Por ALEJANDRO VARDERI
Desde sus ventanas mirando al oriente de Santiago, Celeste Olalquiaga disfruta hoy de una vista privilegiada sobre la cordillera de los Andes. El Ávila caraqueño, los bulevares parisinos, la calle dieciséis del Chelsea neoyorkino han quedado por ahora en suspenso; si bien no deja de regresar a ellos desde la reflexión, la fotografía y la escritura, además de tejer una continuidad geográfico-felina con la presencia de Luigi y Bruma, sus gatos tan viajeros como ella misma.
Enmarcada por un tapiz de antigua factura, Celeste me recibe virtualmente en su hogar santiagueño, una tarde primaveral de sábado en Nueva York y apuntando hacia el otoño en el Sur que, como asentó Mario Benedetti, también existe. Quizás hoy más que nunca, cuando “Nuestra América” se debate entre los populismos de izquierda y las autocracias de derecha, en sociedades radicalmente polarizadas, donde la brecha entre la pobreza extrema y la riqueza más grotesca se abre cada vez más, con la consiguiente pauperización de las antaño clases medias.
Todo ello no escapa a la mirada siempre alerta de esta teórica cultural de reconocida trayectoria, cimentada por libros tales como Megalopolis. Contemporary Cultural Sensibilities (1992), The Artificial Kingdom. A Treasury of the Kitsch Experience (1998) y Downward Spiral. El Helicoide’s Descent from Mall to Prison (2018); además de por sus artículos en publicaciones tales como Artforum, Cabinet, Revista de Occidente y Revista Iberoamericana.
—Me gustaría empezar esta conversación hablando de cómo tu trabajo anterior, que con Proyecto Helicoide abre tu reflexión sobre la ciudad cual espacio de violencia, te lleva a incorporarte activamente a la lucha de calle, a raíz de las grandes manifestaciones, estallando en 2019 pocos meses después de instalarte en Chile.
—Esta es una gran pregunta y te la agradezco, pues muchas veces cuando me entrevistan, las preguntas son muy puntuales sobre una obra y no toman todo el conjunto en cuenta. Yo tengo dos líneas de trabajo como historiadora o teórica cultural. Por un lado, está el trabajo de arquitectura y urbanismo que empieza con Megalópolis. Y por otro, existe una línea dirigida más hacia el arte y la naturaleza como en El reino artificial. Tras publicar este último en Nueva York me mudé en 1999 a París, para continuar mi investigación sobre las colecciones de historia natural, en particular las llamadas “petrificaciones”, o fósiles. Eso me llevó al proyecto de la Medusa, el cual a la vez me hizo estudiar el mundo submarino de las anémonas y corales, libro que no terminé, quedando yo misma petrificada. En uno de mis viajes a Caracas retomo mi proyecto de El Helicoide, sobre el cual había escrito antes de partir, que marca el comienzo de mi reflexión sobre las ruinas, pues toda aquella gran arquitectura modernista con la cual nosotros crecimos estaba muy degradada.
—¿Y por qué específicamente El Helicoide?
—A El Helicoide me interesaba visibilizarlo como una estructura brutalista muy única dada la curvatura de sus líneas. Para eso creé Proyecto Helicoide en 2013, realizando luego varias actividades con un equipo de curadoras, artistas y arquitectos, y publicando Downward Spiral: From Mall to Prison, con Lisa Blackmore como coeditora. Lo irónico fue que a partir de 2014, con las protestas estudiantiles y la represión brutal con que respondió el gobierno, muchos estudiantes fueron llevados a El Helicoide, el cual venía funcionado como prisión desde 1985. Eso le dio una dimensión mayor al proyecto. A la vez, la situación de los estudiantes generó una mirada pública que se cernía exclusivamente sobre el aspecto carcelario de esta estructura, mientras que para nosotros era fundamental mostrar la historia integral de El Helicoide.
—Este proyecto junto con los anteriores, como parte de tu plan de vida, te lleva por una ruta que incluye Nueva York, París, Caracas y Santiago.
—A mi regreso de París, me di cuenta de que cuando una viaja nunca sabe hasta dónde te va a llevar el viaje, y cuando una regresa no sabe hasta dónde va a regresar. Efectivamente, mi vuelta de París no fue solo un regreso a Nueva York, sino que después retorno por un tiempo a Caracas y eventualmente a Santiago, mi ciudad natal, donde estoy ahora. En definitiva, creo que soy una gran viajante, pues me ha tocado vivir en muchas ciudades.
—¿Y en todas ellas te incorporas a la protesta de calle?
—Mi incorporación a la protesta de calle empieza cuando llego a Nueva York en 1983 a estudiar en Columbia University, con la lucha en pro del aborto y contra la invasión de Estados Unidos a Nicaragua. En París participé en manifestaciones contra Le Pen y proinmigrantes. En mi regreso temporal a Caracas en 2014, estuve en la segunda marcha estudiantil que ocupó la Autopista del Este y por supuesto en Nueva York volví a la calle para marchar contra Trump. Esto aparte de las manifestaciones feministas, de las cuales la más importante fue la de Marzo 2020 por el día de la mujer aquí en Santiago, donde participamos dos millones de mujeres, una de las marchas más grandes del mundo.
—Y ese activismo se intensifica con tu llegada a Santiago.
—Desde 2013 estuve viajando periódicamente a Santiago por razones familiares. Me sorprendió descubrir que mi trabajo era bastante conocido, pues se había usado mucho mi libro El reino artificial, sobre todo en la Universidad de Chile, y en 2015 la editorial Metales Pesados reeditó Megalópolis, por lo cual yo tenía ya un público, amén de lazos profesionales y artísticos. Esto me permitió tener una visión más compleja sobre Chile, y entender que el neoliberalismo aquí era un gran problema. Me resultaba insólito que, viniendo de una de las capitales del capital, que es Nueva York, me encontrara aquí con un capitalismo mucho más salvaje. El estallido social lo viví desde el primer día. Ese 18 de octubre estaba en el centro de la ciudad, asistiendo a un seminario sobre las ruinas en la Universidad Alberto Hurtado, y tuvimos que salir corriendo mientras los estudiantes lanzaban pedradas contra la policía.
—¿Y cómo te afectó ese suceso en tu periplo como viajera?
—La dictadura pinochetista la había vivido de segunda mano en Venezuela. Mis padres eran prodictadura pero mis profesores no. Algunos eran exiliados de las dictaduras, y al ser mis profesores en la UCAB cuando estudiaba Letras, le dieron sentido a la carrera pues tenían una visión mucho más amplia de la literatura. Ese día, sentí que había entrado al túnel del tiempo y regresado a la época de la dictadura que no viví. Es la vuelta en espiral que ha dado Chile para cerrar un ciclo, el cual empieza con el golpe de Estado y la dictadura y se está acabando con la reescritura de la Constitución pinochetista que tanto daño le hizo a este país estas últimas tres décadas. Mi vivencia de segunda mano de la dictadura es ahora de primera mano, pues he estado muy presente en las manifestaciones, y he visto pasar a muchos heridos y quedado muy afectada por los gases súper tóxicos —e ilegales— que lanzan las ballenas policiales, que aquí se llaman guanacos. De hecho, apenas ahora, más de un año después de las grandes manifestaciones, recién empiezan a liberar a estudiantes encarcelados sin acusaciones concretas.
—Precisamente has dado como figura la espiral, que es la de El Helicoide. Aquel activismo tuyo que viene de tan atrás se hila a través de esta figura geométrica, y te permite compaginar toda esa reflexión a lo largo del tiempo y de los viajes hasta el momento actual, cuando se reafirma un proceso de cambio en Chile que documentas mediante artículos y, sobre todo, fotografías. Un proceso que va llevándonos ya a tu último libro.
—¡Síii! A Miauguerrilla, que surge de fotografiar los grafitis de Santiago durante las manifestaciones desarrolladas principalmente entre octubre de 2019 y marzo de 2020. En Chile siempre ha habido una gran tradición de grafiti. Ya había empezado a documentar grafitis de gatos, pues siempre me han fascinado por su independencia, con la cual me identifico. Y casi siempre iba a las protestas con mi amiga y coeditora Angela Cura, quien es orfebre y profesora en la Universidad de Chile y una gran activista. Yo me quedaba atrás tomando fotos de los grafitis y sobre todo los rayados —“scratches” o escraches— de gatas y gatos, que son de factura mucho más rápida que el grafiti, muchas veces hechos mientras se huye de la policía. Angela se fue seduciendo con el proyecto y se convirtió en mi gran aliada. Al tener unas 80 fotos decidí crear una cuenta en Instagram donde se inaugura el nombre de Miauguerrilla. Sus seguidores empezaron a enviar fotos de rayados felinos pues todas las personas que han conocido el proyecto ahora los ven por todos lados. En ese sentido Miauguerrilla es la continuidad de mi trabajo, pues siempre me atraen cosas que casi nadie ve pero que están allí, al igual que en El reino artificial con el kitsch y también con El Helicoide.
—De cierta manera recontextualizas fenómenos que, como bien dices, están allí pero la gente no tiene conciencia de su poder de subvertir. Algo que Miauguerrilla logra desde otra perspectiva, pues no es un libro teórico sino de contacto directo entre la imagen y el espectador.
—Lo que me encanta de Miauguerrilla es que se explica por sí solo; los rayados gatunos vienen muchas veces acompañados por palabras y escritos que son muy evidentes pues acusan la injusticia social en Chile y la represión brutal de las manifestaciones. Por eso muchos gat@s aparecen con un ojo suprimido en referencia a las casi 500 lesiones oculares —incluyendo dos personas completamente ciegas— ocasionadas por armamentos policiales. Cuando empezamos a emerger de una cuarentena pura y dura, pues pasamos hasta cuatro meses que no podíamos salir de casa sin permiso policial, le propuse a Angela que hiciéramos un libro de Miauguerrilla para el primer aniversario de la revuelta, porque ya teníamos cerca de 250 fotos de rayados de gatas y gatos de la resistencia. A su modo, el libro es una gran crítica al gobierno y su represión.
—¿De qué manera concebiste el libro como objeto?
—Lo vi en mi mente: un libro de formato cuadrado, con una gatita en la portada bordada por la artista Claudia Gutiérrez, quien tiene un trabajo brillante de bordados en lana de grafitis, muertos y basura donde retrata a la periferia santiaguina. Su trabajo va en la línea de la tradición de las arpilleras, que son bordados populares que describían situaciones cotidianas de la dictadura. El libro lo diseñó otra grande, Claudia Guerra. Es un libro de gatas rebeldes.
—¿Cuál ha sido la recepción?
—Muy buena, es un objeto bello y a la vez subversivo. Poco a poco hemos ido conociendo por Instagram a muchos de l@s artistas que hicieron los rayados, todos muy jóvenes y talentosos. También tenemos seguidores en varios países de Latinoamérica, los Estados Unidos y Europa. Hay toda una red muy interesante, pero muy de culto, que se da en torno a los grafitis y los rayados. A la vez, como me dijo un antropólogo, Miauguerrilla es un registro etnográfico sobre un fenómeno que representa muy bien la lucidez política e ingenio de los manifestantes, sobre todo los adolescentes, quienes fueron los que iniciaron las protestas.
—Y no solamente hay rayados de gatos inventados, sino que se apropian del imaginario corporativo, como Hello Kitty, y transforman esa edulcoración comercial en algo revolucionario.
—Sanrio tiene una Hello Kitty dark, una vampiresa neogótica. Pero la de los grafitis santiaguinos es una Hello Kitty guerrillera que aparece desde el primer momento, puño en alto, con un gato callejero anti yuta —la yuta es la presencia policial con tanquetas y todo el arsenal represivo— realizada por la artista Violeta Delfín. Pero también hay otra Hello Kitty de un artista llamado Alan. Él traza una Kitty que llora a los caídos y ha hecho una serie enorme de variaciones impresionantes de esta. Él y otro grafitero llamado japimoska, quien crea grafitis insólitos de gatos voladores, son los más prolíficos. Hay también muchos rayados anónimos, hechos más al azar.
—¿Y a dónde te lleva ahora todo este trabajo? ¿Crees que retomarás el libro de la Medusa o el proyecto sobre las ruinas?
—En Santiago he podido dedicarme al trabajo visual de manera no teórica, aunque he dado clases virtuales sobre el tema de las ruinas. No solo las modernas, que fueron mi punto de partida, sino también la historia de las ruinas, fenómeno que comenzó a ser investigado de manera sistemática en este milenio y sobre el cual hay mucho que decir. El libro de la Medusa, por ahora, sigue flotando. No estoy clara de si es que no le ha llegado su momento o si ya pasó. Es algo que ocurre con el trabajo creativo. Con la pandemia me ha costado mucho concentrarme teóricamente, así que he estado haciendo distintas series fotográficas. Una es la serie gatuna, que ya produjo el libro de Miauguerrilla. Otra es sobre las grietas en las veredas y el pavimento de Santiago, como parte de la investigación sobre las ruinas; también estoy haciendo una serie sobre la cordillera de los Andes, que tengo la gran suerte de ver desde mi casa. Este regreso ha sido una vuelta a mi continente y a culturas de las cuales había estado muy alejada, y eso me hace muy feliz.
—Me gustaría cerrar la entrevista con este regreso tuyo a lo latinoamericano. ¿Crees que te quedarás aquí?
—Ni siquiera me lo pregunto. Una de las cosas que me ha enseñado la pandemia es a estar en el presente. Quizás eventualmente viaje por Chile y América Latina. Lo que sí sé es que seguiré con mis proyectos de investigación y mis publicaciones, pues adonde quiera que vaya publico cosas que tienen que ver con el lugar donde estoy.