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Conversaciones memorables 9

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Gustavo Guerrero

Recuerdo de mi última conversación con Alejandro Rossi

El cuadro clínico de Alejandro empeoró a comienzos de 2009 y sin pensarlo dos veces decidí hacer un viaje relámpago a México para llevarle los primeros ejemplares de la edición francesa de Edén. Habíamos previsto que el libro estuviera listo en marzo y que se bautizara, en presencia del autor, durante las jornadas del Salón del Libro de París, que ese año tendría a México como país invitado. El enfisema pulmonar nos desarmó la agenda. Yo sabía lo mucho que representaba para Alejandro que Gallimard publicase su novela autobiográfica —o “auto-ficción” o “biografía novelada”, si se prefiere— y no quería que dejara de ver la edición que habíamos preparado. Los homenajes, como toda muestra de afecto, me decía (me digo) hay que hacerlos en vida, tanto más en estos tiempos sin futuro en que la posteridad se ha convertido en una anacrónica y pomposa quimera. Por eso nunca agradeceré lo suficiente a los equipos de corrección, diseño y fabricación de la casa el empeño que pusieron para que tuviéramos algunos ejemplares impresos con más de 60 días de antelación.

Si mal no recuerdo, salí para Ciudad de México el 7 de enero y en la misma tarde de ese largo día me veo ya en la quinta de Alejandro, entregándole un par de ejemplares con las tintas de la carátula aún frescas y embarcado en la que sería mi última conversación con uno de los más cálidos, lúcidos y excepcionales conversadores de nuestras letras. Era una secreto a voces: de Juan Villoro a Jorge Herralde, de Fabio Morabito a Rafael Rojas, los tuvimos la suerte de alternar con él con alguna frecuencia guardamos preciosamente en la memoria aquellos momentos mágicos en que charlar con Alejandro se convertía en una forma única de arte: el punto de equilibrio perfecto entre improvisación, espontaneidad, gracia, rigor y alta densidad. ¿De qué hablamos en ese último encuentro? De la novela, evidentemente, y, en particular, de la imagen de la Venezuela de los años cuarenta y cincuenta que surge de la evocación de la infancia del protagonista. Aquel mundo extraño y fascinante que Alex, el pequeño florentino, descubre a través de la mediación de su madre y de su familia venezolana se ha de erigir con el tiempo en un paraíso perdido entre los recuerdos del adulto, el primero de los muchos edenes a los que alude el título y que marcaron la vida del escritor. Y es que Alejandro nunca olvidó a Venezuela y sintió hasta el final que una parte de su destino cosmopolita estaba ligado a la tierra de sus mayores. No tengo espacio para entrar con más detalle en aquella conversación, pero sí quiero insistir en que su eje fue nuestro país y la preocupación por nuestro país. Ahora que la literatura venezolana ha ido adquiriendo la extensión de su diáspora y que nuestra condición comienza a parecerse cada vez más a la de Alejandro, creo que es el momento de releerlo como escritor venezolano, aunque pese a los que aún creen que una literatura para ser nacional debe ser territorial. Otra pomposa y anacrónica quimera.

Aquel último encuentro fue breve: mi amigo respiraba con mucha dificultad y se cansó pronto. Después de despedirnos fui a cenar a San Ángel Inn con Álvaro Enrique y Christopher Domínguez-Michael. Inevitablemente la sobremesa giró sobre la enfermedad de Alejandro y sobre el arte de la conversación a la Rossi como un arte de la complicidad y la generosidad intelectual que mejoraba a sus interlocutores. Años más tarde descubrí en una página de Domínguez Michael un suerte de resumen de lo que entonces nos dijimos: “Pese a que Rossi, hablando, parecía abarcarlo todo y no dejar cabo sin atar, nunca se salía de su casa, tras más de tres horas de charla, con la sensación de haber sido cómplice o comparsa de un monólogo. Borges, decía Rossi, fascina entre otras cosas porque hace creer a sus lectores que son tan inteligentes como él. Así Rossi”.


Guillermo Barrios

Retrato de una mujer en llamas

Para decir esta “conversación memorable” con Seka (Zagreb, 1923-Caracas, 2007) me valgo de imágenes de un encuentro en su casa de Chuao, donde me recibió, enfundada en un amplio delantal blanco curtido de faenas, una tarde caraqueña de mediados del 2005. Transcurrió a través de estancias de paredes blancas y pocos muebles, hacia su taller. No sé cuánto tiempo pasó ni qué temas tocamos en este laboratorio repleto de herramientas, reactivos e improntas, que explicaba por sí solo la admirable naturaleza de su cerámica, celebrada por Miguel Arroyo como estremecedora revelación del convulsionado encuentro de la materia con el fuego. Hacia el final de la tarde, mi anfitriona vio el reloj y, con una vieja vasija de aluminio en mano, me invitó escaleras abajo a un espacio de sótano con puerta al exterior, donde un viejo sofá nos permitió sentarnos para “redondear” frente a un pequeño patio interior bañado de la intensa luz del poniente. Una vez aposentada, acercó sendas fanegas de semillas cuyos contenidos mezcló alquímica y suavemente, al tiempo que, poco a poco, el patiecillo se iba llenando de pájaros. “Conotos, tortolitas, tordos…”, murmuraba desde su asiento. Cuando vio el reloj de nuevo y se puso de pie con su vasija de semillas, me alisté para tomar la salida al tiempo que un sorpresivo “tableau vivant” se estrelló contra mi mirada: a contraluz, la figura vertical e imponente de la artista abría la corredera de cristal para entrar y esparcir su polvo de estrellas mientras una súbita llamarada de pájaros la cubría por entero, de abajo a arriba. En medio de esta explosión, antes de que se aplacara, salí tratando de atrapar para siempre esta imagen de Seka. Una vida en diálogo con el fuego, que terminaba cada jornada, literalmente, envuelta en llamas.


Inés Quintero

La historia: un espacio para el encuentro y el debate

Luego de concluir mis estudios en la Escuela de Historia, nos propusimos hacer una reunión informal con la idea de llevar adelante un proyecto conjunto entre un grupo de jóvenes recién graduados y varios profesores de la escuela y del Instituto de Estudios Hispanoamericanos entre quienes se encontraban Manuel Caballero, Manuel Rodríguez Campos y Elías Pino Iturrieta.

La conversación se orientó básicamente a tratar de ponernos de acuerdo sobre el período de la historia de Venezuela que nos propondríamos estudiar. De inmediato se desarrolló un animado e intenso debate donde cada quien planteó su parecer. Se expusieron los más diversos argumentos hasta que, finalmente, coincidimos en que fuese la Venezuela Contemporánea.

Empezó allí un nuevo y más complicado intercambio para establecer los criterios que permitirían delimitar el inicio de lo que llamábamos la Venezuela Contemporánea y precisar los aspectos que podrían contribuir a su caracterización y comprensión. Allí el debate se puso bastante más intenso. Salieron a relucir las más diversas posiciones, así como los argumentos más disímiles a fin de que sirvieran de soporte a la definición de la Venezuela Contemporánea: la muerte del caudillismo y el inicio de la centralización política; la explotación petrolera y su impacto en la sociedad venezolana; el fin de la Venezuela agraria y rural; el proceso de urbanización; la formación y evolución de los partidos políticos; la inserción de las mujeres en la sociedad; el surgimiento y consolidación de la democracia; los diferentes contextos internacionales y su impacto en la realidad de Venezuela, entre muchos otros.

Fue una conversación abierta, donde no hubo jerarquías por experiencia, trayectoria o edad; todos expusimos libremente nuestros pareceres, entre bromas, chistes y anécdotas, sin descalificaciones ni imposiciones, un debate absolutamente diáfano y plural sobre nuestra historia.

Concluido el encuentro, no llegamos a ningún acuerdo, tampoco hicimos un nuevo intento para reunirnos en otra oportunidad. Pero fue, sin duda, una conversación memorable, no solamente por la riqueza, amplitud y profundidad de los argumentos que allí se expusieron, sino, sobre todo, porque ese día entendí que la historia es un extraordinario espacio para el encuentro y el debate. Una experiencia que me ha acompañado desde entonces como herramienta en mi ejercicio profesional. Imborrable.


Isaac López

Del valor de una buena conversa

El origen no fue el verbo, ese que aproxima a las gentes de buena voluntad. En nuestro caso, el principio de las herencias que somos fue la imposibilidad de diálogo, de entendimiento fecundo por la palabra. El español se decretó lenguaje del opresor, y el dios de los conquistadores impuso su silencio. Las prácticas de los otros quedaron excluidas de la voz y de su huella. Allí la mayor violencia que engendró una raza de parlanchines sin cuento… Vengo de una casa donde el decir implicaba responsabilidad, pertinencia. Sufrir ante la desmesura. Mi abuelo, don Isaac López, era una especie de juez de paz, a quien se buscaba para la conciliación. Él y sus hijos eran grandes contadores, gente de memoria. Desde niños aprendimos el valor de una buena conversa cuando nuestro padre, sereno y argumentativo, se transaba en tertulias con otros hombres del campo sobre el tiempo, cambios del clima humano y del medio ambiente… Rituales. Saber decir. Antropología de la escucha. El oído pensante. Estudios históricos de la audiencia. La fuerza del sonido… En mi corto camino he tenido largas conversas con prójimos de inteligencia como Elías Pino Iturrieta, Mario Spinetti Dini, Carlos González Batista, Luis Alfonso Bueno, Rafael Rivas Dugarte, Lubio Cardozo, Alberto Rodríguez Carucci, Gregory Zambrano, Carlos Sandoval, Belkis Rojas, Yolanda Delgado, Yoleida Guanipa o Efraín Contreras. En ellos nombro a muchos otros con quienes conversar es privilegio… Años de trabajo han nutrido el empeño de ser historiador con la fabla de viejos paraguaneros, cuyas palabras constituyen un mar tan vivo como el otro… De todos ellos se aprende en el sabroso don de sus conversas… Pero también dialogar puede tener el encanto de frivolidad y superficialidad… Esa es la maravilla, como diría Vinicius de Moraes, el arte del encuentro.


Ivana Aponte

Muchas de las conversaciones más trascendentales de mi vida se enlazan con dos personas: mi madre y mi abuela materna. Ada había fallecido antes de mi nacimiento, pero gracias a mi mamá conocí mucho de su vida.

De las anécdotas familiares aprendí muchas cosas, como la importancia de la narración oral y la lectura. Conservo esos valores desde la infancia.

Ada era una mujer muy creativa. Ella reunía a sus hijos para contar historias mientras llovía y se esperaba que volviera la electricidad. También inventaba relatos a partir de las imágenes de los libros. Todos sus relatos eran distintos.

Cuando mi mamá estaba en la escuela, su maestra, Ana Penso, le asignó llevar un libro a casa para que mi abuela leyera un cuento. El objetivo de ello era promover a los estudiantes la lectura y el comentario de los cuentos en clase. Sin que Marlene se diera cuenta, Ada narraba una historia a partir de las ilustraciones y ésta no tenía ninguna relación con el texto. La maestra descubrió la discrepancia y mi mamá tuvo que repetir la tarea con otro libro. En casa, cuando ella pidió que le contara la verdadera historia, mi abuela confesó que no sabía leer ni escribir.

Mi madre logró que Ada aprendiera a escribir su nombre en la cédula. Sin embargo, nunca pudo leer. Marlene entonces se dedicó a ser su lectora. Durante años le leía desde Condorito y las novelas de Corín Tellado hasta la Crónica Policial (si preguntaba por ciertas palabras, mi abuela contestaba: “¡No pregunte! ¡Eso es malo!”). Marlene, tiempo después, conocería los significados gracias a un diccionario Larousse que le regaló un tío. Muchos años después, ese mismo diccionario lo consultoría para mis propios estudios y lecturas.

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