrera Campins le envió, conmigo, una carta al presidente de Colombia Julio César Turbay Ayala, cosa que hice.  Era un sábado en la noche, desconozco el contenido de la carta; el presidente Turbay Ayala la leyó en mi presencia. Al terminar de leerla me preguntó cuándo regresaría a Caracas. Le respondí: “Mañana, señor presidente”. “¿A qué hora?’’, dijo; a lo que le contesté: “No tengo hora prevista”.  De inmediato me dice: “¿Me acepta una invitación a almorzar mañana?”, “con mucho gusto”, le respondí.

Al día siguiente, a la hora convenida, me presenté en el Palacio de Nariño.  Un edecán de las Fuerzas Navales de Colombia me llevó hasta la zona privada del Palacio de Nariño. Había un despacho en el último piso. Allí estaba el presidente Turbay con el expresidente Alberto Lleras Camargo. No dejaba de ser intimidante para un joven de apenas 39 años, que era mi edad en esos tiempos, estuviera frente a dos líderes históricos de la política colombiana.

De pronto me dijo: “Usted estará fastidiado de comer encerrado, vámonos para el campo”. Subimos a la planta alta. Allí nos esperaba un helicóptero que nos llevó a la casa presidencial de Hato Grande, situada en la sabana de Bogotá. Un sitio colonial apacible, que El Libertador le había adjudicado al general Francisco de Paula Santander, después de la batalla de Boyacá.  Es un sitio que se presta para celebrar reuniones en un ambiente tranquilo. El presidente Turbay era un aficionado al jerez español.  Nos tomamos varios para entrar en calor. De pronto me dice: “Dígame usted, ministro, me dicen que es enemigo de Colombia”. Le respondí: “Perdón, si yo fuera enemigo de su país no estaría aquí”; si yo hubiese nacido en un país donde el protocolo domina cualquier escenario le hubiera respondido con esguinces. “Nací en Boconó, un pequeño pueblo cafetalero de los Andes venezolanos”, respondí sin muchos miramientos.  Ambos presidentes soltaron una carcajada al unísono.

Después me pide que explique por qué me había opuesto a la hipótesis de Caraballeda.  Le comenté que yo no era historiador, ni experto en temas limítrofes.  Le dije que mi oficio es el petróleo.  Para ese momento ya estamos sentados en la misma mesa, comiéndonos un ajiaco bogotano debajo de un kiosco.  Hacía un frío espantoso. Para poder explicarles el tema de los yacimientos comunes y el proceso de unificación de estos, tomé una servilleta y le hice un esquema de un mapa de subsuelo.  Les dije que los yacimientos no tienen, en el subsuelo, nada que ver con los límites de territorios geográficos o políticos. Les dije lo inconveniente que sería para un país, cualquiera que fuera de los dos, si teniendo una mayoría sustancial del yacimiento en el subsuelo se diera, al otro país, 50% de la producción.  La explicación era sencilla de entender.

El presidente Turbay volteó y dirigiéndose al expresidente le dijo: “Alberto, creo que el ministro tiene razón”. La servilleta la guardé durante muchos años hasta que un incendio en mi casa de familia la hizo desaparecer.  Al finalizar la reunión el presidente ofreció llevarme en su helicóptero al aeropuerto de El Dorado de Bogotá.  Allí, al lado del avión, me esperaba el embajador de Venezuela, Pedro Contreras Pulido, y la delegación venezolana. Había, también, algunos amigos míos colombianos, quienes habían sido mis compañeros de posgrado en la Universidad de Tulsa en los Estados Unidos. Cuando el helicóptero aterrizó los presidentes me hicieron un gesto de cortesía. Al preguntarme quiénes estaban allí, les comenté que algunos amigos.  Ambos se bajaron del helicóptero y se aproximaron a mis amigos para saludarlos. Mi amigo colombiano, hasta estos días, Carlos Ney se refiere, con frecuencia, a este simpático y amable gesto de los presidentes colombianos.

Por esos avatares de la vida, en marzo de 1992, fue designado ministro de Relaciones Exteriores de Venezuela. Un mes antes había ocurrido la desgraciada intentona militar del 4 de febrero de 1992.

El gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez estaba en una situación muy precaria y los jefes militares recomendaron la inclusión en su gabinete de algunas figuras opositoras. Ingresamos, José Ignacio Moreno León, como ministro del Fondo de Inversiones de Venezuela, y mi persona como ministro de Relaciones Exteriores. No era un gobierno de coalición, aunque se contó, siendo ambos socialcristianos, con la aprobación del partido.  En esos días se hizo público que uno de los temas levantados por los golpistas fue el relacionado con la controversia de los límites de aguas marinas y submarinas en el golfo de Venezuela. También hubo mucho malestar por el anuncio de la construcción de un puerto de aguas profundas, con intereses colombo-venezolanos, en las riberas del golfo de Venezuela. Con ese telón de fondo, saliendo del Palacio de Miraflores, fui abordado por un grupo importante de periodistas.

La pregunta, a boca de jarro fue: “¿Qué opina usted de la controversia planteada sobre el golfo de Venezuela por los golpistas?”. Mi respuesta fue: “El golfo siempre ha sido de Venezuela y es una zona vital para los intereses de nuestro país. Por allí sale al exterior el grueso de nuestras exportaciones petroleras”. Así sintetizaba todos los aspectos de fondo. El uti possidetis iuris, la posición histórica por parte de nuestro país, y el concepto de área vital, ampliamente reconocido por el derecho internacional.

Esas declaraciones mías, tenían una clara intencionalidad política interna. Ello desató una polémica en Colombia. Recibí una andanada de epítetos descalificadores. El más menudo era considerarme un ignorante en los temas limítrofes. Menos mal que el tiempo tapa todo.  En mis meses como embajador del gobierno interino de Venezuela (2019) en Colombia, el tema nunca salió a la luz pública. De haber salido, hubiese dicho lo mismo, lo cual podría haber causado una controversia innecesaria.

Finalmente, quiero insistir en lo señalado anteriormente. El haber petrolizado el problema del golfo fue un error. A quien menos le conviene la politización del tema es a Venezuela, país con grandes reservas petroleras. El caso de Colombia es diferente.  El petróleo en Colombia se descubrió en los mismos tiempos que en Venezuela, solo que en el primero la naturaleza ha sido más generosa. Colombia tiene una dilatada historia como productora de petróleo, pero sus reservas han sido limitadas. En su historia ha pasado de exportador a autosuficiente y, luego, a importador.  En este siglo ha dado un salto importante como productor, duplicando el volumen diario de producción en las cercanías del millón de barriles por día. Cuando Hugo Chávez accede al poder en Venezuela, en 1999, y el presidente Uribe lo hace en Colombia, la situación petrolera del hermano país se ha hecho holgada.  Con el capital político de ambos presidentes, y sin el apremio de ser Colombia importador, sino un exportador de petróleo, consideré que era el momento de encarar de nuevo el tema limítrofe en la de las áreas marinas y submarinas del golfo.

Lamentablemente, no sé si se hizo algo. Desconozco si el tema fue puesto sobre la mesa en las reuniones bilaterales de alto nivel. Llegará el día en el cual habrá que encarar el asunto del petróleo de una manera técnica y lógica. Ojalá y así sea. Nuestros países son hermanos. Ambos nos hemos tendido la mano en tiempos de dificultades. Así lo hicimos en Venezuela cuando millones de colombianos, huyendo de la violencia yde las dificultades económicas, vinieron a nuestro país a rehacer sus vidas. En estos tiempos, con la tragedia que vivimos en Venezuela, millones de venezolanos han sido acogidos en Colombia con una gran generosidad.


*Humberto Calderón Berti ha sido ministro de Energía y Minas (1979-1983), presidente de la OPEP (1980), presidente de Petróleos de Venezuela (1983-1984), canciller de la República de Venezuela (1992) y embajador de Venezuela en Colombia (1992).